Meloni, desmitificada
La primera ministra italiana ha pasado de ejercer de volcánica antieuropeísta a ser vista como una líder seria y responsable. Pero detrás de su imagen dinámica y resolutiva late su inmovilismo: acaba de cumplir tres años en el poder y, aunque aspira a ser una Thatcher a la italiana, apenas ha hecho ninguna reforma reseñable
Giorgia Meloni llegó al Gobierno de Italia hace ahora tres años —tomó posesión el 22 de octubre de 2022— con un equívoco sobre ella, y al cabo de este tiempo se ha generado otro. El primero fue cierta percepción alarmada, fuera de Italia, de que prácticamente el fascismo volvía al poder. El equívoco actual es en parte una consecuencia de aquello e invita a reflexionar sobre la ligereza para poner et...
Giorgia Meloni llegó al Gobierno de Italia hace ahora tres años —tomó posesión el 22 de octubre de 2022— con un equívoco sobre ella, y al cabo de este tiempo se ha generado otro. El primero fue cierta percepción alarmada, fuera de Italia, de que prácticamente el fascismo volvía al poder. El equívoco actual es en parte una consecuencia de aquello e invita a reflexionar sobre la ligereza para poner etiquetas: tras ver que no era para tanto, ahora su imagen exterior es de gestora eficaz. En realidad, Meloni ni era fascista tal cual, aunque viene de las juventudes del partido posfascista, el Movimiento Social Italiano (MSI), ni en tres años ha hecho nada reseñable.
Sí ha logrado dos cosas que, es cierto, en Italia no son menores: mantener las cuentas en orden y un Gobierno estable. Esto último da una tranquilidad inusitada a sus ciudadanos, más aún en un contexto internacional convulso, pues la media histórica de duración de los Ejecutivos italianos es de poco más de un año. Esta semana, el de Meloni se ha convertido en el tercero más longevo. Por delante solo tiene dos de Berlusconi (1.412 y 1.287 días) y le bastan 10 meses para superar el primero. Es más, es posible que sea el primer Gabinete italiano desde la posguerra que acabe una legislatura.
Meloni, que no baja en los sondeos, ha tenido suerte, opina Roberto D’Alimonte, politólogo y profesor de la universidad privada Luiss de Roma: “Tuvo la fortuna de que en 2022 la oposición fue dividida en las elecciones y obtuvo una mayoría cómoda. También se murió Berlusconi [junio de 2023], que habría podido ser un competidor dentro de la coalición. En su partido no tiene rivales, es la líder absoluta. Y lo mismo ocurre en su coalición [con Forza Italia, conservadora, y la Liga de Matteo Salvini, ultraderecha soberanista]. Y hay que añadir que tiene una oposición dividida y poco creíble. Italia en estos tres años no ha tenido grandes convulsiones, es un país que flota, no crece, y a muchos italianos les basta con mantenerse a flote”. La revolución de Meloni, de imagen dinámica y resolutiva, en realidad es el inmovilismo.
La líder de oposición inconformista, en el poder es bastante conformista. Teniendo la mayoría más sólida de la historia republicana ha renunciado a cualquier reforma profunda, de las muchas que necesita el país (salarios bajos, justicia, sanidad, educación, Administración). “Italia es un país de corporaciones, privilegios, intereses constituidos, tocarlos es arriesgado, y ella no quiere arriesgar nada”, dice D’Alimonte. El politólogo y columnista Giovanni Orsina describe un país abúlico y cansado que en realidad no cree en milagros: “Es un país resignado, no espera demasiado”. La falta de una oposición fuerte, sin un líder claro, explica mucho, igual que la creciente abstención. En 2022, con una participación del 63,8% y una caída de nueve puntos, fue la más alta de la historia.
Orsina recuerda que en 2022 se hartó de decir a la prensa internacional que eso de que volvía el fascismo era “una estupidez”: “Meloni es una mujer de derechas, punto. Es pragmática y responsable, está gobernando de manera democristiana, muy, muy, muy prudente, sin tocar los equilibrios del país, porque cree que hacerlo es peligroso políticamente, Italia es un país al que no le gusta que le toquen”. Meloni, simplemente, es la que mejor se ha movido para ocupar el vacío de Berlusconi en un país prevalentemente conservador.
Marco Tarchi, historiador especializado en el MSI y el mundo posfascista, en el que militó y que conoce bien, ha acuñado el término “afascismo” para definir a Meloni y su partido: vienen de ese mundo, pero ya no tienen conexiones con el pasado. Él ve en la líder italiana un “evidente intento de fundir elementos conservadores y otros más nacionalistas e identitarios”, pero arriesgado: “Una deriva centrista beneficiaría a la Liga, y una cesión a tentaciones populistas, a Forza Italia. Es un equilibrio que no es fácil y que puede descontentar a su base originaria”.
Pero, además de no hacer reformas, Meloni se ha comido muchas de las cosas que decía en la oposición. La volcánica antisistema antieuropeísta ahora es una de las más obedientes ejecutoras de la política económica de Bruselas, y aplica las recetas de los tecnócratas que tanto criticó, Mario Monti y Mario Draghi. La prima de riesgo está en mínimos y logrará en breve bajar el déficit del 3% y salir del procedimiento de infracción de la UE. Ni siquiera ha tocado la odiada reforma de las pensiones de Monti, aunque en teoría iba a ser lo primero que iba a eliminar.
Al mismo tiempo, es la primera ministra que menos habla con los periodistas (una rueda de prensa al año y declaraciones esporádicas en los viajes), prefiere las redes sociales; pisa poco el Parlamento y abusa del decreto de urgencia (en julio alcanzó 103, uno cada nueve días, un récord). En la práctica, se mueve hacia el centro, con guiños periódicos hacia su electorado primigenio. Aspira a ser una especie de Thatcher italiana, al menos en las formas, sin agenda de reformas y sonriendo aún menos. Está haciendo el viaje inverso a los tradicionales partidos conservadores que se escoran a la extrema derecha: ella viene de allí y quiere llegar al máximo consenso tranquilizando al elector moderado.
A derecha e izquierda, admiradores y detractores, todos admiten: “È bravissima” (es buenísima). Es una política hábil, inteligente, que lee bien los tiempos, juega a varias bandas con desenvoltura y sabe comunicar. Normal, en 2008, con 31 años, ya era ministra de Berlusconi. Sobre todo, domina la ambigüedad y estar entre dos aguas: con Trump y con la UE; con Ursula von der Leyen y con la ultraderecha; en Italia, en el centro y en la extrema derecha.
Meloni olfatea bien los cambios de viento y las oportunidades y se mueve rápido. Y la ocasión más importante, viniendo de donde viene, un partido históricamente marginado en la política italiana, es precisamente gobernar por primera vez. Quiere hacerlo bien, demostrar que los suyos —“la comunidad política de la que provengo”, suele decir— son de fiar. En esto se mueve entre las ganas de revancha contenida y el deseo latente de ser aceptada, por eso se ha volcado en acreditarse a escala internacional (es también la primera ministra que más viajes ha hecho).
“Ha tenido la inteligencia de seguir las líneas históricas de la política exterior italiana, europeísta y atlantista, aunque haya significado para ella un giro de 180 grados de sus posiciones anteriores. Era sustancialmente euroescéptica”, dice el politólogo Piero Ignazi, uno de los estudiosos de referencia del MSI. Meloni no para de viajar. En la última fiesta de las juventudes de su partido, Atreju (héroe de La historia interminable, la ultraderecha italiana es fanática de los libros de fantasía), había dos grandes carteles que enumeraban todos los viajes que había hecho y todas las llamadas con líderes mundiales que había tenido.
Meloni ha estado muy atenta a autoblanquearse. A principios de este año el periodista Giacomo Salvini publicó un polémico libro, Fratelli de chat (Hermanos de chat), que reproducía años de conversaciones de dos grupos de WhatsApp de Meloni y su partido. Es revelador descubrir que es templada y calculadora, en privado no tiene los arrebatos de los mítines. En un comentario del 11 de enero de 2021, en pleno ascenso, se queja de que ella se deja la piel, pero siempre sale algún nostálgico del partido cantando un himno fascista o con deslices de este tipo que estropean todo. Meloni usa un lenguaje bélico, que denota que se toma la política como un general en combate: “Yo haré todo lo posible para vencer esta guerra (…). Hay que explicar a dirigentes y militantes que así se hace el juego del enemigo. (…) Primera regla: el tema fascismo no existe y no hay que dejarse arrastrar. (…) Si debe tratarse la cuestión, se usa la palabra extremismo”.
Suele haber dos fechas cada año en las que Meloni y su partido tienen problemas con las declaraciones, porque se muerden la lengua y sueltan frases chirriantes. Ahí es donde se deben a su público. Una es el 25 de abril, Día de la Liberación de Italia por los aliados y la derrota del fascismo; y otra el 2 de agosto, aniversario del terrible atentado de la estación de Bolonia en 1980 (85 muertos y 200 heridos), obra del terrorismo neofascista, según han establecido los tribunales. La primera, porque el mundo posfascista discute el concepto de antifascismo, pilar fundacional de la República italiana. La segunda, porque se resisten a aceptar la responsabilidad de componentes violentos de su órbita política en aquel atentado. Intentan una operación cultural revisionista que encuentra poca comprensión y causa enormes polémicas.
Huir de la demonización, salir de la caverna, fue una obsesión de Gianfranco Fini, líder de Alianza Nacional (AN), el partido en el que se recicló el MSI en 1994 para dejar atrás el pasado y donde creció Meloni. Fini renunció a todo debate ideológico (solo un congreso entre el primero y el último en 15 años) y se fue adaptando a los tiempos para acercarse al centro y al PPE en Europa. Hasta viajó a Israel en 2003 para proclamar que el fascismo había sido “el mal absoluto”. Fini se acabó alejando de su base histórica y Meloni se ha demostrado más habilidosa. Además, los tiempos son mucho más propicios. Le basta con dirigirse a su mundo de vez en cuando con retórica incendiaria. “Para ella es importante seguir diciendo cosas de derechas precisamente porque no está haciendo cosas de derechas. Para hacer ver que es la de siempre”, opina Orsina.
Estas cosas de derechas a veces van muy lejos, y según a quién se pregunte se relativiza mucho menos y la alarma sigue alta. “Meloni es, desde luego, una posfascista que nunca ha renegado de sus raíces y las ha reivindicado orgullosamente”, opina Piero Ignazi. Señala que le traiciona su mentalidad en “la violencia con la que se dirige a los adversarios”. “Es la jefa del Gobierno, pero habla como si fuera jefa de un partido. No tiene la estatura de persona de Gobierno”, afirma.
El gen de ultraderecha se ha mostrado estos tres años en varios frentes. Uno, alergia a la crítica y las reglas, como se ve en sus relaciones con los jueces, el tribunal de cuentas y la prensa, con un control total de las tres cadenas de la televisión pública RAI. Dos, medidas represivas, como el polémico decreto que castiga con penas de cárcel protestas públicas que afecten a infraestructuras, como carreteras o estaciones. Tres, inmigración, asunto en el que ha bajado las cifras de llegadas irregulares por mar con polémicos acuerdos con Túnez y Libia. Ignazi ve además un “sustancial desinterés por los problemas sociales”: “La única razón por la que no hay una revuelta social es que tiene 200.000 millones de la UE [los fondos europeos Next Generation creados en la pandemia] y con esto ha tapado todos los agujeros, ha ido dando propinas”. Los expertos advierten que cuando se acaben en 2026, Italia podría entrar en recesión.
Meloni, por otro lado, ha echado el freno en las únicas grandes reformas estructurales que había anunciado. La llamada autonomía diferenciada, para dar más competencias a las regiones, que ya ha quedado en un cajón; la que prevé dar más poderes al jefe de Gobierno, relegada sin fecha, y la de la justicia, que ni siquiera es para que funcione, sino para separar las carreras de jueces y fiscales, una vieja obsesión de Berlusconi. Es la única que está avanzando, pero deberá pasar por un referéndum el año que viene, de resultado muy incierto, porque es difícil de comprender en la calle.
Por otro lado, la medida más aparatosa que ha puesto en marcha, la deportación de migrantes a Albania, ha sido un sonoro fracaso (tras abandonar también otra promesa rimbombante, el bloqueo naval). Era la medida más abiertamente de ultraderecha, que, de hecho, chocó con la ley. Y es en esta pelea donde ella ha utilizado más su cara más populista y un arma de manual: el victimismo. Ha clamado que los jueces impiden la voluntad popular.
Meloni ha tenido más momentos de este tipo, en los que saca su vena más vehemente, como cada vez que se ve en apuros. Evita los problemas, pero se crece en el conflicto. Ha ocurrido estos meses con la cuestión de Gaza, pues en Italia hay un rechazo muy transversal a la ofensiva de Israel y ha dado lugar a grandes manifestaciones. Meloni sacó su lado más agitador y acusó a la oposición de “ser más fundamentalista que Hamás”. Antes, le había reprochado incluso “justificar la violencia contra quienes no piensan como ellos” y crear un “clima de odio insostenible”.
Es en estas ocasiones donde sale la Meloni de la Garbatella, la zona popular de Roma donde creció. Viene del síndrome de asedio de su “comunidad política”, y el suyo propio. De barrio humilde, posfascista, mujer en un mundo de hombres, y bajita, tuvo que abrirse paso en un mundo hostil. Ya dijo en su discurso de investidura: “Provengo de un área cultural que a menudo ha sido confinada a los márgenes de la República”. De “los años más oscuros de la criminalización y de la violencia política, cuando en el nombre del antifascismo militante chicos inocentes eran asesinados a golpe de llave inglesa”.
Es revelador lo que escribió en el chat del partido en la noche del triunfo electoral, a las cinco de la mañana, como si fuera una arenga de Aragorn en El señor de los anillos, libro fundamental de la mitología ultra italiana: “La historia se escribe ahora. Habrá alegrías y derrotas, entusiasmos y desilusiones. Será tremendamente difícil. Pero nosotros hemos sido forjados en el sufrimiento y en la justicia. No me dejéis sola. Gracias, hermanos míos”.
Lo cierto es que puede volver a ganar en 2027. Y esto también sería histórico: desde los años noventa, ningún partido italiano ha ganado dos veces seguidas, siempre decepciona.