Un ejercicio singular de arqueología gastronómica en el corazón de Los Ángeles: ¿qué ha comido Estados Unidos en los últimos 70 años?
El hotel Beverly Hilton, en Beverly Hills, celebra 70 años de historia con un repaso a sus menús y a los de los estadounidenses revestidos de alta gastronomía
Pararse a pensar en la comida de Estados Unidos es hacerlo en hamburguesas, patatas, pizzas congeladas. Y sí... pero no. La cultura estadounidense ha moldeado el imaginario popular, pero a veces también se ha visto limitado por el mismo. En las cocinas y comedores del país hay mucho más que peperoni y macarrones con queso, pero, ¿desde cuándo? Un grupo de chefs se ha parado a pensar qué se ha comido en el país americano en los últimos setenta años, y le han dado una pátina de renovación y, claro, de exclusividad.
Porque esos chefs son los responsables de las cocinas del Beverly Hilton, uno de los hoteles emblema de la ciudad de Los Ángeles (en realidad, de la de Beverly Hills, que es una pequeña ciudad en sí misma rodeada de su hermana mayor). El establecimiento predilecto de Conrad Hilton, el fundador del imperio hotelero, ha sido el patio de recreo durante décadas de la familia, incluida Paris Hilton, que de hecho sigue teniendo una fuerte relación con el mismo y hace unos meses incluso tuneó una suite temporalmente para sus invitados. Ahora que el hotel cumple 70 años, ha decidido dar y darse un homenaje.
El lugar donde se celebran la mayor parte de los premios de la ciudad, de los Globos de Oro al almuerzo de nominados de los Oscar, ha querido festejar sus 70 años con una serie de cenas para la alta sociedad de Beverly Hills servidas en su suite presidencial; el hotel ha sido hogar de Nixon o Kennedy, que siempre se alojaba en él cuando estaba en la ciudad, lo que le hizo ganarse el apodo de “la Casa Blanca del Oeste”. Más allá de que serán entre septiembre y octubre, las fechas no son exactas, porque no son públicas; es parte del encanto y lo exclusivo. Y el menú está formado por siete platos con los que se repasan, década a década, las viandas más queridas de cada momento. “Hemos hecho muchísima investigación, búsquedas en Google, sí, pero también hablado con muchísima gente, con antiguos chefs del hotel... Algunos, por ejemplo, nos recomendaron que viéramos las películas de la época, y sí, vimos muchísimas”, reconocían los tres responsables de la cena, Justin Campbell, chef principal, Matthew Sprister, sous chef ejecutivo, y Thomas Henzi, chef ejecutivo de pastelería.
Durante alrededor de dos horas, una docena de comensales se sienta en una blanca mesa con vistas al atardecer de las colinas que dan nombre a la ciudad para degustar las creaciones de los cocineros del hotel. Pero antes, van los cócteles. La destilería local Beverly Spirits ha creado un whisky específico para festejar el momento, con apenas 210 botellas. “He buscado una aproximación suave, con un 60% de bourbon y un 40% de centeno”, explica su responsable, Andrew Borenzweig, sobre su creación, que tiene toques de “caramelo, vainilla, arce, como un marshmallow tostado”, cuenta en referencia al típico dulce blando estadounidense que se coloca en el fuego entre galletas y chocolate.
Junto al célebre coctelero Jeffrey Morgenthaler ha creado dos bebidas para tomar a sorbitos charlando en el gran salón de la suite: el Barron, un old fashion de aires renovados con un toque de naranja; y el Wilshire Highball, con limón, albaricoque, menta y flor de saúco. Además, también ha diseñado una botella especial con una etiqueta específica para el Hilton.
Y después, a comer. Antes de los siete platos, por si era poco, llegará un pequeño entrante, un panecillo de hierbas con mantequilla inspirado en la cultura popular de los años cincuenta. Y precisamente de los años cincuenta será el primer plato; en realidad, un amuse-bouche, como se denominaba por entonces, cuando el francés estaba de moda, al aperitivo. Son, en inglés, devil eggs, “huevos del diablo”, o huevos rellenos, pero con caviar y yema trufada. ”Eran tremendamente populares, pero hemos querido elevarlos con trufa en la yema y, por qué no, un poco de caviar. ¡Es que esto es Beverly Hills!“, ríe el chef Matthew Sprister cuando sale a presentarlo. Aunque ya eran habituales desde los años veinte, el plato triunfó en los años cuarenta y cincuenta, cuando el propio huevo también se popularizó. Empezaron a ser frecuentes en fiestas, pícnics y, especialmente, en Pascua.
El auténtico primero está basado en los años sesenta. Por entonces se puso de moda una cierta innovación en las cocinas, reflejada en la llegada de las gelatinas. De ahí que se trate de un áspic de tomate con cangrejo real y mousse de aguacate. En los años sesenta y setenta, esos platos llamados áspic se hicieron comunes, con pedacitos de comida encerrados en gelatinas, como explica el chef Campbell. En este caso, como detalla el menú, se trata de poner en valor “técnicas que muestran la importancia social del entretenimiento”, del arte de recibir. Aquí, al contrario que en las abigarradas recetas sesenteras, el plato es fresco y ligero, con pepino, aguacate y agua de tomate, una mezcla renovada de sopa y ensalada a la vez.
El segundo plato es el pescado, como no puede ser de otro modo. Pero se va a los ochenta, trayendo, por tanto, una divertida lubina al estilo tiki, con rebozado Ritz y salsa (en español en el original) de frutas. El plato deja entrever la introducción de la cocina fusión, con “muchas ideas juntas”, relataban los chefs. Como un rebozado crujiente realizado a base de una de las galletas más populares del mercado estadounidense, que se empezaba a utilizar ya no solo como aperitivo, sino para dar paso a una cierta innovación; así lo demostraban entonces los chefs de la tele, recordaban sus contemporáneos. Además, está adornado de frutas y flores. Es, afirman, un reflejo del “espíritu aventurero de la década, una oda a Trader Vic’s”.
Fue en este plato cuando la nostalgia se hizo notar y, probablemente, el menú cobró más vida y toda su intención. Trader Vic’s fue un reconocido restaurante de Beverly Hills (en realidad, una cadena) cuya cocina influyó a toda la ciudad desde los años cincuenta. En 2007 se demolió, precisamente durante la construcción del Waldorf Astoria, en la misma manzana del Beverly Hilton. El Hilton abrió una barra con sus cócteles y platos en la piscina durante una década, hasta 2017. Y todos los presentes en la cena recordaban bien dónde estaba el lugar, cómo eran allí sus citas de los viernes, con qué celebridades se cruzaban, qué pedían para cenar y aquel delicioso, ah, cóctel de gambas. El espíritu de la ciudad resucitó, como si de una güija se tratara, a través de un pedazo de pescado empanado.
El tercer plato fue quizá el más puramente americano y divertido de todos: hot pockets de peperoni. Literalmente “bolsillos calientes”, son una especie de pizzas enrolladas, rellenas de queso y algún otro ingrediente, clásica cena adolescente al microondas retratada en decenas de películas. “Icónico, rápido, indulgente”, lo describían. Poco rápido, en realidad: estaba realizado con mimo y hojaldre por el chef de pastelería del hotel, Thomas Henzi, casi 15 años al cargo: “He tenido suerte de que me tocaran los noventa”, reía. Acompañado de un crujiente de parmesano, una suave salsa de tomate y unos pocos brotes, fue toda una divertida sorpresa.
Después llegó el principal, el quinto, basado en la década de 2010. Era el más moderno, aunque su nombre, siempre en un juego, lo ocultara: “Pechuga de pato apiada con chirivía y ensalada de uvas”. No había tal pechuga. Vegano, a base de plantas y sin gluten, el epicentro del plato era en realidad apio, con forma, pinta y hasta textura de pato. Todo aderezado con salsa blanca, mostaza, puré de chirivía, lentejas y salsa de frambuesas.
Los setenta llegaron a los postres. El primero de ellos fue una tarta selva negra, clásica de esa incipiente exploración de la cocina internacional. Esta era más ligera, con distintos chocolates, deconstruida y reconstruida. “La tradicional me gusta, me habría sido más fácil”, reía el chef pastelero.
El último y más moderno fue el gran finale, denominado Texturas de café. Realizado por el experto en postres, discípulo de José Andrés, era un reto para el paladar. Había café líquido, sólido, en granizados, en espumas, en esferas y gelatinas, en crema... “En 2008, cuando abrió Bazaar aquí en L.A., todo el mundo quería hacer cocina molecular”, bromeaba, y animaba a comérselo. “Disfruten, sé que estarán llenos, pero prueben un poquito de cada”. Se probó, con gusto y asombro. Lástima que en el Hilton no daban tápers.