La coca obstinada
En el Perú la droga incautada no llega casi nunca al 10%
Treinta años de planes, programas, “operativos” y múltiples acciones estatales para reducir o eliminar la producción de coca/cocaína en los países andinos y los resultados son más bien magros. Eso, para utilizar un vocablo optimista; más crudamente se podría decir que el fruto ha sido malo.
Tras décadas de miles de millones de dólares gastados, de episodios cruentos generados por los cárteles de la droga y de la penetración de la corrupción en los Estados lubricando la maquinaria policial, militar y judicial, se sigue produciendo en Bolivia, Colombia y Perú casi el mismo volumen de coca/cocaína que hace treinta años.
Los numeritos suelen no coincidir entre las dos fuentes principales de información -Naciones Unidas y el gobierno de EE UU- pero en lo esencial concuerdan en el resultado inocultable de que los volúmenes no se han reducido. En cifras de la ONU, si el área sembrada en los tres países en el 2012 fue de 133,700 has., en el 2015 fue de 156,500 (17% más).
Los dos principales productores compiten entre sí para ese resultado. Mientras el área con coca en Colombia era de 69.000 has en el 2014, al año siguiente subió a 96.000 has. En el otro gran productor (Perú), mientras el gobierno de Humala se vanagloriaba de haber erradicado 35.000 has. en el 2015, la “verdad verdadera” es que esa era una victoria pírrica pues simultáneamente se amplió al área en 40.300 has.
Si los volúmenes producidos se han mantenido más o menos constantes, lo exportado también. Las oscilaciones han respondido principalmente a la mayor o menor eficiencia de las autoridades policiales de cada país en la incautación de droga ilegal. Lo que en el caso de Colombia da una constante aproximada de un 50% de incautación sobre el volumen producido, en el Perú lo incautado no llega casi nunca al 10%. Nada de eso afecta de manera medular los volúmenes que circulan en el mercado mundial.
El futuro podría seguir así, cíclicamente, en un círculo vicioso sin fin, sazonado con violencia, muertos, bombas y corrupción. Pero con el agravante que el narcotráfico hoy está cada vez más sólidamente imbricado con la minería ilegal y con modalidades de crimen organizado cada vez más versátiles.
Es crucial una reflexión crítica sobre las políticas seguidas para hacer los ajustes que la realidad reclama a gritos. Ya lo hizo la OEA en el 2013 con el refrescante informe “Escenarios para el problema de las drogas en las Américas”. Ese análisis descarnado planteaba distintos y valientes escenarios de respuesta, diferentes a la inoperancia inercial Lamentablemente quedó sin seguimiento. Esa reflexión debe merecer continuidad; allí, en UNASUR y en todos los espacios multilaterales pertinentes de la región.
En el espacio bilateral de Colombia/Perú, por otro lado, el escenario se presenta favorable de cara a una convergencia que ha sido huidiza en los últimos años. Esa aproximación activa, es urgente para discutir y proponer nuevos enfoques tratando el consumo de drogas como un problema de salud pública, concentrando la acción en los grandes “capos” (y no en consumidores o micro comercializadores) y diseñando estrategias para promover una agresiva estrategia de desarrollo rural que aísle la tentación de sembrar y producir hoja de coca sería una ruta alentadora.
En Colombia, el acuerdo con las FARC sobre drogas ilícitas (mayo, 2014) abre una ruta para el reemplazo de cultivos; ya se están poniendo en marcha algunos proyectos piloto cuya evolución habría que acompañar con atención. En el Perú, el gobierno recién instalado de Pedro Pablo Kuczynski promete verdad, transparencia y eficiencia; podría quedar atrás el discurso triunfalista y aislacionista del gobierno precedente. Posibilidad, pues, de que estos dos países se reencuentren en esta brega.
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