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EL PAÍS | EL FARO
Columna
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La testigo Arcadia versus la peste del olvido

Falta ver si la justicia logrará decir que en la masacre de El Mozote hubo responsables, falta ver si, como en Guatemala, habrá suficiente para una condena

Arcadia Ramírez, antes de brindar su testimonio.
Arcadia Ramírez, antes de brindar su testimonio. Fred Ramos (El Faro)

 Arcadia Ramírez tenía 16 años sin ver a sus hijas cuando denunció su desaparición ante la justicia salvadoreña. Julita, de 14 años, y Carmelina, de siete, fueron raptadas por soldados en 1981, durante la infame masacre de El Mozote. Esa masacre, al inicio de la guerra civil salvadoreña, ya cuenta 989 víctimas en un censo oficial aún abierto. La testigo clave de la desaparición se llama Ester, la última persona que conversó con las niñas Ramírez. Pero ella ya no puede declarar. Todo lo que queda es su testimonio por escrito, el que dio en la corte en 1997, pero que en 2020 ya no puede repetir, porque su salud no se lo permite.

El juicio sigue vivo cuatro décadas después. Y eso, que se enuncia como un triunfo, no es sino la confirmación de un enorme fracaso: hay mucha gente para la que la justicia fue una utopía perpetua: caminaron siempre y nunca llegaron. En el otro extremo, oficiales que debieron haber estado presos murieron sin nunca pisar una cárcel. Víctimas que podían aportar a la justicia no llegaron a tiempo al estrado. El Salvador ha demostrado que las amnistías funcionan para algunos.

El juicio por la masacre de El Mozote permite ver qué ocurre cuando un país se tarda 40 años en intentar aplicar justicia. Pasa que los testigos clave ya no pueden testificar, por enfermedad o porque ya han muerto, y los recuerdos se debilitan en los sobrevivientes que quedan; las evidencias se vuelven más difíciles de recabar y los papeles que podrían probar los delitos se han perdido. Los criminales que perpetraron estos hechos muchas veces han cambiado las armas y los cuarteles por las curules y los despachos. Cuando se autorecetan amnistías, la búsqueda de la justicia se vuelve un partido en el que ellos, que van ganando, empiezan a perder tiempo y sus víctimas, que van perdiendo, se desesperan. La fórmula no es propia de un caso, es un mecanismo de defensa de los militares salvadoreños y guatemaltecos: ocurre con decenas de masacres más en El Salvador, ocurrió con el genocidio indígena en el triángulo Ixil.

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El juicio por El Mozote se abrió en 1990, en un país que ya llevaba diez años en guerra y al que le faltaban dos años para firmar la paz. Se investigó a trompicones y con la oposición de todo el sistema, hasta que en 1994 se cerró, gracias a una ley de amnistía aprobada por la misma derecha legislativa que había sido parte del régimen militar en la guerra. Arcadia denunció hasta 1997, porque acudir a la justicia con la guerra abierta (1980-1992) era tan peligroso que prefirió buscar ella sola a sus hijas sin la ayuda de las instituciones estatales.

Cuando la corte constitucional eliminó la amnistía, en 2016, un juez de un pequeño pueblo alejado de San Salvador reabrió el caso de El Mozote. De eso, cuatro años en los que el caso avanza como puede, con migajas de evidencias y lo que queda de la memoria. Así se explica que Arcadia llegue a un estrado, a declarar por primera vez en un juicio con acusados.

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Ya que llegar hasta un tribunal ha costado tanto —superar trabas políticas y judiciales, leyes que obstaculizan y apelaciones— la sola apertura de un proceso se lee como una victoria. Y sin embargo, es una derrota. La dificultad con la que avanzan estos procesos prueba que las amnistías funcionan. Aunque se derriben con los años, toda su vigencia fue tiempo de ventaja que tuvieron sobre sus víctimas en una carrera por la justicia. Ahora que aquellos generales y coroneles ya no parecen vigorosos y temibles, sino tiernos abuelitos, alegan razones humanitarias para evitar los juicios y piden clemencia para que, si los condenan, no los castiguen con cárcel, porque ya están ancianos. Siempre acostumbrados, como dice el cantautor Alberto Cortez, a tener la sartén por el mango, y el mango también.

En aquel salvaje diciembre del 81, el general Juan Rafael Bustillo era comandante de la Fuerza Aérea, protegido de Estados Unidos, y conocido en la milicia por su obstinación y rebeldía; no un octagenario con problemas auditivos a quien su hijo lleva al juzgado y que ha llegado a asegurar que se siente en “peligro” por los periodistas y las víctimas cuando llega al tribunal. Cuando el ejército masacraba en los cerros del nororiente salvadoreño, Arcadia era una mujer lúcida que trabajaba como empleada de servicios domésticos, y no una señora de 77 años que no recuerda quién le contó algunas de las cosas que declara ante el tribunal.

Hay, sin embargo, una forma menos pesimista de ver juicios como los que desarrollan El Salvador o los que tuvo y tiene Guatemala.

Tener un proceso abierto con evidencia, abogados y un juez que les cree, legitima para las víctimas una lucha que les ha llevado buena parte de su vida. En la célebre novela Cien Años de Soledad, José Arcadio Segundo enloquece cuando nadie le cree que ha ocurrido una masacre en las bananeras. A las víctimas como Arcadia, su homónima de la vida real, también les dijeron locos por mucho tiempo.

Aquellos días de muerte, el Gobierno salvadoreño dijo que estaba haciendo una operación para liberar el departamento de Morazán, y así lo publicaron los periódicos. “Felicidad. Miles de campesinos acuden a saludar a las tropas que están llegando a las zonas que durante varios meses han sido amenazados por los grupos extremistas”, escribió en un pie de foto La Prensa Gráfica.

El gobierno estadounidense de Ronald Reagan, involucrado seriamente en el financiamiento y la estrategia militar del sanguinario ejército salvadoreño en los 80, también encubrió y negó la masacre. En febrero de 1982, apenas dos meses después de la matanza donde la mayoría de víctimas son niños, el departamento de Estado certificó ante el Congreso que “los niveles de violencia contra no combatientes estaban disminuyendo” en El Salvador, un argumento necesario para mantener la ayuda económica en pos de su política anticomunista.

Fueron años de lucha y terquedad en los que personas como Arcadia bregaron solas con su lucha, sus muertos y desaparecidos. Contaron su historia a quien quisiera oírlos, contra las verdades oficiales, en todas las instancias, hasta llegar a la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que en 2012 condenó a El Salvador por la masacre. Y gracias a esa gente que se resistió a olvidar, la historia comenzó a reescribirse.

Un presidente salvadoreño pidió perdón en nombre del Estado ese mismo 2012. Empezaron las medidas de reparación, los homenajes y los memoriales. No fue hasta 2019 que otro presidente borró el nombre del coronel señalado como responsable de El Mozote de la fachada de un cuartel militar. Incluso Estados Unidos empezó a hacer reconocimientos de su propio papel en aquellos años: ha deportado a poderosos militares y recientemente anunció la prohibición de la entrada al país a varios oficiales involucrados con otra masacre, la de los sacerdotes jesuitas en 1989. En el juicio por El Mozote, hasta Bustillo, el excomandante de la Fuerza Aérea, reconoció la masacre y extendió su pésame a las víctimas.

Cada vez queda menos gente del lado de los negacionistas. Ese enorme expediente judicial por la masacre, engrosado desde hace 30 años, está cada vez más cerca de probar que en El Mozote hubo masacre, tal como otro expediente en Guatemala llegó a probar que hubo genocidio contra la etnia ixil. No es poca cosa.

Falta ver si la justicia logrará decir que de esa masacre hubo responsables, falta ver si, como en Guatemala, habrá suficiente para una condena. Pero si no la hay, al menos queda la sensación de que estos juicios sirven para corregir cómo se cuenta la historia. Si no es para nada más, aunque sea para eso. Para combatir aquello que García Márquez llamaba la peste del olvido, tan expandida en esta esquina del mundo.

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