¿Ha muerto la objetividad en los medios (si es que alguna vez existió)?

Asuntos como el racismo, los derechos de las mujeres o el cambio climático exigen cualquier cosa menos neutralidad, sostienen quienes piden que el oficio abrace un nuevo ideal. Estados Unidos asiste a un encarnizado debate de alcance global

Sr. García

Periodistas, la objetividad ha muerto. Reporteros, editores, críticos de medios y académicos llevan algún tiempo pidiendo una oración por su alma en periódicos, revistas y universidades estadounidenses. No son todos: los hay que opinan que la noticia de esa muerte es, como la de Mark Twain, sencillamente exagerada. El debate no es nuevo, pero está tan vivo en esta sociedad polarizada que últimamente lo parece.

En una trinchera de las así llamadas “guerras de la obj...

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Periodistas, la objetividad ha muerto. Reporteros, editores, críticos de medios y académicos llevan algún tiempo pidiendo una oración por su alma en periódicos, revistas y universidades estadounidenses. No son todos: los hay que opinan que la noticia de esa muerte es, como la de Mark Twain, sencillamente exagerada. El debate no es nuevo, pero está tan vivo en esta sociedad polarizada que últimamente lo parece.

En una trinchera de las así llamadas “guerras de la objetividad” están quienes defienden que llegó el momento de jubilar un concepto centenario que definió (como una imposibilidad a la que aspirar) el teórico del periodismo Walter Lippmann en su clásico Liberty and the News (La libertad y las noticias, 1920). En él describía un tiempo asombrosamente parecido al nuestro, en el que “la gente ya no reacciona a las verdades, sino a las opiniones”. Lippmann pedía a los reporteros que no sirvieran a ninguna causa “por buena que fuera” y proponía aplicar métodos científicos para profesionalizar los medios, hasta entonces transparentemente partidistas. Hizo tanta fortuna la propuesta que el ideal de la objetividad —que, según el diccionario Merriam-Webster, consiste en “expresarse a partir de hechos sin la distorsión de sentimientos personales, prejuicios o interpretaciones”— se instaló en el centro de las redacciones estadounidenses.

Entre los defensores de que así siga siendo destacan el exdirector de The Washington Post Marty Baron o el editor de The New York Times, A. G. Sulzberger. “No habrá un futuro que valga la pena si nuestra profesión abandona la independencia […], [suma de] justicia, imparcialidad y (por usar quizás la palabra más tensa y discutida en el periodismo) objetividad”, escribió Sulzberger hace dos semanas en Columbia Journalism Review, foro que ha centrado gran parte de la conversación. Su largo y documentado artículo le sirvió también para defender a su diario. Una institución, como las demás, en pleno cuestionamiento.

Los críticos con esa visión del heredero de una de las familias más poderosas de los medios sostienen que la objetividad es un ideal fijado hace demasiados años por un puñado de hombres blancos y ricos como él y que en una sociedad (y en unas redacciones) cada vez más diversas solo sirve para perpetuarlos en la cúspide. También consideran que vivimos tiempos extraordinarios que exigen medidas extraordinarias. La desinformación campa a sus anchas; para sobrevivir, la televisión por cable ha diluido las fronteras entre hechos y opiniones, la tiranía del clic lo confunde todo y algunos políticos atacan a los medios acusándolos de “propaganda socialista” y de dedicarse al negocio de las fake news. Ante tal panorama, no tiene sentido, dicen, seguir aparentando que se busca la objetividad en asuntos urgentes como el racismo, los derechos de las mujeres y los colectivos LGTBI o el cambio climático, temas en los que solo uno de los dos puntos de vista se alinea con otro ideal aún más urgente: la defensa de la democracia. Pretender que el medio (o el periodista) no tiene un punto de vista sobre esos temas no solo es absurdo, añaden esas voces, sino también peligroso, pues inclina la información hacia el ambosladismo o el falso equilibrio (bothsidesism), concepto popularizado, escribe Sulzberger, por el teórico y consumado polemista Jay Rosen.

“El problema [de buscar siempre las dos versiones] llega cuando vives en un país en el que uno de los partidos [el republicano] decidió hace tiempo inundar la plaza pública con declaraciones falsas, mentiras y estupideces”, explicó recientemente a EL PAÍS Rosen, académico de la Universidad de Nueva York (NYU son sus siglas en inglés), en una entrevista por Zoom. Según ese razonamiento, esos políticos se aprovechan de que los medios tradicionales están obligados a dar voz a “la otra parte” para difundir sus discursos extremos.

Ese manual de instrucciones del discurso político, nacido en Estados Unidos, hace tiempo que permeó también ¡las agendas de ciertos líderes europeos de tendencia iliberal y encuentra su caldo de cultivo perfecto en prácticas perezosas como el así llamado “periodismo de declaraciones” o en lo que Sulzberger denomina “el periodismo al límite de la hora de entrega”: “Insertar una cita de cada parte es una forma rápida y sencilla de aparentar equidad”.

El entonces presidente de EE UU Donald Trump sostiene un ejemplar de 'The Washington Post' en el que se lee "Trump absuelto", el 6 de febrero de 2020.Jabin Botsford (The Washington Post/Getty Images)

Un informe de la Universidad del Estado de Arizona vino en enero a armar a Rosen y el resto de los que consideran que el viejo ideal estuvo bien mientras duró. Sus promotores, Leonard Downie Jr., el director que sucedió al legendario Ben Bradlee al frente del Post, y Andrew Heyward, expresidente de CBS News, entrevistaron a 75 influyentes personajes del sector, que estuvieron bastante de acuerdo en que “los medios que buscan la verdad deben superar lo que sea que la ‘objetividad’ llegó a significar para producir noticias que inspiren confianza”. Las comillas son del artículo de opinión del Post en el que Downie Jr. compartió las conclusiones del estudio, que citaba opiniones como la del director de San Francisco Chronicle, Emilio García-Ruiz (“La objetividad debe terminar”), o la de Kathleen Carroll, ex directora ejecutiva de la agencia AP. “Objetivo, ¿según qué estándar?”, se preguntaba, “ese estándar parece ser blanco, ilustrado y bastante adinerado…, cuando la gente no se reconoce en la cobertura de los medios es porque no entran en ese grupo”. Jaleado por ese coro de voces, Downie Jr. concluía que tenía la impresión de estar “ante el principio de un cambio generacional” en el periodismo estadounidense, un ecosistema cuyo poder de influencia en el resto del mundo sigue siendo, pese a todo, imbatible.

El ‘efecto Trump’

Baron, otro exdirector del Post (que antes lo fue de The Boston Globe, donde dirigió al equipo de reporteros que destapó los abusos de la Iglesia en un trabajo que inmortalizó la oscarizada Spotlight), respondió en las mismas páginas con un artículo titulado ‘Queremos jueces y médicos objetivos. ¿Por qué no también periodistas?’. “La objetividad no siempre se logra. El hecho de no conquistar esos estándares no elimina su importancia”, continuaba. “No los vuelve anticuados. Los hace más necesarios. Y requiere que los apliquemos de manera más consistente y los hagamos cumplir con más firmeza”. En un texto que empezaba admitiendo que la suya es una toma de postura “terriblemente impopular en la profesión”, Baron también decía: “A aquellos que piden que los medios sean explícitamente prodemocráticos les diría: todos los diarios en los que he trabajado lo eran […]. ¿Cómo se les ha podido pasar ese detalle?”.

En su bando también milita David Greenberg, historiador del periodismo de la Universidad Rutgers y autor en el número de primavera de 2021 de la revista Liberties de una extensa defensa de la objetividad, como “el intento incesante de corregir la subjetividad y, por tanto, acercarse a lo que personas de diversos puntos de vista pueden estar de acuerdo que es la verdad”. En una entrevista, Greenberg recordó la semana pasada que siempre ha habido un lugar para el periodismo que “toma partido en revistas de izquierda o publicaciones que hablan de la experiencia de ser negro, gay o judío”. “Nadie dice que deba desaparecer esa forma de contar el mundo a partir de una determinada agenda. Son dos modelos que llevan décadas conviviendo: lo que defendemos es que instituciones como The New York Times o Associated Press sigan siendo esos lugares a los que ir para obtener una información confiable y precisa de los hechos noticiosos, antes de pasar al debate político sobre las implicaciones de esos acontecimientos”.

Tal vez lo único en lo que ambos lados están de acuerdo es en lo que hace que todo esto sea algo más que la versión periodística de una discusión sobre el sexo de los ángeles: Donald Trump. La decana de la prestigiosa Escuela Newmark de la Universidad de la Ciudad de Nueva York (CUNY, en inglés), la argentina Graciela Moch­kofsky, explicó este martes en una conversación telefónica que los cuatro años de Trump en la Casa Blanca hicieron saltar por los aires el manual de instrucciones de los medios tradicionales, que tardaron en reaccionar al hecho de que mintiera tan descaradamente. La discusión sobre la objetividad toma mayor relevancia, según la periodista, en vista de que se avecina una nueva pelea entre Trump y Biden. ¿Darán los medios tradicionales las dos versiones al informar sobre el expresidente y sus seguidores, que siguen creyendo mayoritariamente el bulo de que los demócratas robaron las elecciones en 2020? ¿Contarán algo que pueda afectar a las aspiraciones de Biden a sabiendas de que eso cabreará a sus lectores y beneficiará a Trump, un presidente que se ha probado peligroso para la democracia y los ideales que como medio defienden?

El problema de las dos versiones llega cuando uno de los dos partidos decide inundarnos con mentiras”.
Jay Rosen, teórico

Mochkofsky también aclaró que estas son preguntas que ni se plantean en entornos decididamente partidistas como el de Fox News. Quedó de nuevo demostrado con la demanda interpuesta por la empresa de máquinas de recuento electoral Dominion, que la cadena de Rupert Murdoch, acusada de difundir bulos perjudiciales sobre las elecciones de 2020, resolvió con un pago para evitar el juicio de 787,5 millones de dólares. Lo que trascendió del sumario del caso dejaba claro que sus periodistas no creían las mentiras que estaban diciendo sobre el supuesto robo electoral de 2020, pero que sencillamente no podían contradecir a su audiencia ni, por tanto, perjudicar al negocio. (En clave española, y salvando las distancias, el episodio recuerda a la frase del presentador Antonio García Ferreras recogida en un audio del comisario Villarejo sobre un supuesto escándalo de corrupción que afectaba a Pablo Iglesias, entonces secretario general de Podemos: “Yo voy con ello, pero esto es muy delicado y es demasiado burdo. Es demasiado burdo”).

Pareció también cuestión de negocio la decisión de la CNN de emitir recientemente una polémica entrevista en la que un grupo de electores hacían preguntas (y reían las gracias) a Trump en una cadena cuyos propietarios dicen que ha emprendido un viaje desde la izquierda hacia el centro. La ocasión permitió al expresidente soltar durante más de una hora una batería de sus mentiras sin apenas filtro ni oposición, y volvió a poner sobre la mesa la pregunta de si los medios han aprendido la lección de la cobertura de la campaña que lo llevó en 2016 a la Casa Blanca.

La imparcialidad exigida

El periodista trans Lewis Raven Wallace se teme que no. Por seguir con la analogía bélica, podría decirse que su despido de la radio pública es al estallido de las guerras de la objetividad lo que el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando al inicio de la I Guerra Mundial. El motivo de ese despido fue la publicación en su blog en 2017, poco después de la toma de posesión de Trump, de un texto titulado ‘La objetividad ha muerto, y por mí está bien’. El texto cuestionaba la insistencia de la prensa seria en esa aspiración “noble, pero inalcanzable” en un momento en el que el presidente “cree en ‘hechos alternativos’ y se nutre de mentiras, incluida la mentira de la superioridad racial blanca”. El programa para el que trabajaba consideró que no podía continuar en su puesto por la imparcialidad que exige a sus periodistas.

“Sé de lo que hablo”, aclaró Wallace en una entrevista con EL PAÍS, “pertenezco a un grupo marginado por los medios, que ha sufrido décadas de mala cobertura en nombre de la objetividad. Al dar voz a uno y a otro lado en el tema de los derechos de las personas trans se ofrece un enorme altavoz a actitudes transfóbicas. El público no sabía nada hace no tanto sobre este asunto y ahora se están ilustrando con puntos de vista extremos y deliberadamente mal informados”. Un ejemplo de eso, añadió, es The New York Times, criticado recientemente por su cobertura de la realidad de las personas trans en una carta abierta firmada por un millar de sus colaboradores.

El edificio de 'The New York Times', en Manhattan, el 21 de diciembre de 2022. AMIR HAMJA /(New York Times / ContactoPhoto)

Wallace fue más allá en su libro The View from Somewhere, para el que partió de otro concepto cosecha de Rosen (que a su vez lo tomó del filósofo Thomas Nagel): la “vista desde ninguna parte”. En el ensayo, Wallace repasa la historia de la idea y se detiene en ejemplos extremos, como un artículo de Los Angeles Times cuyo titular se preguntaba en 1990: ‘¿Pueden las mujeres periodistas informar objetivamente sobre el aborto?’. “Aún hay cabeceras”, aclaró el periodista, “que consideran que un homosexual no puede cubrir a la comunidad LGTBI o que un negro no es la persona indicada para escribir de temas raciales”.

“El problema”, opina Rosen, “es que los medios llevan tiempo tratando de diversificar sus redacciones: contratan a hispanos, asiáticos, afroamericanos, gais o trans. Y una vez dentro les piden que dejen sus perspectivas en la puerta. Quieren incluirlos, pero no quieren renunciar a la objetividad, que también es un sistema de control social, que les ha funcionado, porque cuando una generación joven llega a una redacción se desvive por parecerse a sus mayores”.

Sobre la idea de la diversidad giraba otro artículo que marcó un hito en la discusión. Lo escribió en 2020 Wesley Lowery en The New York Times. Se titulaba ‘Un ajuste de cuentas a la objetividad’ y denunciaba que los “puntos de vista y las inclinaciones de la mente blanca son los que se consideran neutrales”. Esas ideas, añadía, “se construyen sobre una pirámide de procesos de decisión subjetivos: qué historias y cuán intensamente se cubren (dicho de otro modo: ¿qué habría sido del Watergate, mito fundacional del periodismo estadounidense contemporáneo, sin la insistencia de The Washing­ton Post en seguir la historia?), qué fuentes se buscan y se incluyen, qué informaciones se subrayan y cuáles minimizan. Emmanuel Felton, reportero negro de “asuntos de etnicidad” del Post, considera que eso es lo que hace de este “un trabajo decididamente humano”. “Si mandas a un afroamericano y a un blanco a contar la misma historia a un barrio negro, volverán con dos versiones muy distintas. El desafío es admitir que eso no es necesariamente negativo”.

Jeff Jarvis, teórico de la revolución digital y profesor de la CUNY, cree que lo que encierra esa prevención de no dejar escribir sobre un tema a alguien “demasiado implicado” equivale a decir: “No valoramos tu perspectiva y tu experiencia, y por eso la vamos a devaluar”. Jarvis recomienda a sus alumnos al principio de cada curso tanto el libro de Wallace como el artículo de Lowery, y considera que las “grandes instituciones se esconden tras la objetividad para evitar los asuntos complicados y no llamar a las cosas por sus nombres, nombres como “fascista”, “racista” o “supremacista blanco”. “Escurrir el bulto de esa manera es cada vez más difícil ante el escrutinio al que todos estamos sometidos en la era de las redes sociales”.

Hay una minoría de ciudadanos que creen que los medios deben tomar partido”.
Rasmus K. Nielsen (Instituto Reuters)

Muchas de esas instituciones, recuerda Jarvis, tienen normas sobre lo que pueden o no tuitear sus reporteros (que en su opinión deberían reducirse a una: “No seas idiota”, o, a lo sumo, a dos: “Recuerda que no es lo más inteligente abalanzarse sobre Twitter después de unas copas de vino”). También les prohíben, por ejemplo, acudir a una manifestación. “En algunos medios, ‘activista’ sigue siendo una palabrota. No lo entiendo: se supone que siempre hemos abogado por el hombre corriente frente al poder. Y que debimos defender la igualdad. No me extraña que la gente se sienta defraudada, como demuestran las encuestas”, dice. Según Gallup, la confianza del público en los medios en EE UU registra mínimos históricos: solo un 16% de los consultados muestra un alto grado de confianza en los periódicos, número que cae al 11% en el caso de las televisiones.

En su artículo, Sulzberger achacaba esas malas cifras justamente a lo contrario, al hecho de que en el nuevo orden de internet se hayan perdido los antiguos referentes y el periodismo parezca “partidista y poco confiable”. Sulzberger añadía que “poco más de una cuarta parte de los estadounidenses confía en las noticias, según un informe del Instituto Reuters”. “Eso nos relega al puesto más bajo de los países encuestados”. Rasmus Kleis Nielsen, director de esa institución británica, atendió el miércoles a EL PAÍS por videoconferencia desde su oficina en Oxford con el fondo de una fotografía de la estación de Atocha días después del 11-M; para él, dijo, es un recordatorio del poder de la información, frente a la propaganda del Gobierno y sus bulos sobre el atentado, que trató de endosar a ETA a tres días de las elecciones.

El debate, aclaró Nielsen, no gira en Europa tanto en torno a la idea de la objetividad como a otras: “el compromiso con la verdad y la imparcialidad”. “Son conceptos que guían a los medios de servicio público, a los que luego se les puede criticar por no serlo o por estar en connivencia con el Gobierno”, explica Nielsen. El caso más paradigmático sería el de la BBC, cuyas polémicas han girado recientemente en torno a su cobertura del Brexit o a si colaboradores como Gary Lineker están autorizados a expresar sus opiniones personales sin socavar la imparcialidad. “Creo que la gran diferencia entre Europa y Estados Unidos”, añade Nielsen, “es que en Europa la gran mayoría de los periódicos de prestigio tienen una línea editorial muy clara y explícita, dentro de la que tratan de ofrecer noticias precisas, pero rara vez afirman ser imparciales”.

Los datos que manejan en el Instituto Reuters indican, argumenta Nielsen, que “la mayoría [de los consumidores de información] expresa su deseo de que los medios permanezcan imparciales” y que “hay una minoría, considerable, pero minoría, que piensa que deben tomar partido”. En un estudio comparativo de 2021, un 69% de los estadounidenses creía que estos debían dar cabida a una gama de puntos de vista, frente al 74% de la media de los cuatro países consultados (Estados Unidos, Reino Unido, Brasil y Alemania). Ante la pregunta de si también les exigen neutralidad en todos los temas por igual, los porcentajes cayeron al 57% y al 66% respectivamente. “Ahora bien”, advierte Nielsen, “tenemos comprobado que cuanto más jóvenes son los consultados, crece esa minoría que se inclina por tomar partido”.

Varios periódicos estadounidenses con la información sobre la condena por 34 delitos a Donald Trump el pasado mayo. Richard B. Levine (Imago / ContactoPhoto)

Ese sesgo generacional es uno de los argumentos que alientan las aspiraciones de los disidentes en el debate sobre la objetividad en Estados Unidos. La idea de que la simple evolución demográfica les acabará dando la razón. Si eso llegara a suceder, ¿qué modelo alternativo plantean? En la respuesta a esa pregunta, el atributo que más se cita es la “transparencia”. “Transparencia sobre aquello que defiendes y sobre las fuentes de financiación, así como sobre el proceso periodístico en sí”, dice Wallace. “Es como avisar: de aquí vengo”, aclara Rosen, que añade que ese trabajo debe acompañarse de “unos estándares muy altos de verificación”. “La verificación, no la objetividad, es para mí el corazón del periodismo. Muy importante es también la autocrítica: reconocer con firmeza los errores”.

Rosen pone como ejemplo un medio nuevo: Semafor, del que le interesa el modo en el que presentan la información de un reportero, que inmediatamente, a continuación, expresa su opinión sobre el tema en el que ha trabajado. Aunque el referente más citado tal vez sea The Marshall Project, una web sin ánimo de lucro que trata temas relacionados con la justicia penal y parte de la premisa (no objetiva) de que “el sistema carcelario está roto en Estados Unidos” y que su misión es hacer lo posible por arreglarlo con los más altos estándares del periodismo clásico.

The Marshall Project lo fundó en 2014 Bill Keller, exdirector de The New York Times. A la invitación de participar en este reportaje, inevitablemente ambosladista, el veterano periodista respondió con el siguiente texto: “Tiendo a evitar la palabra ‘objetividad’ porque implica una verdad pura, aspiración que rara vez está al alcance de los simples humanos. Como ha escrito Brooke Gladstone, de [la radio] NPR, hay todo tipo de sesgos que se infiltran en el periodismo: sesgo de acceso (una tendencia a dar más peso a las fuentes que cooperan), sesgo comercial (historias que son nuevas y atractivas) y sesgo de malas noticias (son más dramáticas, interesan más). Creo que el periodismo debe basarse en la evidencia y no en el prejuicio, y eso es cierto ya sea porque hablemos de noticias puras o de periodismo de opinión. Hay una gran cita atribuida a [el político y diplomático] Daniel Patrick Moynihan que me gusta mucho: tienes derecho a tus propias opiniones pero no tienes derecho a tus propios hechos”.

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