Un bikini no es un sándwich mixto
Puede tener los mismos ingredientes, puede saber igual, pero no es una copia, sino el resultado de esta historia sensacional
¡Feliz día mundial del sándwich! Hoy, 3 de noviembre, se celebra el noble arte de bocadillear con pan de molde, en honor al nacimiento no de quien lo inventó, que esto de comer cosas entre pan y pan es tan viejo como el pan mismo y aquí tendríamos que remontarnos a egipcios y sumerios, sino de quien lo popularizó: el IV conde de Sandwich, John Montagu, que aparte de desempeñar cargos políticos y militares de envergadura en la Gran Bretaña del siglo XVIII, fue un feroz aficionado a las timbas de cartas y a las apuestas. Cuenta la leyenda que sus partidas podían alargarse días enteros y, con tal de poder seguir comiendo sin abandonar la mesa ni ensuciar los naipes, el conde se acostumbró a pedir a sus criados un par de rebanadas de pan para llevarse la carne de la cena a la boca. Él popularizó esta costumbre entre los miembros de la alta sociedad, de quienes vivía rodeado.
Lord Montagu fue en su momento lo que hoy en día es una celebrity subiendo una story a Instagram con un truco gastro: un modelo a seguir para la plebe, que a partir de entonces no es que empezara a consumir algo que antes no existiese, sino que lo rebautizó y se sintió orgullosa de pedirlo y de mostrarlo. Le confirió estatus. Los mecanismos de la modernidad presente son tan viejos como las montañas. Si echan una ojeada, verán que Lord Sandwich nació el 13, y no el 3 de noviembre de 1718, pero como ese día ya estaba ocupado por la celebración de la bondad y del enoturismo, supongo que alguien decidiría en algún sitio recolocar el tema del emparedado.
Cinco son, quizás, los sándwiches más famosos del mundo: el Club, el cubano, el sándwich de atún, el Croque-monsieur y, cómo no, el mixto. Pero hoy yo vengo a cantarle loas al bikini.
Mi (pan)egírico incluye bombas atómicas, escándalos públicos, ombligos al sol, noches de fiesta y grandes cantidades de queso fundido.
Sitúense en el uno de julio de 1946, un año después de los bombardeos atómicos de Hiroshima y Nagasaki. Ese día, artefactos explosivos llueven del cielo sobre un pequeño atolón de arrecifes de coral en las Islas Marshall, donde el Gobierno estadounidense de Truman hace pruebas nucleares. El nombre de una de esas pequeñas rocas en medio del mar es un combinado de las palabras “superficie” y “coco” que, en una lengua local malayopolinesia, suena como algo cercano a Bikini.
Cinco días más tarde, en la otra punta del globo, el desfile de modelos programado en el gran hotel Melitor de París está a punto de suspenderse porque ninguna modelo profesional se atreve a lucir el traje estrella del evento en público. Su diseñador, Louis Réard, se dispone a presentar en sociedad el traje de baño de dos piezas más pequeño de la historia, hecho de sólo 76 centímetros cuadrados de tela, que deja ombligo y glúteos a la vista, y hasta tal punto es consciente del escándalo que está a punto de provocar que bautiza su creación con el nombre de Bikini, el mismo del atolón que lleva días copando las principales cabeceras de la prensa internacional. Es Micheline Bernardini, una stripper de casino de 19 años, quien pasa a la historia por ser la primera mujer en vestir un bikini en público. ¡Efectivamente, la prenda fue una bomba que revolucionó el mundo de la moda para siempre!
Cuando en 1953, siete años después, cuatro emprendedores de origen belga deciden aterrizar en la avenida Diagonal de Barcelona y abrir una nueva sala de fiestas que incluye sala de baile, juegos, terraza, restaurante y minigolf, el nombre que eligen tiene que estar a la altura del escándalo y la sacudida que quieren causar en las noches barcelonesas. Con más vista que un gavilán y más listos que el hambre, los empresarios bautizan la que rápidamente se convierte en la sensación de las noches barcelonesas como Sala Bikini.
La carta de tentempiés de la barra del local está llena de los grandes éxitos internacionales del momento más cosmopolitas, pero el uso de lenguas extranjeras para promocionarlos no está nada bien visto en pleno franquismo y eso es un problema a la hora de bautizar su particular versión simplificada, adaptada a la cocina rudimentaria de un bar, del croque-monsieur francés, el legendario sándwich de jamón y queso gratinado con bechamel, así que deciden llamarlo, simplemente, “el bocadillo de la casa”.
El sándwich se hace tan famoso como la sala de fiestas y la voz corre como la pólvora. Sus clientes revolotean por Barcelona pidiendo en todas partes que les hagan “el bocadillo que hacen en Bikini” o “el bocadillo de Bikini”. Y así es como esta bomba de disfrute llega a las cenas de viernes catalanas de poca faena y mucha vida del presente, bajo el nombre de bikini.
Un bikini no es un sándwich mixto. Puede tener los mismos ingredientes, puede saber igual, pero no es una copia, sino el resultado de una historia sensacional particular. Como dice bellísimamente Pep Antoni Roig, el bikini es un poco la magdalena de Proust de los catalanes, una forma gastronómica de rememorar la infancia: “El bikini es igual que el Dalsy, que no se olvida, y a la vez la antítesis del flúor, a quien nadie añora.”
Lo dicho: ¡Feliz día mundial del sándwich!
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