Con la cultura también se come
Quizás en un futuro no muy lejano, la educación de una sociedad acabará midiéndose por el legado cultural que conserven sus platos
En esta actualidad cosida con primicias efímeras, en ocasiones el día regala un titular tan prolífico que saca lo cotidiano de su transitoriedad. “Con la cultura no se come”, se despachó hace años un ministro de Finanzas italiano, legando un argumento a la ignorancia, como si le hiciesen falta demasiados argumentos. Más allá de los datos de la Unesco que contradicen esta idea, es llamativo que, frente a esa realidad que dibuja un futuro oprimido por una eficiencia tecnológica, no se tenga claro que las industrias creativas pueden constituir un motor de desarrollo económico y social crucial.
Las actividades de contenido cultural, artístico o patrimonial, que comprenden desde la música hasta el cine, pasando por las artes escénicas, el mundo editorial, la televisión o la publicidad, antes de la pandemia representaban el 2,6% de la riqueza mundial y daban trabajo a millones de personas. “Que hagan un bocadillo de cultura, comenzando por La divina comedia”, afirmó Giulio Tremonti, eludiendo que cada vez que disfruta de una parmigiana de berenjenas o un stracotto al barolo está comiendo todo ese conjunto de modos de vida y costumbres, conocimientos y grado de desarrollo artístico, científico e industrial que engloba lo que se conoce como cultura.
En 2010, la Unesco declaró la gastronomía mediterránea patrimonio cultural inmaterial de la humanidad, lo que implica situar a la cocina en el mismo lugar que la lengua, la literatura, la música o la artesanía. Esquivar el hecho de que tras una variedad de uva, una raza de oveja o una receta hay una intervención remota, oculta bajo capas de tiempo, que ha propiciado que sean de esa y no de otra manera determinada, silencia su importancia ancestral, menospreciando su vigencia como fragmento patrimonial de la comunidad que las preserva.
No obstante, considerar la comida como cultura es una idea reciente, coetánea de otro suceso insólito, consistente en rebasar la creencia histórica de que si nutre, es alimento. Hoy día masticamos cosas que colman necesidades que se desentienden de ese aspecto nutricional. Todo ello en un momento en que las tradiciones culinarias pesan cada día menos y las costumbres cambian con más agilidad que antes.
A lo largo de los siglos, lo que caía en el plato ha ido mutando con la incorporación de nuevos ingredientes y métodos técnicos que han desplazado los códigos referenciales que vibraban en la memoria colectiva. Se tiende a pensar que los hábitos culinarios varían poco, que están sujetos al paladar con pernos ancestrales. Sin embargo, la evidencia prueba que en muchos lugares las materias primas básicas imperantes no son las mismas que se consumieron hace tan solo unas décadas.
En el último siglo, se ha pasado de llevar una dieta austera, a base de pan, patatas y leguminosas, a otra mucho más variada, con presencia de carne, lácteos, huevos y azúcar. Basta señalar cómo en nuestros días un pote gallego no se concibe sin compango, si bien en los textos de principios de siglo XX firmados por Emilia Pardo Bazán y Manuel María Puga y Parga se describen varias recetas de caldos gallegos sin condimento cárnico alguno.
Según la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), en sus siglas inglesas), en los últimos cien años, en el planeta se han perdido cerca de mil razas de animales domésticos que en el pasado se producían para consumo humano, lo que prueba que el proceso evolutivo se ha fundamentado en el cambio de cantidad por calidad, genética, al menos. Un pulso alentado por la modificación de los modos de vida, los nuevos comportamientos de los consumidores, el recorte del gasto en alimentación, la concienciación con la sostenibilidad del planeta y el surgimiento de nuevas tendencias que dibujan un horizonte de proteínas cultivadas en laboratorio, promovido por firmas de capital riesgo que huelen negocio venidero mientras la FAO alerta de la trascendencia de preservar la riqueza de una diversidad que la biotecnología no podrá remplazar.
Opinaba el premio Nobel de literatura John Steinbeck que por el grosor del polvo en los libros de una biblioteca pública puede medirse la cultura de un pueblo. Quizás en un futuro no muy lejano, la educación de una sociedad, la calidad de la formación de sus ciudadanos, se acabará midiendo por la cantidad de genética cultural que conserven sus platos. ¡Quién sabe!
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