Goodreads, Letterboxd: cómo las plataformas de reseñas se convirtieron en la biblioteca de los veinteañeros

Estas webs se han convertido en parte fundamental del acervo cultural de los veinteañeros, igual que la acumulación de cine, música o literatura en formatos físicos lo fue antaño

Roberta Vázquez

Maria Rubio, guipuzcoana de 23 años, ha ido al cine con tres amigos. Tras terminar la película, lo primero que hacen es comentarla, como todos. Después salen y se lían un cigarro porque “se fuman encima”. Y, por último, como si fuera un ritual, Maria se pone el pitillo entre los labios, coge el móvil y puntúa la película en una aplicación de reseñas. El resto espera a llegar a casa para hacerlo y así pensarlo bien. No se trata de una cadencia aritmética más como las que contabilizan pasos, calorías u horas de sueño. Es, literalmente, su filmoteca. ...

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Maria Rubio, guipuzcoana de 23 años, ha ido al cine con tres amigos. Tras terminar la película, lo primero que hacen es comentarla, como todos. Después salen y se lían un cigarro porque “se fuman encima”. Y, por último, como si fuera un ritual, Maria se pone el pitillo entre los labios, coge el móvil y puntúa la película en una aplicación de reseñas. El resto espera a llegar a casa para hacerlo y así pensarlo bien. No se trata de una cadencia aritmética más como las que contabilizan pasos, calorías u horas de sueño. Es, literalmente, su filmoteca. Su único anclaje fijo en la sociedad líquida.

Las aplicaciones de reseñas se han convertido en parte fundamental de la identidad cultural de la generación Z. Goodreads, la aplicación de reseñas de libros propiedad de Amazon, cuenta con más de 150 millones de usuarios según la editorial Penguin; Letterboxd, su homóloga para cine, pasó de 1,8 millones de usuarios antes de la pandemia de la covid-19 a más de 14 millones en la actualidad, según Los Angeles Times. Ninguna da cifras relativas a la edad de sus miembros, pero ambas admiten que gran parte son zoomers: aquellos que adoptaron ambas plataformas como sus propias bibliotecas y filmotecas.

Rubio está haciendo un doctorado y hasta ahora no ha podido asentarse. Cuenta los años por mudanzas: siete en los últimos siete años por cuatro ciudades diferentes, una cada 11 meses. Tener una estantería llena es demasiado equipaje. Durante este tiempo ha usado Goodreads para anotar todos los libros que ha ido leyendo. Los trata con mimo: los puntúa, los fecha con el día en que los terminó y guarda aquellos que quiere leer próximamente. Son sus libros y, como tal, los cuida. “Estas aplicaciones son mis pequeños diarios, en los que guardo cosas de las que tal vez luego no me acuerdo. Es una cosa tan íntima que me la guardo para mí. Apenas tengo seguidores, no me importa el estatus”, afirma. En Instagram tiene más de 1.500 seguidores, en Goodreads no tiene ni 20. De los casi 200 libros que tiene apuntados en la aplicación, físicamente no posee ni 20. No puede guardarlos.

La antropóloga Sandra Fernández, autora de ¿Qué es una cosa? Lecturas para una antropología material y profesora en la UNED, considera que no se han dejado de acumular estos productos, sino que ahora también se acopian intangiblemente. La democratización de internet y la evolución del capitalismo de consumo de bienes a un consumo de experiencias ha propiciado que no se necesite tener películas, canciones, fotos o libros físicos, pues se pueden disfrutar digitalmente. A diferencia de la “generación VHS-CD”, los más jóvenes no gozan de sueldos estables o de un hogar fijo, y viajan más, circunstancias que han favorecido, según la profesora, el consumo de estos “intangibles”.

María Iglesias (Salamanca, 24 años) oposita a fiscal, escribe desde que era pequeña y aún guarda todo lo que redactó. Usa la escritura para lidiar con los duelos. Cuando era más joven utilizaba libretas, pero con los años migró a las notas del móvil y, por derroteros del camino, acabó haciendo lo mismo con las películas, canciones y libros que consumía. No solo por comodidad. Cree que este tipo de redes sociales son “la cara A del disco; la parte saludable”. En ellas, dice, se divierte, encuentra más originalidad que en otras plataformas y sigue escribiendo. Pero matiza: “Escribir en el móvil es un tobogán para la pérdida. Acumulo digitalmente porque no tenemos espacios físicos para nuestros recuerdos. Desearía más estanterías y menos nube”.

No se vende el producto, se vende la emoción. La socióloga Eva Illouz lo define en Intimidades congeladas y Capitalismo, consumo y autenticidad (ambos de Katz Editores) como emodity (unión inglesa de “emoción” y “mercancía”). Como el consumo y la vida emocional se entrelazan y las mercancías facilitan la experiencia de emociones, estas se convierten en mercancías.

Cristina Guerrero, burgalesa de 24 años, es fotógrafa e imparte clases de arte. Empezó a usar estas plataformas en la universidad. En ellas compartía contenido, pero “sin ser solo un almacén, era un espacio de intercambio”. De todas las películas que ha visto desde entonces, no tiene una sola sin valorar (lleva ya 898). Confiesa, no obstante, que las reseñas y puntuaciones que publica y las listas que guarda son una “desconfianza” hacia su memoria. Al no poder tener su estantería llena de cedés, tiene Spotify (le pasa lo mismo con cualquier otro producto cultural). Organiza todo ahí mismo, pero lo hace con el “anhelo de lo físico”.

Sandra Fernández resalta también que un rasgo importante para entender el auge de estas plataformas es: “Compramos o consumimos [objetos o experiencias] no solo por lo que son, sino por lo que identifican”, lo que también aplica a estas aplicaciones. Para la profesora, estas redes funcionan como parte de la “estetización del yo” o, lo que es lo mismo, quién es uno y cómo lo presenta a los demás.

Francesca Rosi (Florencia, Italia, 25 años) estudia Arte, y suscribe lo anterior, pero lo define de otra forma: “Es mi microhábitat, mi perspectiva, mi elección, mi propio puesto avanzado de investigación del mundo exterior”. Para Rosi, utilizar estas aplicaciones no es solo personal, sino político. Considera que al hacerlo rompe la velocidad del consumo artístico [”que es olvido”], y que al hacer listas, como “para escuchar en el desayuno”, ordena un universo caótico.

Al preguntarle por sus recopilaciones, recurre a Agnès Varda y responde que son necesarias.

—¿Por qué?

—Por protegerme.

—¿De qué?

—Del vacío.

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