La iguana de marzo
El gran apagón del 7 de marzo se suma a los hitos de la memoria catastrófica colectiva venezolana
Una historia, entre varias posibles, del socialismo del siglo XXI en Venezuela podría periodizarse atendiendo a hitos de la memoria catastrófica colectiva.
El capítulo correspondiente a 1999, por ejemplo, bien podría titularse “el año del deslave” y, en grave registro evangélico, comenzar diciendo: “En aquel tiempo, Hugo Chávez promovió un referéndum aprobatorio de la mostrenca constitución que se había hecho redactar”.
“El Señor castigó la vileza de los devoradores de arepas que masivamente votaron a favor del sí en el referéndum, enviándoles un apocalíptico aguacero que provocó el deslave de la Cordillera de la Costa y arrasó el litoral de Caracas, arrebatando gentes, rebaños y sementeras hasta el fondo del mar Caribe. Los muertos se contaron por miles y, al retirarse las aguas, la línea costera se mostró alterada para siempre, etc., etc.”
Hito catastrófico fue la escabechina de casi 20.000 gerentes y técnicos de Petróleos de Venezuela, en 2003. Otro fue la muerte y transustanciación de Hugo Chávez en Nicolás Maduro, en 2013. El año 2019 se inscribe en estos anales de lo funesto como el año del gran apagón del 7 de marzo.
En cosa de días, han muerto decenas de neonatos y pacientes crónicos en hospitales desprovistos de equipo y medicamentos; la vida de otros muchos sigue pendiendo de un hilo. Nunca sabremos cuántas ejecuciones extrajudiciales ha enmascarado la oscurana en los barrios marginados de toda Venezuela.
La industria petrolera, minada por la corrupción y ahogada en el default, alcanzaba a exportar a duras penas el millón de barriles diarios antes del apagón. Hoy, los expertos pronostican para muy pronto una producción que no llegará al medio millón. Hace 10 años, la estatal venezolana producía diariamente cerca de 3,2 millones de barriles. Las pérdidas del país se cifran ya en 875 millones de dólares.
Maquinalmente, Maduro ha gritado “¡sabotaje!”, acusando a EE UU, y ya anda buscando el modo de encauzar penalmente a Guaidó y sacarlo de circulación sin que John Bolton y Elliot Abrams lo noten. Ha hablado de un “ataque electromagnético” yanqui al cerebro del sistema interconectado de energía eléctrica.
En el pasado, Maduro llegó a atribuir la muerte de Chávez a la inoculación de un cáncer instilado por la CIA en el café y el terremoto de Haití a una sigilosa turbina submarina, capaz de generar sismos de magnitud 6,9 en la escala Richter. “Los gringos están muy adelantados en estas cosas, no nos engañemos, estemos prevenidos”, alertó.
El inamovible ministro de energía eléctrica, el general Motta Rodríguez, mostró siempre un insultante déficit de imaginación a la hora de explicar innumerables apagones en todo el país durante los últimos 10 años. Al principio, su sospechoso habitual fue una ubicua iguana opositora, noctámbula y suicida, que hacía explotar los transformadores con la cola. Esta vez han sido otros voceros de la dictadura quienes han sacado a pasear peregrinas hipótesis conspirativas.
Una de ellas afirma que una película de Bruce Willis −Duro de Matar 4− prefigura paso a paso la tecnología utilizada por el Pentágono para dejar sin luz a todo el país.
Durante el blackout de noticias que angustiosamente padecieron los venezolanos, dentro y fuera del país, fue natural para muchos pensar, desconsolados, que el apagón haría mermar el ímpetu de las movilizaciones ciudadanas convocadas por el carismático presidente interino, Juan Guaidó.
El estupor y la sensación de desamparo ante la escalada de atropellos a la población inerme, sumados a los apremios de la escasez y el racionamiento, llevó a pensar amargamente que el prolongado apagón había sido para Maduro lo que la campana para un boxeador acorralado contra las sogas. Sorprendentemente, no ha sido así.
La mañana del domingo 17, Juan Guaidó fue calladamente a sentarse en un puesto de empanadas del mercado de pescado en La Guaira, su ciudad natal. Lo hizo sin aviso previo, sin aspaviento ni despliegue de seguridad. Fue inmediatamente reconocido por sus paisanos que, espontáneamente, pronto convirtieron la feliz ocasión en un improvisado y multitudinario mitin.
La gente de La Guaira, otrora bastión chavista, se mostró dispuesta a no dejar la calle mientras no cese la usurpación. Guaidó, siempre didáctico e inspirador, impartió el santo y seña de esta nueva tanda de movilizaciones: Miraflores.
Maduro haría bien en tomarlo en serio y despejar el despacho.
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