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La Piña Colada de proximidad que vende miles de cócteles en Gran Canaria

El grupo hotelero Lopesan, uno de los grandes referentes del turismo canario, ha recuperado el cultivo de un espacio abandonado para abastecer a sus hoteles con fruta de kilómetro cero

El camino hacia los cultivos serpentea acantilados y abruptos barrancos en el suroeste de la isla de Gran Canaria. El paisaje cambia en pocos kilómetros: de la costa turística del puerto de Mogán a un territorio casi intacto, con tabaibales que se regeneran en cuanto caen unas gotas de lluvia y un rocoso valle que desciende hasta el mar. Desde allí, el horizonte lo domina el Roque Nublo, al fondo, mientras el aire que baja de la cumbre refresca el ambiente.

En el epicentro de este enclave se encuentra la finca de Veneguera, 2.500 hectáreas que el grupo hotelero Lopesan compró en 2014. La compañía, uno de los grandes referentes del turismo canario —con hoteles que van desde resorts de lujo hasta complejos familiares como Costa Meloneras, uno de los más grandes de Europa, con más de un millar de habitaciones—, buscaba aquí un proyecto singular: recuperar el cultivo en un espacio abandonado y abastecer a sus hoteles con fruta de kilómetro cero.

La decisión, como todo lo que sucede en una isla rendida al turismo, no estuvo exenta de debate. Durante años, colectivos vecinales defendieron que la zona debía protegerse de la voracidad inversionista. La compra de la finca, finalmente destinada a la agricultura, ha calmado esas tensiones: Veneguera en esta década continúa como un espacio virgen, agrícola y protegido. Aunque no siempre fue así, en la década de los cincuenta la zona fue un referente en cultivos de tomate y plátano, con escuelas, ermita, panaderías y cuadras integradas en el día a día de miles de habitantes. Una producción que llegaba semanalmente hasta Canary Wharf, los legendarios muelles que conectaban el Támesis con el mar del Norte.

Todo lo explica con enorme pasión Antonio Álvarez, que conoce cada rincón de la finca. Este ingeniero agrónomo, que llegó en 2019, cuando se empezaron a realizar los primeros cultivos (hoy ya son 82 hectáreas), guía entre un campo de cítricos donde se aprecian a uno y otro lado diferentes tipos de limas, limones, pomelos, naranjas, mandarinas y manos de buda. “Aquí el agua es oro”, repite como un mantra mientras señala el sistema de riego por goteo que se alimenta con energía solar. “Las plataneras beben 25 litros diarios por planta; un kilo de aguacate puede necesitar mil litros. Por eso buscamos cultivos tropicales más sostenibles: piña, manga, maracuyá”.

La piña tropical (la variedad MD-2, también conocida como piña dorada) es la joya de Veneguera: dulce, baja en fibra, comestible hasta el pedúnculo. Su cultivo es lento, de dieciocho meses, y se escalona con un método artesanal: aplicar agua y hielo en la corona de la planta para inducir la floración. “Así conseguimos que no maduren todas a la vez”, explica Álvarez, a la vez que cuenta cómo a su lado crecen mangos, mangas sin fibra, aguacates centenarios y rarezas como el “aguacate de la verruga”, mutación local que, según dice, solo existe en Mogán. En este espacio, que casi podríamos denominar jardín tropical, también hay un hueco para frutas inesperadas: carambola en forma de estrella, lichi y longan (más conocido como ojo del dragón) asiáticos, guayaba de fresa, guanábana, pitaya, manzana de agua y finger lime (un limón que estalla en perlas en la boca).

Gran parte de esa fruta se sirve en los desayunos de los hoteles Lopesan: piña recién cortada, papaya dulcísima, cítricos exprimidos al momento, alguna pitaya o guayaba cuando la temporada lo permite. “La diferencia está en que la fruta no pasa por cámaras frigoríficas”, dice Álvarez, poniendo en valor un trabajo de recolección minucioso. “Se corta aquí y llega al hotel en el día. En el bufé huele a fruta fresca, algo que se ha perdido en muchos lugares”. Sin embargo, el ciclo no termina en el comedor. En las barras de los hoteles, la fruta de Veneguera ha encontrado una segunda vida gracias al hombre que administra todas las barras del grupo, el bartender Raimondo Palomba.

Napolitano, nacido en 1990, Palomba se formó en la exigente escena londinense de la coctelería, trabajando en el Town Hall Hotel junto al chef Nuno Mendes. Allí aprendió técnicas de vanguardia cuando aún las redes sociales estaban en pañales, solo la observación y el intercambio con otros bartenders le permitió adquirir los conocimientos por los que hoy es valorado. En Madrid se dedicó a la consultoría y la formación hasta que un viaje a Gran Canaria le convenció de que aquí había un campo fértil, literal y figurado. “En la isla había turismo todo el año, pero poca coctelería de calidad”, recuerda. Su primer éxito fue el rooftop del Hotel Bohemia, que rápidamente comenzó a aparecer en listas internacionales, poniendo en valor el trabajo que estaba realizando.

Cuando Lopesan lo fichó, se encontró con cartas de cócteles que premiaban el volumen y los precios por los suelos. “No era un error, era la tendencia de la época”, dice excusando al grupo, que hoy cuenta con un portfolio de más de una veintena de hoteles, repartidos entre España, Alemania y República Dominicana, entre otros países. “Pero si tienes una finca que produce fruta tropical, lo lógico es integrarla en la coctelería”. De ese modo, Palomba diseñó un plan: sustituir los zumos industriales por fruta fresca, crear una cocina central en Salinetas que procesara piña, mango y maracuyá en bases listas para usar, formar al personal para garantizar el nivel de los tragos que iban a ofrecer y un claro interés por ofrecer bebidas de calidad, sin escatimar en referencias de otros países o de la propia isla.

La Veneguera Colada, su versión de la popular Piña Colada, se ha convertido en el cóctel emblema de la cadena, también en el que más despachan. Piña dorada recién recolectada —mezclada con coco y especias en Salinetas—, 40 ml de Havana Club 3, hielo pilé, un toque de canela y una flor comestible para decorar. “La clave es que sepa a campo”, repite Palomba. La manga protagoniza el Manghini, versión tropical del Bellini, y la Veneguerita, un frozen margarita con tequila 100% agave y sal negra volcánica. El plátano de la finca lo emplean en el Daiquiri Canario, elaborado con Ron Aldea de La Palma y licor artesanal de plátano de Tenerife.

La influencia cubana es evidente. “Tenemos una regla infranqueable: Daiquiri y Mojito solo con azúcar blanca en grano, lima fresca y ron ligero cubano. Nada de jarabes ni sucedáneos”, afirma. En el Bar Central del Costa Meloneras, Palomba rescata recetas como la Chaparra, un trago clásico de ron y vermut en el que la piel de lima se agita dentro del shaker para liberar sus aceites. “Los cantineros cubanos enseñaban a innovar con pocos recursos. Sus tragos siguen siendo los más populares del mundo”.

En los bares más exclusivos del grupo, Palomba juega con técnicas contemporáneas. Es el caso de Suru, su espacio más rupturista, donde la Piña Colada se presenta como un milk punch clarificado, transparente, coronado con espuma de coco y peta zetas de piña. Mientras, frente a las dunas de Maspalomas, en Nereo, la carta se orienta al aperitivo, con vermuts y cócteles con menos carga alcohólica. En cada caso, el denominador común es el mismo: la fruta de Veneguera. Un proyecto que ha sido capaz de devolver la vida a un valle que estuvo a punto de perderla.

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