Hemos secado Doñana a golpe de ‘brunch’
El aguacate no es el nuevo tomate ni la nueva patata, para plantarlo es necesario invocar a su alrededor una burbuja artificial de clima subtropical
¿Puede ser el aguacate el nuevo tomate o la nueva patata? Aun viniendo de fuera, ¿se puede llegar a integrar con total naturalidad en nuestras cocinas tradicionales hasta tener un papel central? Para mí, la respuesta a este debate es un “no” diáfano y claro como una mañana de verano.
Empecemos por lo evidente: la ecología. Una de las claves de que la patata se convirtiera en la reina de la alimentación europea es su condición de todoterreno. La planta le exige muy poco al suelo e, incluso en condiciones paupérrimas, puede llegar a dar hasta cuatro cosechas anuales. Está perfectamente adaptada a nuestro clima y es un carbohidrato complejo de digestión lenta, que sacia durante horas y ha alimentado naciones enteras cuando no había nada más, sin invernaderos, ni riegos automáticos, ni modificaciones genéticas. Con el tomate, el fenómeno es aún más extremo. La tomatera es una especie de mala hierba capaz de arraigar y prosperar en los lugares más inverosímiles: desde los márgenes de las vías del tren hasta solares abandonados o parterres urbanos.
Para plantar aguacates, en cambio, es necesario invocar a su alrededor una burbuja artificial de clima subtropical. En España, allí donde se cultivan son una amenaza para el ecosistema. En Málaga y Granada ya conviven con el desastre de los pozos ilegales, el estrés hídrico y los suelos degradados. Hemos secado Doñana a golpe de brunch por motivos económicos: el aguacate está de moda y es rentable. Hasta a los cárteles mexicanos les compensa diversificar el negocio, abandonar la cocaína y plantar aguacates, secando las cabeceras de los ríos y condenando a la miseria más absoluta a la agricultura local. Integrarlo en nuestra vida cotidiana mediante la importación a gran escala tampoco es razonable.
Un ingrediente que aspire a formar parte estructural de una cocina, como lo han hecho la patata o el tomate, debe ser robusto frente a las crisis: ha de contribuir a una agricultura resiliente, no a una más vulnerable. El aguacate es una planta caprichosa: sensible a las heladas, dependiente de un régimen hídrico regular y de un equilibrio térmico muy preciso. Ante una sequía o un invierno algo más duro de lo habitual, la cosecha puede perderse entera. ¿Estáis hartos de oír cada año en las noticias que la producción de melocotón o de nectarinas ha caído un 35% por culpa de las heladas, o de una lluvia a destiempo? Pues agarraos con la princesita aguacate.
En plena crisis climática, apostar por un cultivo que necesita riego intensivo y temperatura constante es construir castillos de arena a la orilla del mar.
El dinero viene a reforzar el argumento ecológico. Para cultivar patatas no hacen falta grandes inversiones tecnológicas. Se ara la tierra, se plantan, se cubren, se espera que llueva un poco y se cosechan. Con el tomate pasa lo mismo. Ningún alimento puede expandirse y arraigar de forma orgánica si no es popular; y popular significa al alcance del pueblo, que raras veces es millonario.
Transformar el país para habilitarlo para el cultivo del aguacate implica transformar el suelo y el clima de forma intensiva en capital y en conocimiento, algo solo al alcance de grandes fondos de inversión. Cuando un alimento depende de inversiones multimillonarias, ya no pertenece al pueblo, sino al mercado financiero. Si queremos vendernos la autonomía y quedar a merced de la última actualización del software de la climatización asistida o del riego automático, gestionado por inteligencia artificial en manos ajenas, adelante. Esto es jugar fuerte con las cosas del comer.
Ni siquiera el argumento nutricional se sostiene: todo lo que el aguacate aporta a nivel de grasas saludables, fibra, vitaminas y minerales, lo podemos obtener en cantidades más que suficientes de ingredientes que ya son parte de nuestra dieta tradicional, como el aceite de oliva, las legumbres o las verduras de hoja verde. El aguacate es un alimento saludable y nutritivo, pero no aporta nada único ni imprescindible.
Pero el verdadero quid está en la cuestión culinaria. La cocina funciona de forma parecida a la lengua. Se construye con un léxico, ya sean palabras, ya sean ingredientes. Se alza sobre una estructura, que en una es la gramática y en la otra son las técnicas culinarias. Y produce creaciones (frases, párrafos, textos o salsas, ollas y estofados) con sentido, cuyo significado es mayor y distinto que la simple suma de sus partes.
Si a un sofrito le añado un poco de tomate, sigue siendo un sofrito, pero más rico, que transformará un arroz hervido en una paella, o servirá para hacer un estofado o una caldereta. Si a ese sofrito le añado patatas, tengo la base para un suquet de pescado o para un guiso de costilla. La patata cumple la misma función que antaño desempeñaban los garbanzos, las castañas o los nabos: saciar y llenar, con la ventaja de tener un tiempo de cocción más corto. Es práctica, optimiza recursos energéticos y se integra perfectamente en la gramática culinaria de nuestro recetario.
Con un aguacate no puedo hacer puchero, ni allipebre, ni paella, ni estofado, ni romesco, ni caldos, ni cocidos, ni frituras. Al poner el aguacate en la mesa, me veo forzada a dejar de hablar mi lengua materna culinaria. El aguacate desplaza nuestra cocina y nos obliga a invocar otra.
No se trata de desterrar el aguacate de la mesa, sino de entender que su lugar es ocasional. Convertirlo en pilar de nuestra dieta sería poner patas arriba un equilibrio que va mucho más allá del plato de ensalada. ¿Tan pobres de espíritu y tan faltos de amor propio estamos, que aceptaríamos bandear nuestra cocina para dar cabida a un ingrediente cuyo único argumento a favor es estar de moda?