Algunos libros de cocina enseñan a soñar, no a cocinar

El gran valor de recetarios como los de Elizabeth David es el de las grandes obras de literatura fantástica o mitología, no son los platos, por lo general impracticables en una casa sin servicio doméstico

FERNANDO HERNÁNDEZ / Getty

“Cualquiera que haya pasado un verano en la India recordará el famoso hotel de Nueva Delhi, donde se servía sopa de rabo de buey, estofado irlandés y pudin de melaza, amén de todos los curris habituales, durante todo el verano, con temperaturas que alcanzaban los cuarenta y tres grados centígrados. Servir sopa de tortuga, pudin de ciruela y champán para un almuerzo dominical en pleno mes de agosto en una villa costera sería, como mínimo, un incongruente desatino, pero se sabe que ha llegado a ocurrir.”¿Quién no ha pasado un verano en la India alojado en el icónico Imperial, meca del art déco?, ¿quién no consideraría un despropósito servir lenguado Véronique con uvas que no fueran muscat ottonel? Y, sobre todo, ¿quién no usa la expresión ‘incongruente desatino’ por lo menos tres veces cada día antes de desayunar? Cuestiones humorísticas derivadas de diferencias de clase aparte, nuestro corazón es y será siempre tuyo, reina Elizabeth David (1913 – 1992).

Nacida en una familia de clase alta, esta escritora gastronómica fue una mujer rebelde y adelantada a su tiempo. Con 18 años embauca a su familia, que lo único que espera de ella es que se comporte como una señorita y se case con un aristócrata, viaja a París con la excusa de aprender francés, y se apunta a una academia de teatro, donde conoce a un apuesto escritorillo de tres al cuarto, casado, del que se encandila. Con él se fuga a viajar en velero por el Mediterráneo, hasta que estalla la Segunda Guerra Mundial y ambos son encarcelados, acusados de espionaje, en Italia. Consiguen salir gracias a los contactos de la familia de ella en Inglaterra. Al poner los pies en la calle, nuestra ave alza el vuelo de nuevo, y esta vez aterriza en las islas griegas. Pero sabe que su vida de viajes y aventuras sólo podrá seguir adelante bajo el paraguas-coartada de un buen matrimonio, así que deja atrás al dandi francés y se casa con un aristócrata inglés. La invasión alemana en 1941 les expulsa de Grecia y se trasladan a Egipto, donde ella consigue un puesto como directora de biblioteca en El Cairo, a sueldo del gobierno británico.

Animal salvaje y poco amigo de las correas, David se divorcia y regresa a su Inglaterra natal en 1946 para encontrarse con el panorama desolador del racionamiento de la posguerra. Consternada e indignada por el contraste entre la mala comida que se servía en las mesas de Gran Bretaña y los ágapes suculentos, coloridos y poblados de ingredientes frescos a los que se había acostumbrado en Francia, Grecia y Egipto, nuestra intrépida aventurera protagonista se pone a escribir.

El fragmento inicial que he transcrito proviene de Cocina de verano, uno de sus maravillosos libros, publicado originalmente en 1955 y editado en castellano recientemente por Debate. Lo que hace maravillosos sus libros no son las recetas, por lo general impracticables en una casa sin servicio doméstico, sino las descripciones evocadoras y las anécdotas curiosas que adornan las fórmulas. El placer que obtenemos al leer estas obras no viene tanto de la cocina que proponen, sino de paladear con la imaginación, desde el sofá de casa o el asiento del tren, lo que se siente navegando a bordo de una faluca que se columpia suavemente al ritmo melindroso de las aguas del Nilo durante las celebraciones del Sham el Nessim, con la llegada del viento de los céfiros que trae consigo la primavera y hace florecer los lirios de agua, mientras sirvientes árabes ofrecen hojas de parra rellenas de arroz aromático en bandejas de cobre, y cuencos con frutas maduras entre trozos de hielo cortado a cuchillo. La receta del sándwich de rosbif que suele venir después de una rapsodia de este tipo es la descripción de un bocadillo de carne de ternera hecha con una parte muy concreta del animal, asada durante largo rato, marinada con una combinación de especias muy precisa, reposada, finamente cortada, servida entre dos rebanadas de pan untadas con crema de mantequilla atemperada, mostaza y pasta de rábano picante.

El lector medio se debate entre pedir lomo con queso o beicon con queso cuando va al bar y, en realidad, más que hacer ese sándwich de rosbif, lo que quisiera tener es una vida proclive al florecimiento de expresiones eduardianas como “exquisito” o “deseo irrefrenable”. Una cotidianidad que incluyera tenues brumas matutinas, caballeros impetuosos, sombreros grandes, rubor en las mejillas, tarta de ruibarbo y una fuerte atracción por todo lo concerniente al imperio otomano. No son tanto las recetas de cocina, sino la tranquilidad financiera, el tiempo libre, una casa grande con un jardín con árboles frutales, buganvillas, hortensias, geranios, un gato elegante y de porte despectivo y un perro grande, leal y faldero, que yazca a los pies de la mecedora mientras leemos en el porche. Tener horas de sobra para dejar vagar el pensamiento y escuchar a los pájaros, hojear la prensa, usar una regadera y un rastrillo, y tener un grupo de amigos a los que invitar a menudo a cenar al fresco, y, en una de estas cenas, a la luz coloreada de farolillos colgados en un cordel atado a las ramas de dos cerezos, sosteniendo una copa de coñac, proponer si no sería fabuloso, el año que viene, hacer un crucero en faluca por el Nilo.

El gran valor de recetarios como los de Elizabeth David es el de las grandes obras de literatura fantástica o mitología, la capacidad de tomar las pequeñas cosas que ya conocemos y devolverles la riqueza de significado que ha quedado oculto por el velo de la familiaridad. Porque un bol de arroz basmati hervido es un bol de arroz basmati hervido. Pero no sabe igual si uno cierra los ojos y se deja llevar por la voz de la escritora hasta El Cairo.

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