En casa del joyero Chus Burés en Madrid: “El barrio de Salamanca ha perdido la esencia, hay demasiados turistas que no son ni muy exigentes ni muy inspiradores”
Barceló, Almodóvar, Louise Bourgeois... La nómina de artistas con los que ha trabajado el creador, que empezó ideando un universo lúdico e irreverente formado por acetatos plásticos y metales no adscritos a la tradición joyera, quita el aliento
El joyero Chus Burés (Barcelona, 1956) espera sentado en la cabecera de la mesa de su cocina sobre la que ha dispuesto sandwichitos cuadrados de pepino con queso y pollo, que ofrece junto la posibilidad de un café hecho a medida. La última vez que recibió a la periodista, hace dos años, con motivo de una exposición en Centro de Arte de Alcobendas, titulada Frágil...
El joyero Chus Burés (Barcelona, 1956) espera sentado en la cabecera de la mesa de su cocina sobre la que ha dispuesto sandwichitos cuadrados de pepino con queso y pollo, que ofrece junto la posibilidad de un café hecho a medida. La última vez que recibió a la periodista, hace dos años, con motivo de una exposición en Centro de Arte de Alcobendas, titulada Frágil y en la que proponía un regreso a sus orígenes experimentales mostrando piezas elaboradas con papel, plumas o cristal, desplegó el mismo ritual en el mismo espacio. “Tengo varios rincones preferidos en la casa y eso va dependiendo de distintas épocas, pero la cocina es un gran lugar de encuentro. Uno de mis colaboradores le llama la sala del consejo porque grandes reuniones han ocurrido y siguen ocurriendo ahí: encuentros con clientes, con artistas, con prensa, con amigos… ¡cooking projects room!”, explica con un característico movimiento de manos. Aunque, esta vez, entre sus dedos no hay cigarrillo. Este perfecto anfitrión ha dejado de fumar.
Este creador, que vivió su momento de mayor popularidad cuando Almodóvar le encargó la icónica horquilla de la película Matador y empezó sus primeros pasos en la misma Barcelona underground que dio refugio creativo a genios como Ocaña, nunca ha dejado de trabajar. Empezó creando un universo lúdico e irreverente formado por acetatos plásticos, componentes de ferretería y fontanería, microrejillas metálicas asociadas a productos de consumo doméstico como los estropajos, y alambre, aluminio o hilo de cobre, metales no adscritos a la tradición joyera. Hoy, trabaja para minorías selectas y sus clientas, coleccionistas especializadas, le siguen pidiendo piezas cuyo principal valor no son los materiales preciosos, sino la originalidad. “Luego te enseñaré el libro de una de mis coleccionistas, Solange Thierry-de Saint-Rapt, que verás que su colección de joyas es espectacular. Caucho, cordones, chapas de botellas… mis coleccionistas buscan lo original”. Es decir, sus clientes son personas que compran joyas en los mismos circuitos y con las mismas premisas que los grandes coleccionistas de arte. Y él mismo es una persona con ese tipo de sensibilidad.
Quizá por eso su piso, en pleno barrio de Salamanca, en el que vive desde hace 30 años y donde nos recibe, parece una galería de arte. “Llegué a esta casa por pura casualidad. Fui a recoger a una amiga que vivía en el edificio para ir a un evento y, al tiempo que entraba en el edificio, el conserje colgaba un cartel de se alquila, y justo en ese momento yo estaba buscando piso. Era una escuela de idiomas con muchísimas habitaciones y hubo que hacer una reforma adaptada a un estudio/vivienda”, explica.
A la entrada del enorme piso de techos altos, suelos de madera y molduras de yeso hay una mesa de cristal y acero en la que Burés ha montado una especie de retrospectiva de su propia obra, que funciona a modo de showroom y donde ahora mismo tiene expuestas las piezas que ha creado en colaboración con el arquitecto Juan Herreros; a la derecha, con balcones hacia la calle Serrano, está su estudio, donde guarda su ingente archivo: “Produzco fuera, con orfebres independientes de Nueva York y Madrid, pero el diseño necesito hacerlo en el mismo lugar donde habito”.
Esparcidas por toda la casa, piezas de arte que le dan al espacio un carácter sofisticado y a la vez mundano: “Tengo la suerte de no rodearme de nada que no me guste, aunque esté de moda”, explica con la naturalidad del connoisseur que lleva tanto tiempo relacionándose con total naturalidad con la más alta expresión artística que no concibe otra forma de vivir: “El Calder lo compré justo al llegar a esta casa; y también me gusta mucho el dibujo que me regaló Louise Bourgeois cuando nos conocimos, allá por el año 1999, en Nueva York”, cuenta sin alharacas. Porque Burés ha colaborado con gigantes del arte contemporáneo con una discreción tan poco celebrada en España que se podía decir de él ese tópico (certero, como son algunos tópicos) de que no es profeta en su tierra.
Su diálogo creativo con Julio Le Parc, Jesús Rafael Soto, Carlos Cruz-Diez, Antoni Miralda, Miquel Barceló, Carmen Herrera, Fernando Sánchez Castillo o Santiago Sierra le ha llevado de la Bienal de Venecia a Art Basel, del Deichtorhallen de Hamburgo a la galería Marlborough en Mónaco, de Friedman Benda en Nueva York al Museo Picasso de Barcelona. Ahora exhibe su parte menos constreñida por los requisitos del mercado en The Americas Society de Nueva York, ciudad en la que reside algunas épocas del año, porque allí también tiene una clientela muy consolidada. “Llevo muchos años yendo y sigo estando muy a gusto porque los americanos, cuando tienes algo interesante y original que aportar, te apoyan. Hay un interés por saber sobre ti, por comprarte, por presentarte a gente. Son muy de hacer conexiones. Nueva York cada día es una cosa nueva, una energía nueva. Aquí, cuando paso tres meses, empiezo a pensar que me tengo que marchar”.
La exposición neoyorquina es el epílogo de una colectiva titulada El Dorado (Mitos de oro), donde hay revisiones y reinterpretaciones de más de 70 artistas de América Latina sobre esa especie de grial del continente americano. “The Americas Society es un centro que fundó David Rockefeller en los años sesenta con la colaboración de otras grandes familias de Estados Unidos, Canadá y toda América Latina. Su idea era poner en marcha un think tank económico, político y cultural para ayudarse entre ellos y apoyar su cultura. La comisaria, una argentina que se llama Aimé Iglesias Lukin, se puso en contacto conmigo porque dijo que le interesaba mucho mi obra, y ahora parece que van a prolongarla…”.
La relación de Burés con América Latina es antigua, pero él mismo admite que no es en Nueva York (“allí todos los latinos se están yendo a Yucatán, por cosa de los impuestos”), sino en Madrid, donde se ha revitalizado su vínculo con el sur del continente americano: “Es impresionante la efervescencia que hay. El viernes fui a una cena de una mexicana de Monterrey. Había gente de Nicaragua, de El Salvador, de Venezuela”, explica con entusiasmo. Para Burés, el cosmopolitismo es siempre una buena noticia (él mismo se mueve por todo el planeta buscado talleres de orfebres, peregrinación que durante un tiempo le llevó a Bangkok), lo cual no quiere decir necesariamente que le guste en qué se ha convertido Madrid y la transformación que está viviendo el barrio de Salamanca. “Cuando yo llegué a vivir aquí ya era un barrio fino, pero no tan comercial como ahora, con tanta marca y tantos turistas de shopping de luxe, creo que ha perdido la esencia. Hay demasiados turistas que precisamente no son muy inspiradores, ni exigentes a la hora de buscar entretenimiento en Madrid. ¡Con la de museos que tenemos y buenas galerías de arte!”.
Burés, que a menudo reivindica el poema de Pier Paolo Pasolini ¿Adulto? Jamás, no es un creador tendente a la nostalgia: no le gusta recrearse en pasado y de hecho defiende a capa y espada que los grandes artistas, a diferencia de los grandes nombres del rock y la moda, con el paso del tiempo solo mejoran. “Hay oficios en los que la trayectoria, la experiencia y el conocimiento te ayudan a mejorar. Fíjate en Julio Le Parc, 95 años y todavía trabajando. O Soto, o Carlos Cruz-Diez, que trabajaron hasta el día antes de morirse”. Y sin embargo, sí reconoce, mirando atrás, que sus prioridades de ocio y diversión han cambiado mucho. “Cuando llegué a esta casa era mucho más joven. Por aquí han pasado músicos, artistas, actores, directores de cine, modelos, galeristas, directores de museos internacionales, coleccionistas de todo el mundo y un sinfín de amigos… Para cada fiesta era un escenario distinto, uno podría pensar que estaba en Londres o Nueva York, o al menos eso es lo que me decían. La verdad es que ponía mucha energía e imaginación en transformar el espacio para cada evento. Recuerdo una fiesta memorable después de la reapertura del Teatro Real en 1997: igual aparecieron mas de 100 amigos, todos enfundados en el esmoquin de rigor... Una de las fiestas más sonadas fue la que hice para mi amigo Sigfrido Martín Begué con gran parte del mobiliario que él diseñó para los escaparates de Loewe en el 150 aniversario de la marca. Así nos relacionábamos. Madrid era una fiesta en sí misma”.