Karl Marx y Hans Röckle, el juguetero
La moraleja es que un buen marxista es siempre mejor cuentista que economista
En su juventud, al comienzo de su exilio en Londres, Karl Marx se sirvió del cuento de Hans Röckle y el diablo para entretener a Jenny y Laura, sus hijas mayores. Que se sepa, nunca lo puso por escrito; sabemos de él gracias al testimonio de su hija menor, Eleanor.
Marx comenzó a improvisar por entregas las ocurrencias del juguetero prodigioso al regreso de sus excursiones dominicales al Hampstead Heath, el prado londinense.
Los juguetes imaginados por Marx no quieren ser tan solo los soldados de plomo o polichinelas de madera de un niño burgués: los arrebata una gana quijotesca de deshacer entuertos en los que no dejan de inmiscuirse.
Sin embargo, los villanos siempre los aventajan en tamaño y número y desatan contra ellos tan tenaz persecución que exige el máximo a sus mecanismos de cuerda para cruzar Londres a todo correr y refugiarse en la tienda justo a tiempo de que los villanos se den con la puerta en las narices.
En el cuento, Hans Röckle vivía acogotado por las deudas; las cifras de su juguetería estaban siempre en rojo. Sus juguetes eran de mecanismo imperfecto y de acabado sumamente basto: la pintura de las casacas de los soldaditos, por ejemplo, se descascaraba al no más desempacar, y las piezas movibles a menudo se desprendían al tocarlas.
Por eso nadie quería sus muñecos o los devolvían a poco tiempo de comprarlos, exigiendo airadamente inmediato reintegro. Röckle, pues, siempre estaba en mora con el casero, la tienda de abarrotes, el carbonero, el carnicero y, desde luego, con los proveedores de materia prima para su taller.
Desesperado, vendió un día su alma al diablo a cambio de mayor ingenio y destreza como juguetero y fue solo entonces cuando comenzó a tener éxito porque los suyos eran ahora juguetes de pasmoso mecanismo invisible. Según Marx, la maldición del diablo estaba en que nunca pudiese desprenderse de los juguetes justicieros y chambones que echaba al mundo porque estos seguían regresando por sí solos a la juguetería.
Veía la mano del diablo en el hecho de que sus juguetes, manufacturados a partir de insumos cuya demanda es bastante inelástica, pudiesen venderse varias veces en el mercado sin depreciación alguna.
Nunca he podido entender por qué Marx veía las cosas así: al fin y al cabo, revender una y otra vez juguetes que, en virtud de un hechizo, regresan solitos a la fábrica supera los sueños de Ruth y Elliot Handler, padres de la muñeca Barbie.
Un juguete hechizado, aun producido en la incipiente revolución industrial, puede considerarse un bien transable, en el sentido que dan los economistas a esa palabra. Hablamos de un autómata que regresa por sí solo a la fábrica en condiciones de ser ofrecido de nuevo, ventajosamente, sin depreciación, en un mercado de gran “eficiencia asignativa” como era ya el mercado de juguetes en el Londres de Peter Pan.
¿Cómo puede ser pesadillesco un gabinete de magia sin operarios ni gastos de energía? Los márgenes de ganancia aseguraban una ilimitada capacidad de ahorro y acumulación de capital.
A menos que la producción de juguetes registrase un crecimiento solo discretamente lineal, en tanto que los costos de los insumos lo hiciesen de un modo infernalmente exponencial. Solo así, pienso yo, la trampa del diablo podría impedir a Röckle prosperar indefinidamente.
Como quiera que fuese, ese era el cuento que Marx narraba durante millas y millas para regocijo de sus hijas, y tal como él lo contaba, así os lo cuento. La moraleja es que un buen marxista es siempre mejor fabulador y cuentista que economista.
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