¿Escribir en papel o en ordenador? Varios escritores desvelan la ‘carpintería’ de su proceso creativo
Muñoz Molina reivindica la inmediatez de una buena pluma y de un buen cuaderno. A Leila Guerriero la pantalla, al principio, le generaba claustrofobia y ahora utiliza tres computadoras. Cinco autores desvelan su método
Era otro verano. En el jardín del restaurante, conversan Elena Foster, fundadora de la galería y editorial Ivorypress; la artista Maya Lin; la historiadora del arte Manuela Mena, y ...
Era otro verano. En el jardín del restaurante, conversan Elena Foster, fundadora de la galería y editorial Ivorypress; la artista Maya Lin; la historiadora del arte Manuela Mena, y Norman Foster, quizá el arquitecto más influyente del último medio siglo. “La tecnología creativa vuelve más creativo a quien la utiliza”, lanza. La frase permanece varada en el calor y el aire nocturno del julio madrileño. Conlleva un eco interior literario. ¿Existen diferencias entre el escritor en papel y lápiz y los que utilizan el ordenador y la pantalla? El pensamiento resulta más inmediato sobre el folio que sobre el cristal líquido de la computadora. Teclear impone mayor tiempo de reflexión. Se puede borrar, corregir, mudar las frases y los párrafos en un instante. Pero ¿cambia cómo se escribe? ¿Las ideas escogidas?
Norman Foster se refería a la tecnología aplicada de un modo genérico a cualquier actividad creativa. La literatura encaja en esa frase. Cinco escritores analizan cuál es su relación con lo tecnológico. Explican cómo entienden la carpintería de su oficio. Antonio Muñoz Molina (Úbeda, España, 1956), Sergio Ramírez (Nicaragua, 1942), Brenda Navarro (Ciudad de México, 1982), Leila Guerriero (Argentina, 1967) y Julio Llamazares (Vegamián, España, 1955) escriben páginas y usan métodos o tecnologías muy diferentes. Es como si se hubieran precipitado por troncos desiguales del árbol de Alicia en el país de las maravillas.
En los años ochenta, Camilo José Cela (1916-2002) y Francisco Umbral (1932-2007) criticaban que los jóvenes de entonces escribían “novelas de ordenador”. Cela siempre redactaba a mano, ya sea con pluma o lápiz, dejando una letra pequeña y apretada, mientras Umbral buscaba sus palabras sobre la máquina de escribir. Uno de aquellos novelistas de “computadora” era Muñoz Molina, quien pronto destacó con Beatus Ille (1986). Hoy, él mismo reivindica la “sensación de mayor libertad” y la “inmediatez absoluta” de una buena pluma, un buen cuaderno o un buen lápiz. Es la posibilidad de trabajar en cualquier momento y lugar. Porque la rapidez no la da la herramienta, sino el “proceso de maduración de la idea, que ocupa un tiempo propio. Se gesta en la memoria. Eso es lo que confiere una menor o mayor lentitud”, afirma.
El autor de El jinete polaco tarda unos dos años en completar una novela. Emplea, desde luego, el ordenador. “A veces tengo la sensación de que escribir se elabora con dos partes distintas del cerebro”, dice. “Una es la invención, y el proceso del primer borrador, que tiene que ser lo más rápido posible, y no detenerte a corregir constantemente; y otro, la reescritura, la cual puede resultar muy lenta, por esa maduración interior; nunca por razones técnicas”. Sin embargo, no se imagina pasar un día entero a la luz de medio folio. “Sería un suplicio”, admite.
Beatus Ille significa “dichoso aquel”. En el transcurso del tiempo, la redacción más que dicha pide esfuerzo. Francis Scott Fitzgerald tardó tres años para entregar una novela corta, El gran Gatsby (1925), Nabokov empleó siete en terminar Lolita (1955) y Truman Capote dedicó seis a A sangre fría (1966). Las tres obras maestras se crearon a mano y papel.
Esos días para muchos escritores contemporáneos quedan muy lejos, como quien pudiera vivir dos vidas. Sergio Ramírez (Tongolele no sabía bailar, 2021) reconoce que el lápiz ya no existe para él. Toma notas sobre la pantalla del teléfono móvil. Y de ahí, al ordenador. Quizá porque sea “un pésimo mecanógrafo”, reconoce. “Pero la tecnología siempre afecta a la escritura. Me imagino que para quien escribía con cincel en la piedra los pensamientos se desesperaban en su cabeza, por la lentitud del procedimiento de registro”, admite. El medio es el mensaje. ¿A quién se le ocurriría enviar un teletipo cargado de subordinadas y elipsis?
Nadie escribe de manera indeleble. El escritor argentino Martín Kohan (Confesión, 2020) escribe a mano y luego ajusta cuentas con el ordenador, y su compatriota Ricardo Piglia (1941-2017) desgranó, en su diario, que sería interesante investigar de qué forma han cambiado las conexiones neuronales de los escritores con el empleo de la tecnología, según Leila Guerriero (Los suicidas del fin del mundo, 2005 o La otra guerra, 2020). “Es un tema muy interesante y muy difícil de averiguar. La diferencia entre escribir con computadora o a máquina”, asegura Guerriero.
Hasta 1995, Guerriero utilizó la máquina de escribir. Más tarde se impuso el ordenador. La pantalla, al principio, le generaba claustrofobia. La superó. A estas horas, en Buenos Aires, habita con tres ordenadores. El ultrabook lo usa cuando viaja. Y viaja mucho. Le permite tomar notas. Y en casa alberga dos computadoras de sobremesa que, a la vez, sirven de copias de seguridad. Reivindicación de la calma. “La escritura se pega a golpes con la ansiedad y la rapidez”, resume. Sobre todo en una periodista “obsesa de la puntuación”. La tecnología le permite cambiar, borrar, recuperar. “Te da la oportunidad de arriesgarte y avanzar por un camino que no es el adecuado”, subraya: “La libertad de probar”.
Dentro de ese club imaginario de conversaciones perdidas, hubiera sido interesante el diálogo entre Piglia (“lo esencial de un diario es que no se corrige: es lo más parecido a la escritura automática”, comentaba en Babelia en 1995) y la joven Brenda Navarro (Casas vacías, 2020 o Ceniza en la boca, 2022). “Soy una gran defensora de la tecnología, estoy segura de que con ella Rulfo, García Márquez y todos estos grandes escritores hubieran producido más”, relata. La influencia americana, el “ser mala mecanógrafa” y la perpetua posibilidad de corregir apuntalan el valor de lo tecnológico en su carpintería. “Estoy empezando a dictar al ordenador cuando camino o me surge, de súbito, una idea”, avanza. Pero no ha desaparecido el papel. Enfrente de la computadora (MacBook) coloca un “mapa” de notas que la guían en el proceso de escribir. Solo tiene que levantar la mirada para hallar el camino. En medio año completa una novela.
De pasos y caminos sabe mucho Julio Llamazares (Luna de lobos, 1985, o El río del olvido, 1990). Este verano, en las montañas de León, trabaja en su nueva novela. El ordenador le permite borrar, corregir. “Nunca se encuentra la palabra acertada a la primera”, dice. “El problema de tachar es que te guía al infinito”. Escribir exige un sexto sentido. Una voluntad de fierro. Y saber cuándo claudicar. La velocidad de la escritura jamás la impone la computadora. “Se escribe con la cabeza”, detalla el novelista. Ha pasado —en esto se asemeja a toda su generación— por la máquina de escribir. A partir de 1990 perteneció a aquellos novelistas de ordenador. Aunque la poesía (La lentitud de los bueyes, 1979) siempre surge a mano. Quizá porque reside más cerca del sentimiento. Y no utiliza mapas ni brújulas. Cuando redactó La lluvia amarilla (1988) solo conocía la última frase:
—La noche queda para quien es.
Por eso su poesía es quieta. “Todo es tan lento como el pasar de un buey sobre la nieve. Todo tan blando como las bayas rojas del acebo”, repite, al igual que un profeta ante sus fieles, en La lentitud de los bueyes. Escribir es labrar palabras.
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