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Elecciones Perú
Columna
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A igual razón, desigual derecho

Si la tendencia en Perú se mantiene, la injusticia electoral pudiera terminar en justicia poética

Gustavo Gorriti

En el Perú y en Latinoamérica la historia de fraudes electorales ha sido por lo menos variada.

En 1984, la dictadura militar panameña, ya controlada por Noriega, convocó elecciones presidenciales para retocar el maquillaje democrático y presentó a Nicolás Ardito Barletta para enfrentar al legendario Arnulfo Arias, cuatro veces presidente, depuesto cuatro veces. Arias ganó pero los militares hicieron triunfar a Barletta en mesa. El único que parece se la creyó fue el propio Barletta, a quien el extraordinario periodista panameño Guillermo Sánchez Borbón le plantó el apodo que lo acompaña hasta hoy: Fraudito Barletta.

¿Cómo llamar, o apodar, el festival de trampas en Perú que ha sustraído de las elecciones a Julio Guzmán, el candidato que iba en segundo puesto en las encuestas nacionales, y primero en el sur del país, cuando cercenaron su candidatura? Un fraude clásico no es, pero un fraudito tampoco.

En todos los casos que recuerdo, el fraude electoral ha sido perpetrado por quienes manejan el Gobierno. Pero en el Perú de hoy, el Ejecutivo es tan débil que no ha tenido otro papel que el de testigo impotente de los eventos. Cuando la primera dama, Nadine Heredia, escribió un tuit protestando por las leguleyadas con las que el Jurado Nacional de Elecciones cancelaba la candidatura de Julio Guzmán, este publicó al momento otro: “Nadine, no te metas”; probablemente temeroso de que la defensa de la hoy muy impopular Heredia fuera el beso de la muerte.

Pero no lo sentenciaron con un beso sino a punta de tinterilladas.

La maniobra se perpetró en corto tiempo, en el Jurado Nacional de Elecciones. Los cinco directores (miembros del Pleno) del Jurado son elegidos por instituciones que se supone respetables: la Corte Suprema escoge al Presidente; y los otros cuatro son delegados, previa elección, por el Colegio de Abogados de Lima; la Junta de Fiscales Supremos; los decanos de Leyes de las universidades públicas y los de las universidades privadas.

El rápido ascenso de Julio Guzmán desde, sobre todo, febrero, alteró las estrategias con las que el pelotón de candidatos formado por expresidentes, un ex primer ministro y un presidente regional que seguía a la puntera Keiko Fujimori, pensaba disputar entre sí el paso a la segunda vuelta. En elecciones previas, Alan García se las había arreglado para descomponer a sus adversarios y ganar por puesta de mano el ingreso al balotaje.

Pero en pocas semanas, Guzmán los pasó a todos y en su estela empezaron a crecer otros dos candidatos que se suponía menores: Alfredo Barnechea y la izquierdista Verónika Mendoza. Siendo la aritmética lo que es, las candidaturas de Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski y Alan García pasaron de la suma a la resta y se convirtieron, con diversos momentos y aceleraciones, en submarinos involuntarios. A César Acuña sus plagios en serie lo llevaron pronto al piso.

Entonces, el Jurado Nacional de Elecciones canceló la candidatura de Guzmán por formalidades grotescas en su desproporción. En la desesperada defensa de su candidatura, los abogados de Guzmán demostraron que por lo menos las de Alan García y de Kuczynski habían cometido, en mayor grado, el mismo tipo de faltas. Y que en cuanto a la prohibición de entregar dádivas como parte de la campaña, la de Keiko Fujimori la había violado en forma tan demostrable como lo hizo Acuña. El JNE sacó a Acuña de la campaña y mantuvo a Keiko Fujimori; y sacó a Guzmán y mantuvo a García y a Kuczynski. A igual razón, desigual derecho.

Mientras se desarrollaba el escándalo —con la agencia o complicidad de García, Kuczynski, Fujimori, los medios más poderosos del país y buena parte de sus opinólogos—, una investigación rápida encontró que por lo menos dos de los cinco miembros del Pleno del JNE (ambos votaron contra Guzmán) tenían claros conflictos de interés: su vinculación con el partido aprista, de Alan García; y uno de los dos, acusaciones graves y convincentes de corrupción.

En la madrugada del lunes 14, el inexperto, para este tipo de lides, Guzmán fue finalmente separado de la candidatura presidencial. Apeló a la razón ante una corte cínica y desvergonzada, y no apeló —sobre todo en el sur del país— al medio con el que se enfrenta el abuso en democracias precarias: la movilización pacífica pero enérgica de la población indignada.

No se puede sembrar tantos vientos sin cosechar por lo menos un mal aire. Alan García ha continuado perdiendo posiciones y paciencia.

Keiko Fujimori, quien se suponía iba a ser la más inmediatamente favorecida con la salida de Guzmán, pasó de la navegación plácida a la borrascosa. Luego de enfrentar una primera contramanifestación en Arequipa tuvo que retirarse ante otra, masiva y enardecida, en Cusco. En Lima hubo, hacia fines de la semana pasada, una manifestación de decenas de miles de personas en contra de su candidatura y en repudio al fraude adelantado del proceso electoral. Pese a que Kuczynski logró un cierto rebote con parte de los votos saqueados a Guzmán, quienes han crecido en forma más consistente son Alfredo Barnechea y Verónika Mendoza.

Si la tendencia se mantiene, la injusticia electoral pudiera terminar en la moralmente satisfactoria pero imprevisible justicia poética.

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