Ramón Freixa: “No comprendo que para que un sitio triunfe tenga que tener servilletas de papel en el suelo”
El cocinero catalán protagoniza una de las grandes aperturas gastronómicas de Madrid con dos espacios en uno: Tradición y Atelier
Cristalería de otros siglos, una biblioteca de jamones, aceite de oliva y vino, una masa madre de 90 años y dos cocinas: una de vanguardia que aspira a los máximos reconocimientos y otra tradicional con platos de arraigo. Una de las grandes aperturas de la temporada en el Madrid gastronómico tiene un nombre propio: Ramón Freixa.
Ubicado en el número 24 de la calle Velázquez, no hay día que entre las mesas de su nuevo espacio madrileño abierto este verano no haya una personalidad. “Es por la cocina tradicional. Todo el mundo tiene ganas de ella y en Madrid, aunque hay grandes restaurantes, faltaba uno que uniera esa cocina con un local glamuroso”, dice el cocinero Ramón Freixa (Barcelona, 54 años) antes de mostrar orgulloso su local.
Freixa despertó sus sentidos de niño en la panadería de sus abuelos de un pequeño pueblo catalán, donde comenzó a preparar sus primeros postres. Creció en el restaurante barcelonés de sus padres, El Racó d’en Freixa, del que más adelante se hizo cargo, y acaba de crear el establecimiento con el que siempre soñó. “He logrado reunir tradición y vanguardia”, dice con una sonrisa mientras baja las escaleras. Y lo ha hecho en 600 metros cuadrados divididos en dos espacios.
En la parte de abajo, se encuentra Ramón Freixa Atelier, un elegante restaurante gastronómico que parece un templo de recogimiento creado por el artista James Turrell, y cuya cocina aspira a recuperar las dos estrellas que perdió al cerrar su restaurante en el Hotel Único. En la parte de arriba está Ramón Freixa Tradición, una casa de comidas digna del nuevo barrio de Salamanca, ese entramado de calles señoriales que Freixa siente como su casa y de las que confiesa que le cuesta salir. “La zona del Bernabéu me parece lejos”, dice entre risas.
Lo que sí ha visitado varias veces este año ha sido el rastro madrileño. Allí ha comprado las antigüedades que expone en los espacios decorados por Alejandra Pombo, donde cristalería vintage se mezcla con recuerdos familiares. “Por eso, aunque es un restaurante nuevo, tiene ese punto de la alacena de la abuela”, afirma. Cacharros de cobre con los que cocinaban en El Racó d’en Freixa conviven con una presa de carne, un precioso carro caliente y cuadros de Saura y Vives Fierro, todo traído de Barcelona. “Hubo un tiempo en la Barcelona de los noventa que toda la burguesía de Via Veneto o Florian —restaurantes míticos de los que solo sobrevive el primero— tenían un Vives Fierro. Mis padres le encargaron dos al pintor para su restaurante”, cuenta. Ahora, le arropan todos esos recuerdos de los que se ha querido rodear. “Los miro y me parece regresar a ese restaurante en el que estaban mi madre y mi padre mandando y yo enredando, y me siento en casa”.
Pregunta. ¿Cómo le gustaría que se hablara de su restaurante?
Respuesta. Me encantaría que se convirtiera en una casa de referencia. Que la gente diga “vamos donde Ramón” porque sabe que se puede comer a las seis de la tarde sin que nadie te mire mal, pues tenemos cocina ininterrumpida de 13 a 23.30 horas. Quiero ser como Pitila, la madre de Sacha, cuando te recibía en su restaurante. Transmitir esa sensación y hacer una hostelería muy personal de estar y compartir, que es lo que enriquece esta profesión.
P. ¿Algo que en su casa dijera que nunca iba a estar y se haya comido sus palabras?
R. Nunca pensé que tendría un botijo y para el maridaje de Atelier, para servir una ratafía, nos ha hecho uno un artesano de Talavera de la Reina.
P. ¿Cuál es para usted el mayor signo de educación?
R. Dar las gracias. Yo estoy agradecido a mis clientes, que con todos los restaurantes que hay me han elegido a mí, y por eso nos volcamos en ellos. Otro signo de educación es la puntualidad. Soy de los que llego cinco minutos antes.
P. ¿Cuántos años lleva trabajando mano a mano con su marido, David del Castillo?
R. No tantos. Primero fue mi agente, luego mi novio, después mi marido y las cosas se han ido encajando. Somos un tándem que funciona muy bien y David tiene un papel crucial en la empresa: lleva toda la parte de números y de gestión que a mí me aburre. En Barcelona era de lo que se encargaba mi madre porque mi padre estaba en la cocina. Cuando llegué al hotel Único en Madrid, esa parte no dependía tanto de mí, pero ahora los números son importantes y tienen que estar ordenados porque Ramón Freixa es un barco muy grande.
P. Con un local de 600 metros cuadrados en el barrio de Salamanca, ¿cuántas veces le han preguntado lo que han invertido aquí?
R. Ja, ja, ja. ¡Muchas! Y de verdad no lo sé. Solo sé que mucho porque soy gastón y disfrutón.
P. ¿Y las cuentas salen?
R. Tendrán que salir. No hay inversores, estamos solos con el banco.
P. ¿Cuál es su mayor miedo como cocinero?
R. Que devuelvan un plato. Esto es como una obra de teatro. Al recitar se te puede olvidar un día un verso y si sucede en una ocasión no pasa nada porque puedes fallar tú o puede que no esté al gusto de lo que el cliente espera. En cocina tradicional pasa más porque todo el mundo tiene en mente la croqueta de su madre, mientras que en la de vanguardia no hay referentes.
P. ¿Y cómo eran las croquetas de su infancia?
R. Las de mi abuela eran las peores que me he comido en mi vida: apelmazadas, secas, las hacía de la carne de cocido y no eran ni cremosas. No estaban buenas. Me gustaban más las compradas que las que hacía en casa.
P. ¿Algo que se le atragante?
R. La mala educación. No puedo.
P. ¿Ha echado a alguien alguna vez de su restaurante?
R. Por educación nunca, pero sí he dicho que, por favor, no volviera porque no era el estilo de cocina que le iba a gustar. Si a mí no me va el heavy metal, no voy a ver AC/DC. No hay que ser masoca.
P. ¿Un plato que le haya acompañado desde el principio?
R. Cuando llegué a Madrid me traje los canelones. Después solo los teníamos en el catering y ahora, de nuevo, los ofrecemos en la carta de Tradición y son de lo más vendido. Luego, en Atelier hay platos que van evolucionando como el estudio del tomate, que llevo 19 versiones y cada año es distinta. Pero le tengo poco arraigo a los platos, olvido mis propias creaciones. Intento resetear porque, si no, no evolucionas. El otro día me enseñaron un plato de hace 15 años y dije que no era mío, que yo no podía haber hecho esa guarrada que no me pegaba nada. Pero me enseñaron las fotos y me quedé calladito, claro. Ja ja ja.
P. Que los canelones de su padre sea lo que más se pida, ¿qué le hace sentir como cocinero?
R. Es que no hay otros. Son excelsos. Es nuestro plato icon y un restaurante debe tener platos donde la gente vaya solo por ellos. Además, todavía hoy, hago videollamadas con mi padre cocinándolos, y también el fricandó. Me dice: “Nen, enséñame con el móvil cómo está el chup chup”, y se lo muestro. Es fantástico tener unos padres con criterio, con cabezas mega lúcidas, y que estén ahí. Si les dejara, mi madre se pondría aquí a tomar comandas y organizar a la gente. Pero a eso ya han dedicado toda su vida, ahora que opinen y disfruten.
P. Usted que ha visto cómo ha evolucionado la gastronomía en las últimas décadas, ¿se imaginaba que los cocineros os acabaríais convirtiendo en celebrities?
R. Los cocineros no somos celebrities, vendemos felicidad y nos conoce la gente, pero somos los que cocinan. Tenemos un papel de altavoces del producto de calidad en España y eso puede llevar a la notoriedad, pero un cocinero no llena un estadio de fútbol, no es Sebastián Yatra.
P. Lo que sí acuden muchas celebridades a su restaurante. ¿Tiene salones privados?
R. En Tradición, sí. Y Atelier es un restaurante de diez plazas que lo puedes privatizar.
P. ¿Le han pedido alguna extravagancia en los privados?
R. En este todavía no. Pero no te voy a contar ninguna anterior porque los caballeros no tenemos memoria. Y lo que pasa en Ramón Freixa, se queda en Ramón Freixa. Ja, ja, ja.
P. ¿Cómo ha evolucionado su clientela estos años?
R. Madrid ha cambiado muchísimo. En Barcelona escuchaba aquello de que el mejor puerto de mar está en Madrid, y cuando llegué hace 16 años lo entendí al ver las grandes marisquerías. Las tabernas han evolucionado, pero siguen existiendo lugares como El Doble, el mega bar de producto. Aunque aún no comprendo que para que un sitio triunfe tenga que tener servilletas de papel en el suelo.