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Cartas de Cuévano
Columna
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Los murmullos

A poco de que Juan Rulfo cumpla su centenario, se me aparece en sueños con la voz intacta y la exacta mirada luminosa con la que viví el milagro de conversar con él

Hay recuerdos del pasado que se quedan flotando en la memoria como murmullos. Se vuelven de sueño intacto y de vez en cuando regresan en la madrugada para combatir el olvido. Los Murmullos se llamaba inicialmente la novela Pedro Páramo que vendría a los estantes de este mundo para sacudir a lectores de todos los idiomas y fincar un paisaje inasible, insuperable, de maravillosa calidad literaria. El hombre que la escribió en tinta verde y a cuenta gotas se llamó en vida Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno y quedó ya habitante de la eternidad simplemente como Juan Rulfo, que dicen que nació en Apulco y registrado en Sayula, el 16 de mayo de 1917… es decir, estamos a pocas semanas de que Juan Rulfo cumpla su centenario y hace días que se me aparece en sueños con la voz intacta y la exacta mirada luminosa con la que viví el milagro de conversar con él en la antigua librería El Juglar de la Colonia San José Insurgentes de la Ciudad de México.

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Lo vi del lejos, otras veces, caminando sobre la calle que hoy se llama imperdonablemente Juan Pablo II pues era la calle dónde él vivía y debería llamarse Rulfo ( o quizá incluso, su nombre completo, nomás por joder a los carteros y callejeros de GPS). Lo vi también a las puertas del Instituto Nacional Indigenista de la Avenida Revolución, donde trabajaba tras un escritorio y lo he visto en las fotos de paisajes lunares y pueblos abandonados, como si se proyectara sub sombra sobre el perfil de los árboles en blanco y negro o entre los callados acordes de una banda de pueblo que ha de tocar pura música llamada silencio, pero hubo una sola –única—conversación de no pocos minutos sobre la mesa del café de la librería El Juglar donde ya he narrado en otros párrafos el tamaño de la joya, el regalo invaluable que me entregó de viva voz uno de los mejores escritores del mundo con un sosiego y parsimonia silábica que hasta parece que hablaba en murmullos. Me le había plantado en la mesa, con la imbecilidad engreída de quien se cree ya escritor por haber cuajado un cuentito en una revista universitaria y con vergonzoso atrevimiento le dije que me gustaría compartir con él mi propia teoría sobre su Pedro Páramo; es más, creo que también le dije que yo había entendido –quizá como nadie más en el mundo—el sentido exacto de todos los cuentos que juntó en El llano en llamas y que Susana SanJuan no era más que una encarnación impalpable del tiempo, que el relato “Diles que no me maten” era no más que una elegía universal capaz de ser verbalizada por todo aquel que intenta sobrevivir en la angustia de todo desamparo y quién sabe cuántas pendejadas más. Rulfo me dejó hablar y luego, habiéndome invitado un café, me dijo que todo lo que yo pudiera opinar en realidad no le importaba ni un bledo, que si las reseñas, críticos o lambiscones lo alababan o reprobaban lo tenían sin cuidado porque hacía por lo menos tres décadas desde que había escrito esas obras (maestras) y no las acostumbraba re-leer. Me dijo entonces que había cosas más importantes: qué pensaba estudiar o de qué pensaba yo vivir, que si el precio de los alquileres en la Ciudad de México o los enredos para tener agua caliente, que si la vida y sus horarios y terminé por confesarle que yo estaba esperando a mi novia y resignándome a que el dinero que llevaba para invitarla a un café con postre al cante me lo había quemado comprando el ejemplar de Pedro Páramo que en ese momento le pedía que me firmara.

Allí no hubo ruido. Los murmullos de una íntima grandeza, lejos del vocerío y de los chismes, se mantiene intacto y regresa de madrugada con los mismos sueños, y por eso mismo no puedo entender que de un tiempo a la fecha la sola mención del nombre de Juan Rulfo suscita un alud de invisible vocinglería e invisible intimidación: dicen que dizque hay una lista “oficial” donde la Fundación Juan Rulfo aprueba o reprueba quién o quiénes pueden o no hablar sobre el inmenso escritor; dicen que dizque hay “autorización” para conferenciantes, homenajes e incluso, desconozco si estos párrafos no merezcan su venia. Me extraña y no lo entiendo: por lo menos en dos ocasiones me consta la generosa disposición que tuvo Doña Clarita Aparicio viuda de Rulfo cuando me tocó tramitar los derechos de uno de los extraordinarios cuentos de marido para la antología Sol, piedra y sombras que edité y prologué para el Fondo de Cultura Económica y años antes, la breve antología de bolsillo para la Colección FONDO2000 que enmarcaba mi labor como editor en esa casa. Su amabilísima preocupación por resguardar debidamente el legado literario de Rulfo como autor trascendental en nada prefiguraba el ánimo como neblina que ahora ronda su figura al filo de su centenario. Desde luego, es más que comprensible, encomiable, que la Fundación esgrima un celo indispensable para que el recuerdo de uno de los más grandes escritores de la literatura universal no caiga en la banalidad hueca de festejos oficiales y ceremonias hipócritas; de allí que afortunadamente no habrá ridículas imágenes de políticos fingiendo haberlo leído o discursos falsos donde los funcionarios hablan con erratas… pero no se entiende esa nebulosa impalpable de la dizque lista negra que ronda en los mentideros como una suerte de jurado sobre la denominación de origen del tequila o la autentificación de una pieza de museo.

No se puede creer que allende los murmullos de un escritor en tinta verde que hacía hablar nada menos que al silencio, dándole voz a los muertos y a la callada desolación del desahucio, retumbe ahora como necio vocerío la constante amenaza de reprobar todas las voces que queremos alabarlo o autorizar sólo aquéllas que merezcan su patente. Rulfo desde el más allá que siempre habitó está mucho más allá de estos enredos y lo único que debería encauzarnos a todos es contagiar hoy mismo su lectura a quienes aún no han viajado por sus páginas, que hoy mismo abra el primer párrafo de uno de unos de sus cuentos el joven de cualquier habla que identificará sus propios silencios con su prosa y que mañana mismo viaje hacia lo más recóndito de su alma la joven que empieza a deletrear cada una de las sílabas que conducen a Comala y que el mundo entero vuelva a reconocer en cada amanecer la voz intacta de un hombre que hablaba en murmullos y que bendijo el lejano instante en que le confiaba a un joven el milagro inapelable de que la vida misma está muy por encima de los enredos o inventos que puede fardar un transeúnte o advenedizo, mucho más allá de la arquitectura del recelo impostado está la callada admiración que transpira la prosa de Rulfo, la cátedra de su mirada en las fotos que lo reflejan y en las pequeñas circunstancias íntimas que establece con cada uno de sus lectores: la novia que llegó al café El Juglar se convirtió en mi mujer, y juntos le heredamos a nuestros hijos la magia valiosísima de por lo menos dos libros que se volvieron como salvoconducto de sus propias biografías y orgulloso emblema de lo que significa México, más allá de las noticias sangrientas, los políticos rateros y el exagerado recelo que destilan las marcas registradas.

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