La voracidad ‘yuppie’ en los platos de ‘American Psycho’
Se cumplen 25 años del estreno en España de la película basada en la novela de Bret Easton Ellis, donde la comida es clave para reflejar el carácter depredador de sus personajes
“Tengo una reserva para las 8:30 en el Dorsia. Hacen un ceviche de erizo de mar increíble”, dice el personaje al que interpreta Jared Leto justo antes de la famosísima escena de las tarjetas de visita en American Psycho. “¿Dorsia un viernes por la noche? ¿Cómo lo ha conseguido?”, responde entre dientes Justin Theroux en el papel de uno de esos ejecutivos intercambiables que protagonizan la película dirigida por Mary Harron, adaptación de una novela con la que Bret Easton Ellis le revolvió las tripas a Estados Unidos en 1991. Allí se estrenó en abril del año 2000, pero llegó a España meses después, el 29 de septiembre, hace ahora 25 años.
El restaurante Dorsia, al que Patrick Bateman —el protagonista, interpretado por Christian Bale— y todos sus colegas ansían ir, y donde es imposible conseguir mesa, se convierte en un tropo recurrente a lo largo de la cinta para mostrar la obsesión que sus personajes, yuppies de finales de los 80, tienen con cierto tipo de lujo que se traduce, no solo en limusinas, ropa cara y espectaculares apartamentos, sino también en lo que comen y dónde lo comen. En American Psycho, Bret Easton Ellis quiso hacer una sátira de esa cultura yuppie y una crítica al consumismo de la sociedad estadounidense y, en este panorama, los restaurantes de alto standing adquieren un rol fundamental. Conseguir una reserva en un sitio tan exclusivo como Dorsia es una forma de medir el poder y la influencia en un contexto social basado en la competitividad más despiadada. Además, ¿qué mejor lugar para que los voraces profesionales de Wall Street luzcan sus trajes de Armani y sus American Express Platino?
En la novela, Ellis se recrea en los detalles gastronómicos mucho más que en la película, donde la comida tiene cierto protagonismo, aunque este se va desdibujando a medida que los delirios psicópatas de Bateman cobran importancia en la trama. Aún así, quien haya visto American Psycho, seguramente recuerde las imágenes de comida sobre las que aparecen los títulos de crédito iniciales. Las gotas de algo que parece sangre se transforman lentamente en una salsa de color rojo y una mano blande un amenazante cuchillo, que resulta que solo se dispone a cortar un magret de pato. Ese aire siniestro se torna pronto en una agradable escena de restaurante y las imágenes que vemos en pantalla no dejan la menor duda de que ahí, el cubierto, se paga caro: porciones de comida diminutas, platos que simulan obras de arte, coloridas guarniciones cuidadosamente dispuestas alrededor del ingrediente principal, flores comestibles y hasta un merengue en forma de cisne.
Sin embargo, si prestamos atención a las especialidades que los camareros recitan a los clientes, algo empieza a rechinar: ravioli de calamar en caldo de lemongrass con profiteroles de queso de cabra, pastel de carne de pez espada con mermelada de cebolla o pechuga de perdiz poco hecha en coulis de frambuesa. Estos platos no tienen mucho sentido; es más, ni siquiera suenan a algo que pueda estar bueno. En el libro, las referencias a platos absurdos aparecen una y otra vez: sopa de mantequilla de cacahuete con pato ahumado y puré de calabaza, pastel de pez espada con mostaza y kiwi, rúcula al carbón, pez piloto con tulipanes y canela, langosta ennegrecida con salsa de fresas o tortillas de maíz azul rellenas de codorniz con guarnición de ostras en piel de patata son algunos de ellos.
A estas alturas, ya se han hecho todas las bromas habidas y por haber sobre la cocina fusión y la nouvelle cuisine, que son la inspiración más clara de los platos de American Psycho, pero a comienzos de los 90, cuando se publicó la novela, apenas aparecían las primeras críticas que señalaban el agotamiento ante este tipo de preparaciones. Durante años, platos como los que vemos al inicio de la película fueron el epítome de la modernidad y el lujo, y Ellis quiso aprovechar la comicidad que destilaban estos extravagantes menús para reflejar los excesos de la élite y sus ansias por aparentar sofisticación a través de la comida. Comida que los personajes a menudo ni tocan, porque la cocaína que consumen para aguantar ese ritmo de vida desquiciado les quita el apetito.
Eso no impide a Patrick Bateman apreciar cada detalle de lo que le sirven en la mesa. En la novela vemos que se fija en cómo disponen la comida sobre el plato —“no puedo concentrarme, porque a mi conejo lo han cortado para que... parezca... una... ¡estrella!”—, en cómo lo han decorado —”la mermelada amarillenta circunda el plato formando un artístico octágono”— e incluso en la propia vajilla —“el plato es blanco y de porcelana y de unos sesenta centímetros de ancho”—. Una discusión sobre si la masa de pizza de un restaurante se cuartea o no es capaz de desatar su ira y, entre sus muchos disparates gourmet, recomienda mezclar el ron con Pepsi Light en lugar de Coca-Cola Light, porque “tiene más burbujas, un sabor más limpio y un contenido en sodio más bajo”. Bateman llena su vacío existencial con este tipo de conocimientos gastronómicos que sirven, sobre todo, para mantener vivas conversaciones sin sustancia.
La comida no importa, pero sí todo lo que la rodea: los restaurantes son el escenario de casi todas las conversaciones, porque son el espacio perfecto para hacer despliegue del estatus al que aspiran estos yuppies; los personajes confían sus elecciones gastronómicas a la “alargada guía color carmesí” de Zagat, un icono neoyorquino nacido a finales de los 70, que generalizó la crítica popular de restaurantes, logrando que todo el mundo se sintiera un poco gourmet; y preparan sushi en casa como si fuera el culmen del exotismo refinado —el plato japonés comenzó a popularizarse en Estados Unidos en los 70 gracias a las celebridades de Hollywood y, a finales de los 80, ya se había convertido en un auténtico fenómeno gastronómico en ciudades como Nueva York y Chicago—. Bateman bebe J&B, probablemente la marca de whisky con más presencia cinematográfica —hay una web dedicada a recopilar todas sus apariciones en películas y series— porque, qué otra cosa podría beber un hombre de verdad si no whisky, y es imposible dejar de lado cómo la fijación que tiene con su físico se traslada también a la comida.
Su célebre rutina mañanera de la película, no muestra, como sí hace la novela, lo que Bateman desayuna. Ellis describe, con todo detalle, que su protagonista comienza el día tragándose un par de ibuprofenos, un complejo vitamínico y una pastilla de potasio con una botella de Evian. Continúa con un zumo de limón y pomelo, un kiwi y una pera manzana japonesa en rodajas, un bollo de salvado “ligeramente cubierto por una fina capa de mantequilla de manzana” (algo así como una compota), un sobrecito de té de hierbas sin cafeína, cereales de avena y salvado con germen de trigo y leche de soja. Termina con otra botella de Evian y otra taza de té descafeinado de manzana y canela.
En otros pasajes del libro, Ellis explica la preocupación que Bateman tiene por el nivel de sodio de la salsa de soja o por la cantidad de grasa del chocolate, cuenta que evita comerse una berenjena en tempura “porque está frita” y alterna sus visitas a los restaurantes de moda con ensaladas de endivias y zanahorias de un sitio llamado Health Bar. Solo en sus momentos de descenso a los infiernos, se sale de su estricta dieta y de ese refinado gusto que exhibe en los restaurantes. Tras asesinar de forma horrible a un vagabundo, se va a “celebrarlo” a un sitio al que podría haber ido su víctima, un McDonald’s, donde se pide tres batidos de vainilla. En un episodio maníaco se come a puñados una lata de jamón, que luego vomita y, en un punto ya muy profundo de su delirio, mientras veranea, llega a comer arena de playa.
Hoy, la voracidad yuppie de los 80, que tan bien encarnó el despiadado personaje de Bateman, parece haber encontrado un hueco en ciertos grupos de hombres que ven en su imagen de éxito, su aparente seguridad en sí mismo y su gusto por el dinero un modelo al que aspirar. Aquello que tanto Bret Easton Ellis como la directora de American Psycho Mary Harron, pretendieron mostrar como una sátira, se celebra hoy de forma no irónica, de ahí que Harron dijera en una entrevista para Letterboxd que le desconcertaba muchísimo que los bros de Wall Street hubieran abrazado al personaje interpretado por Christian Bale cuando claramente era una burla hacia ellos. En lo que respecta a la comida, hoy, como en la época que retrata American Psycho, continúa siendo un marcador social y los restaurantes un escenario donde presumir de estatus. Si la gastronomía ha abrazado, también de forma no irónica, el absurdo del que hacían gala los platos que piden Patrick Bateman y sus colegas es algo sobre lo que podemos reflexionar la próxima vez que nos enfrentemos a un menú degustación. O cuando queramos discernir si el éxito de un local viene determinado por una inaccesible lista de reservas que haga que todo el mundo se pregunte cómo narices se consigue una mesa ahí.