La guerra de Maduro, la guerra de Trump
La realidad luce halagüeña a quienes piensan, vista la tiránica contumacia de Maduro en su vocación de exterminio, que una intervención militar en Venezuela no solo es deseable, sino sencillamente inevitable
Según fuentes muy enteradas, las Fuerzas Armadas de la dictadura venezolana cuentan con unos 2.000 generales. La prensa mundial acostumbra ironizar señalando comparativamente que los Estados Unidos, con un personal activo que ronda los 1.350.300 hombres, se las arreglan con apenas unos 900 generales.
En solo un día de 2016, un día en que se sentía especialmente patriota y antiimperialista, Nicolás Maduro ascendió, o fue conminado a ascender a ese rango, a 195 antropopitecos bolivarianos.
La Red de Seguridad y Defensa de América Latina (RESDAL), un muy acreditado observatorio del gasto militar en la región, calculaba hace solo cuatro años que el generalato bolivariano representaba el 10,25% de un pie de fuerza calculado entonces en unos 195.000 efectivos, sin contar las lastimosas, pero aún potencialmente letales, Milicias Populares Bolivarianas. Esto arrojaba en aquel tiempo una razón de 63 ventripotentes generales por cada 10.000 desnutridos habitantes. Solo en 2014, el gasto militar venezolano fue de 5.567.765 millones de dólares.
Gran parte de ese dinero, desde luego, forma parte del botín saqueado por la cleptocracia militar socialista del siglo XXI. Por eso puede afirmarse con razonable seguridad que los generales de Maduro dedican muy poco a los aprestos de guerra. Un reportaje publicado el año pasado por El Espectador de Bogotá, citando a Víctor Mijares, autorizado experto de la Universidad de Los Andes, observaba que “la capacidad operativa de la Fuerza Aérea cuenta con 24 Sukhoi, es decir, aviones de combate con capacidad aire-aire y aire-tierra. De los 24, solo cuatro están operativos y de estos cuatro solamente dos están habilitados para portar armas”.
Estas realidades lucen halagüeñas a quienes piensan, vista la tiránica contumacia de Maduro en su vocación de exterminio, que una intervención militar en Venezuela no solo es deseable, sino sencillamente inevitable.
Un persuasivo artículo de Joaquín Villalobos (Cubanos go home, EL PAÍS, 22-2-2019), sostiene que “una intervención [estadounidense] sería contundente, rápida, exitosa y ampliamente celebrada por millones de venezolanos y latinoamericanos. Decir esto no es apoyar una salida militar, sino prever una realidad política”.
Es muy difícil, sin embargo, no atender las advertencias acerca del porvenir de una intervención, en especial si proceden del antibelicismo estadounidense, uno de los vectores de la democracia en Estados Unidos.
De entre varios alegatos en contra de una intervención militar, citaré uno, difundido en las redes sociales por Joshua Goodman, corresponsal estadounidense muy curtido por las realidades de América Latina. Lo firma Adam Isaacson, del observatorio de temas de defensa de WOLA, una organización independiente, con sede en Washington, que promueve la observancia de los derechos humanos en Latinoamérica.
“Las hostilidades abiertas terminarían rápidamente”, especula Isaacson, “el Gobierno de Maduro probablemente colapsaría bajo la presión militar. Pero los combates podrían prolongarse durante meses, tal vez años, si la bien pertrechada insurgencia chavista se atrincherase. La opción militar no sería fácil”.
“Aunque no se empantanase como ocurrió con la guerra de Irak, una intervención militar estadounidense en Venezuela no sería cosa de entrar y salir como en Panamá en 1989, analogía que el senador Rubio está ya empleando explícitamente”.
Del contexto se desprende que con “insurgencia chavista”, Isaacson se refiere a una potencial guerra de desgaste acometible por los elementos mejor entrenados de las milicias y los paramilitares “colectivos”, sumados a lo que pueda quedar de cuerpos como el Sebin y las FAES, concebiblemente dirigidos por empecinados oficiales del Ejército derrotado.
Sazono mis temores con algo de John Keegan, gran historiador de la guerra, cuando sostiene que la devastadora tecnología bélica que hoy envanece a las grandes potencias ha terminado por darle mala fama a la moderación y al autodominio. “Las interrupciones o mediaciones humanitarias —sentencia Keegan —se consideran, cínicamente, como simples medios con que se enmascara o se palia lo intolerable”.
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