“Son ludópatas de un casino emocional instalado en sus propios cerebros”: por qué los ricos pagan por experiencias de riesgo

El gusto del 1% más opulento por actividades de riesgo como el malogrado viaje del submarino a las ruinas del ‘Titanic’ tiene, entre otros, una razón fisiológica. La barrera de clase no está solo en el lujo

Un viaje en submarino a las ruinas del Titanic, cenas románticas en el interior de un túnel de lava, paseos por la Antártida o las aventuras especiales de Richard Branson o Jeff Bezos: no hay límites cuando algunos pueden pagar lo que les pide el cuerpo, aunque a veces no sea por su bien.Composición: Blanca López-Solórzano

La tragedia del Titan, sumergible de infausto recuerdo, ha dado pie a una pregunta colateral de cierto calado: ¿a qué dedican su tiempo libre los multimillonarios, esa estrecha élite de faraones de la opulencia que puede comprar, virtualmente, cualquier cosa?

Hablamos de seres humanos que acumulan en sus garajes ediciones limitadas de ...

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La tragedia del Titan, sumergible de infausto recuerdo, ha dado pie a una pregunta colateral de cierto calado: ¿a qué dedican su tiempo libre los multimillonarios, esa estrecha élite de faraones de la opulencia que puede comprar, virtualmente, cualquier cosa?

Hablamos de seres humanos que acumulan en sus garajes ediciones limitadas de Ferrari o Rolls-Royce, sin duda. Coleccionan arte, por supuesto que sí, de Cézanne a Da Vinci pasando por De Kooning, Picasso, Warhol, Modigliani, Koons o Gauguin. Duermen en lechos con doseles de fresno, castaño, zafiros y diamantes. Coleccionan islotes privados o jets con fuselaje de platino. Recorren el mundo a bordo de yates chapados en oro. Se alimentan de trufa blanca piamontesa, ostras regias de la australiana bahía de Coffin o caviar de beluga Almas. Beben tintos de Burdeos añejos de la bodega de Thomas Jefferson o coñac Henri IV Dudognon en botellas de oro de 24 quilates. Lucen relojes de 20 millones de euros o teléfonos móviles de 48 millones.

Pero todos esos signos de esplendor económico resultan triviales si los comparamos con experiencias genuinamente exclusivas, solo al alcance de un puñado de elegidos, como incurrir en el aún incipiente turismo espacial o bajar en batiscafos de lujo a la fosa de las Marianas. En cierto sentido, el naufragio del Titan ha hecho que aflore una verdad incómoda: los armarios de la opulencia están llenos de milmillonarios con espíritu de pionero, adictos a la adrenalina a los que entusiasma jugarse el pellejo.

Pura vida

Para los aventureros de la estirpe de Elon Musk o Richard Branson, el verdadero lujo consiste en “sentirse vivos”. Al menos esa es la opinión de Scott Lyons, psicólogo británico que tiene entre su clientela a algunas de las principales fortunas del planeta. Lyons asegura que los asistentes a su terapia “practican deportes de riesgo como el paracaidismo en las cumbres del Himalaya, las travesías por desiertos y junglas tropicales o el buceo a pleno pulmón como antídotos contra el aburrimiento y el hastío existencial”.

Entre los multimillonarios abundan, según el terapeuta, “las personalidades compulsivas, proclives al tedio y con tendencia a explorar sus propios límites”. Decía Ambrose Bierce que la mayoría de los seres humanos a los que llamamos “héroes” padece, en realidad, “una forma socialmente aceptada de narcisismo o estupidez”, mientras que los (falsos) “cobardes” son personas que no han perdido aún el instinto de conservación.

El sumergible Titan, por el que los turistas que querían ver los restos del Titanic pagaron, cada uno, 250.000 dólares. OceanGate (Europa Press)

En la desventurada historia del Titan hay un presunto héroe, Hamish Harding, que falleció a bordo de la nave siniestrada tras dedicar toda una vida a hacerse inmensamente rico, participar en varias expediciones recreativas a la Antártida, enrolarse en travesías más allá de la atmósfera y batir varios récords Guinness. También un presunto cobarde, Chris Brown (no confundir con el cantante), que se quedó en tierra siguiendo el dictado de su instinto de conservación.

Harding y Brown se alistaron juntos en la exclusiva tripulación de Stockton Rush, rey sin corona de los sumergibles de lujo. Ambos tuvieron la oportunidad de inspeccionar la nave en un viaje a Bahamas y coincidieron en que se trataba de un sumergible “de aspecto precario”, que usaba “postes de andamiaje como lastre” y se manejaba con un control inalámbrico que parecía de juguete, como el joystick de una consola de videojuegos. Brown dio un paso al costado y exigió la devolución de la fianza de 25.000 dólares (una décima parte del precio de la travesía) que había abonado ya. Harding, pese a todo, decidió embarcar.

La culpa la tiene la amígdala

Lyons atribuye decisiones como la de Harding a un “poderoso mecanismo psicológico muy habitual en personas de éxito” y que se activa en la amígdala, una masa nuclear en forma de almendra ubicada en las profundidades de los lóbulos temporales del cerebro. En este centro de gratificaciones instantáneas, explica Lyons, “se procesan las situaciones de riesgo, y eso genera una cascada de hormonas, como la dopamina, la testosterona, la noradrenalina, la adrenalina o la serotonina”.

Las personas acostumbradas a lidiar con cierta frecuencia con estos “terremotos hormonales” pueden acabar desarrollando una adicción “a la sensación de poder y el alivio momentáneo del dolor y la apatía que generan”. Como ocurre con el resto de sustancias psicoactivas, a medio plazo, para seguir obteniendo la sensación placentera resulta imprescindible ir aumentando de manera gradual la dosis. De ahí que los esclavos de la amígdala entren de buen grado en “la espiral del riesgo” y busquen experiencias cada vez más intensas y extremas. Si ya has orbitado en torno al planeta, como Yuri Gagarin, ¿qué es lo próximo?

Lyons añade que “el placer que proporciona esta asunción exponencial de riesgos es muy parecido al asociado a ganar grandes cantidades de dinero”. Es decir, que los millonarios que recorren el continente africano en globos aerostáticos haciendo escala para buscar la proximidad de leones, elefantes y rinocerontes en las reservas Masáis podrían ser descritos, en algunos caos, como “ludópatas de un casino emocional instalado en sus propios cerebros”.

Caitlin Tilley, redactora de The Daily Mail, identifica otros ejemplos elocuentes de esa ludopatía de las experiencias de intensidad extrema. Para empezar, los vuelos espaciales de Virgin Galactic Holdings, la compañía de Branson, y las alternativas que ofrecen sus competidores, Bezos y Musk. Branson ha intentado “democratizar” hasta cierto punto el turismo por la estratosfera “ofreciendo experiencias de alrededor de 90 minutos de duración a un precio de entre 250.000 y 400.000 euros, lo que le ha llevado a acumular más de 800 reservas”.

El multimillonario empresario estadounidense Jeff Bezos (segundo a la izquierda, con sombrero) posa con sus compañeros de tripulación tras el vuelo inaugural de Blue Origin hasta el borde del espacio, en Texas.JOE SKIPPER (REUTERS)

Blue Origin, la compañía de Bezos, “vendió su primer billete por cerca de 25 millones y hoy ofrece (breves) experiencias de ingravidez a 350 kilómetros de la superficie terrestre”. Y el Starship, el cohete de Musk y su empresa SpaceX, “ha vendido todo el aforo de su próximo viaje al milmillonario japonés Yusaku Maezawua, que está buscando compañeros para la travesía circular en torno a la Luna prevista para finales de este año”.

Esquí alpino en la cumbre

Tilley destaca también “la muy exclusiva práctica de esquí alpino en las laderas del Himalaya, a las que se accede en helicóptero”, una actividad que no se ha interrumpido “ni siquiera en las fases en que la zona, fronteriza entre la Unión India y Pakistán, se ha convertido en escenario de enfrentamientos entre el ejército indio y los separatistas musulmanes de Cachemira”. Al contrario, la cercanía de esa otra modalidad de peligro hace que resulte aún más interesante. También se juegan la integridad los que vuelan en helicóptero a la cima del monte Roraima, entre Brasil y Venezuela, lugar en que se desarrolla la novela de Arthur Conan Doyle El mundo perdido, y descienden desde allí hacia las antiguas reservas de los indios pemón.

Aunque el epítome del turismo kamikaze tal vez sean los viajes a algunos de los países más convulsos, desestructurados y herméticos del planeta, como Afganistán, Yemen, Turkmenistán, Siria, Somalia o la meca de los nostálgicos de la Guerra Fría, Corea del Norte. El último de estos destinos tiene previsto mantener sus fronteras cerradas durante 2023. Esto evitará acontecimientos tan trágicos como el que sufrió en 2016 el universitario estadounidense Otto Warmbier, arrestado en el aeropuerto de Pyongyang minutos antes de que partiese el vuelo que iba a llevarle de vuelta a casa. Warmbier había intentado llevarse como recuerdo un cartel propagandístico que llamó su atención en el hotel en que se hospedaba. Tras el arresto, sufrió torturas, fue procesado por “subversión” y se le condenó a 15 años de trabajos forzados. En junio de 2017 fue devuelto a su país en estado vegetativo. Falleció poco después. Warmbier no era un milmillonario ávido de experiencias al límite, pero sí una persona de inquietudes poco frecuentes y con el instinto de conservación en huelga de celo.

Un turista durante una visita al metro de Pyongyang, capital de Corea del Norte.ED JONES

Joan Miquel Gomis, profesor de Economía y Empresa de la Universitat Oberta de Catalunya, recuerda que el turismo “siempre había sido una actividad exclusiva, restringida a una cierta élite, hasta su democratización en las sociedades occidentales”, un fenómeno que se ha producido “en las últimas décadas”. La globalización ha acelerado ese proceso hasta un punto en que “resulta difícil encontrar rincones del planeta con un cierto atractivo que no reciban un flujo constante de turistas”.

A medida que los principales destinos se masificaban, las élites han ido desarrollando una sed de experiencias exclusivas que cada vez resulta más difícil de saciar. Incluso “el último reducto de exclusividad, los viajes espaciales, aspira a popularizarse para ser rentable a medio plazo”. Sin salir de la Tierra, “son países antes herméticos, como Qatar o Arabia Saudí, los que están consolidando infraestructuras turísticas cada vez más ambiciosas y orientadas, de momento, a los visitantes de lujo”. Pero incluso en estos destinos de opulencia emergente, “el modelo exclusivo convive con el más común, no restringido a las élites”.

Para Gomis, si algo tienen en común los superricos con querencias viajeras es “que rechazan los circuitos estandarizados”. En consecuencia, vuelan en “aviones privados, se hospedan en villas exclusivas, alquilan islotes…”. A partir de ahí, los hábitos de cada uno de ellos dependerán de variables personales: “Un aficionado al automovilismo, además de acumular prototipos de lujo, acudirá a eventos relacionados con el motor como la Fórmula 1. Otros se especializan en misiones árticas o en experiencias gastronómicas únicas, orientadas siempre por criterios muy selectivos”. No falta, por supuesto, toda una urdimbre comercial de compañías decididas a satisfacer esas preferencias, “que muy a menudo adoptan la forma de excentricidades o caprichos”.

Muy distinta es la perspectiva que aporta el empresario asturiano Gonzalo Gimeno, director general de la compañía de turismo “a medida” Elefant Travel. A Gimeno no le interesan los adictos a la adrenalina, sino un perfil de cliente “que aprecia la verdadera exclusividad y está dispuesta a pagar por ella lo que vale”.

Los viajes que organiza Elefant no son, en palabras de su máximo responsable, “ni turismo minorista, ni experiencias boutique, sino trajes a medida”. A este “sastre” del lujo, que trabaja sobre todo para “altos directivos de empresas del IBEX 35, grandes fortunas o deportistas de élite” desde las sedes de su compañía en Madrid, Barcelona y Medellín, la fórmula secreta consiste en “contar con un equipo de profesionales que viajamos más de 300 días al año, lo que nos ha permitido alcanzar un conocimiento exhaustivo de los potenciales destinos y consolidar en ellos una amplia red de colaboradores, a los que llamamos corresponsales”.

¿Qué tipo de experiencias ofrece Elefant? Por ejemplo, “la de pasar unas horas participando en la tarea de restauración de momias en la necrópolis egipcia de Saqqara”. O “disponer de una sobria cabaña de seis habitaciones en El Chaltén, en los Andes argentinos, con un espléndido glaciar para ti solo”. También “viajes a la carta por la Columbia británica que incluyen villas privadas con helipuerto, piscinas y chalets de madera, pero también austeros recorridos por los bosques o descensos a las espectaculares cuevas de hielo, así como rutas de avistamiento de osos negros”.

Animales momificados hallados en la necrópolis de Saqqara, de 4.400 años de antigüedad. Participar en las tareas de restauración de momias es, ahora, algo que el dinero puede comprar.Jacob Maentz (Getty Images)

A los que quieren acceder a la Antártida, “un entorno inhóspito y en el que las actividades que puede realizar una persona normal son muy limitadas”, Elefant les sugiere “alternativas como una travesía en barco desde Puerto Montt, en el sur de Chile, y una visita a la base antártica chilena completada por algo de trekking y excursiones en lancha”. A los que han padecido “safaris masificados y sin el menor encanto en la África de los operadores turísticos más convencionales” les propone “Laikipia, en Kenia, destino preferente de los safaris exclusivos, o Botsuana, donde se puede disfrutar también de actividades tan dinámicas como descenso en kayak”.

El lujo es una hilera de cipreses

A los futbolistas de élite, sus usuarios más “peculiares”, les ofrece “privacidad y tranquilidad, lo que para ellos constituye el verdadero lujo”. El último cliente de este perfil al que diseñaron un traje a medida pasó “15 días en una villa a la que habíamos trasladado en ferry un gimnasio para entrenamiento de élite y en la que plantamos una hilera de 15 cipreses para que los paparazzi no pudiesen fotografiarles desde el mar”. A otro deportista se le proporcionó “acceso exclusivo a un glaciar en el corazón de Islandia y una cena romántica con su pareja, a la luz de las antorchas, en el interior de un túnel de lava volcánica”.

Gimeno añade que el tipo de buscador de experiencias con alto poder adquisitivo de que se nutre Elefant pide, en primer lugar, disfrutar de un acceso privado (o, al menos, privilegiado) a espacios singulares. De ahí lo populares que resultan opciones como “el alquiler de templos como los de Angkor, en Camboya, o de Luxor, en Egipto”. Lo fundamental, en opinión de Gimeno, es “escuchar al cliente, entender sus expectativas y sus gustos y acabar ofreciéndole no un destino, sino una experiencia de viaje personal e intransferible”. No todos los turistas con patrimonios desorbitados están buscando la ocasión de jugarse la integridad en actividades extremas. Algunos disfrutan de su dinero manteniendo la amígdala a buen recaudo.

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