Jóvenes que deciden quedarse en el pueblo para elaborar vino
Una nueva generación de viticultores elige trabajar duro en el campo y embotellar la mejor expresión posible de su tierra
“El número nueve es el nuestro”, susurró José al oído de Vicky tras llevarse a la nariz todas las copas de la primera batería de vinos. Su Cóncova se estaba midiendo con algunos de los mejores tintos de Rioja. La cata era un sueño: 20 vinos examinados a ciegas por sus autores a partir de las puntuaciones de un prestigioso crítico británico durante su visita anual a la región.
A sus 31 y 32 años, José Gil y Victoria Fernández, Vicky, eran los más jóvenes y novatos de la reunión. Tercera generación de viticultores de San Vicente de la Sonsierra, un pintoresco pueblo de 1.000 habitantes de La Rioja encaramado a un cerro a orillas del río Ebro, José siguió los pasos de cualquier chico de su edad. Tuvo que cursar secundaria y bachillerato en municipios más grandes y acabó estudiando un grado superior de Enología en Logroño para incorporarse a la bodega familiar. Allí se encargaba de hacer el vino blanco y el clásico tinto de cosechero de maceración carbónica, pero veía viñas que podían contar mucho más. En 2016 se animó a elaborar con su nombre; seleccionó parcelas concretas y envejeció los vinos en un viejo calado que había comprado y arreglado en la parte alta del pueblo, a los pies del castillo.
Su visión era diferente. Como muchos productores de su generación, se inspiró en Borgoña para mostrar los terruños que había ido conociendo desde niño. En la base, un vino de pueblo para el que mezclaba parcelas de distintas zonas de San Vicente y, por encima, las viñas que más le enamoraban. Todo muy modesto: no logró ir mucho más allá de 1.000 botellas. La cosecha de 2017, marcada por una terrible helada, fue un año en blanco, pero 2018, una vendimia fresca y de maduración lenta, le permitió dar el do de pecho. Y 2019 confirmó las buenas impresiones.
La Cóncova, su particular grand cru, es pura magia: fruta crujiente, hierbas evocadoras de paisaje y una combinación casi perfecta de delicadeza y energía. Había elegido una parcelita centenaria con bastante presencia de garnacha y algunas cepas de blanco junto a la tempranillo dominante en la zona que vinificó de forma conjunta. El paraje, de cierta altitud, está alineado con una cota más baja de la sierra de Cantabria que lo deja expuesto a los vientos del norte. Aunque esto supone un riesgo y más trabajo en viña, también es un salvoconducto de frescura en la era del cambio climático. Los suelos, de arena sobre roca arenisca, son poco profundos y tienen vetas de carbonato cálcico que José cree que aportan un carácter especial al vino. Conocer e interpretar estos pequeños detalles son clave para elaborar un gran vino.
Vicky entró en la vida de José hace solo tres años. Uruguaya de nacimiento, le gusta el vino desde siempre. “En casa teníamos una parra de uvas de vinificación, que saben diferente a las de mesa. Ahora he recuperado ese sabor”, sonríe. Trabajar en el mundo de la hostelería en el País Vasco reforzó su afición. A José lo conoció tomando vinos y pinchos en la calle del Laurel de Logroño y en junio de 2019 ya estaba instalada en San Vicente de la Sonsierra.
Lo que más le sorprendió a su llegada fue el arraigo a la tierra. “Es uno de los pueblos en los que más se cuidan las viñas y además aquí los jóvenes beben vino”. Desde el principio quiso ayudar en todo: utilizando contactos de antiguos proveedores para distribuir los vinos, afinando el diseño de las etiquetas y también en campo y bodega, sin importarle la dureza del trabajo. “Lo he vivido desde la felicidad”, cuenta. “José ama las viñas y lo explica todo con mucha emoción. Tiene confianza en mí. Desde el principio me puso a hacer las tareas más difíciles, como la poda, que aquí están reservadas a los hombres, y me animó a llevar el tractor”. Frente al machismo imperante, Vicky está rompiendo estereotipos. Este año ha conseguido que algunas amigas se animen a trabajar en las viñas. “Se han dado cuenta de que ser mujer de campo mola”.
La pasión que destila la pareja se refleja en su Instagram, un animado diario de la vida del joven viticultor, con trabajo duro, pero también viajes, tiempo para disfrutar con los amigos e ilusiones. Han recibido propuestas para gestionarles las redes de una manera más “ordenada’', pero Vicky se niega: “Queremos enseñar la autenticidad del vigneron en el campo. Que nuestra cuenta tenga alma”.
Para ellos y para muchos otros jóvenes productores el vino es un estilo de vida. Los conecta con la tierra, es el elemento en torno al cual han tejido una red de amistades como nunca habrían podido imaginar, el líquido que más sed de conocimiento les provoca y el que los impulsa a viajar (¿acaso no se puede recorrer medio globo terráqueo sin dejar de pisar viñas?).
Hay historias como la de José y Vicky por doquier. De Galicia, Bierzo o Arribes a la propia Rioja; las regiones del Mediterráneo, incluida Baleares, que están en pleno proceso de reinvención; Canarias, Jerez, además de las áreas más anónimas de Castilla-La Mancha.
Lo que ha cambiado es la conciencia de grupo. En mayo de 2016, pocos meses antes de que José Gil se lanzara a elaborar sus propios vinos, Rioja acogió el I Encuentro de Viticulturas, un foro de debate sobre el mundo rural y los grandes viñedos españoles. La reunión, celebrada en la Granja Nuestra Señora de Remelluri, una finca de larga tradición vitícola a los pies del monte Toloño, sirvió para escenificar un vínculo entre los pioneros en la defensa del terruño en España, como el propio anfitrión, Telmo Rodríguez, y las nuevas generaciones que estaban aupando al mapa de los vinos finos zonas como Gredos (Comando G), Canarias (Envínate, Suertes del Marqués…), Baleares (4 Kilos) o cambiando el rumbo de denominaciones consolidadas como Ribera del Duero (Jorge Monzón) o Priorato (Familia Nin Ortiz).
Acudieron también muchos de los miembros de Rioja ‘n’ Roll, un grupo de productores que habían hecho piña para contar el vino a su manera y llamar la atención sobre sus bodegas de dimensión humana, su apego al terruño y a lo rural. Aunque sus integrantes han ido variando con el tiempo, el grupo fundacional (Artuke, Tentenublo, Olivier Rivière, Exopto, Sierra de Toloño, Barbarot, Alegre & Valgañón y Laventura) estaban firmando ya (o lo haría en los años posteriores) algunas de las etiquetas más refrescantes y seductoras de la denominación.
Entre el público más anónimo, que no menos entusiasta, figuraban José Gil y su amigo Miguel Eguíluz, de Bodegas Cupani. El Encuentro de Viticulturas marcó un punto de inflexión en su visión del mundo del vino. “Nos dimos cuenta de lo importante que era compartir, confraternizar con otros productores y remar en la misma dirección”, recuerda José. Por aquella época tenían un grupo de cata con otros compañeros que habían bautizado como Martes of Wine en el que, poco a poco, las reuniones dejaron de ser meras catas a ciegas en las que se retaban a adivinar variedades, regiones de origen, añada o productor. Empezaron a apoyarse a la hora de adquirir materiales de bodega y de buscar importadores, a visitar juntos otras zonas vinícolas o a invitar a profesionales del sector para aumentar sus conocimientos sobre distintos temas. Lo siguiente que tienen en mente es organizar talleres formativos y ayudar y motivar a otros pequeños viticultores para que recorran un camino que conocen muy bien. “Despertarles el gusanillo por este mundo y ayudarlos a encontrar qué tiene cada uno de especial: una viña, una historia”, puntualiza Eguíluz.
Esta camaradería, el intercambio de conocimiento y las ansias de viajar los diferencia de la generación de sus padres. Sin tener aún ningún vino en el mercado, Álvaro Loza, por debajo de los 30 años, lleva varios años encadenando vendimias en distintas regiones francesas, California, Australia o Sudáfrica, y en 2021 ha hecho doblete en Champagne y Rioja. No puede ocultar a qué se dedica: llega a la sesión de fotos con las manos manchadas de vino, pero está orgulloso de ello.
La experiencia es diferente para quien empieza de cero (comprar viña en algunas regiones es misión imposible) frente a los jóvenes que vienen de familias de viticultores y cuentan ya con algunas parcelas. En este caso, el problema es el salto generacional. Con cinco hectáreas de viñedo propio y una más arrendada, José y Vicky han decidido independizarse. Ricardo Fernández, de Bodegas Abeica y el benjamín del grupo con 25 años, reunió un día a su familia para explicar que quería cambiar cosas y hacer otro tipo de elaboraciones. Le dieron un sí rotundo, y aunque en la primera vendimia a su cargo todos temblaron porque nunca se habían recogido las uvas tan temprano, el resultado gustó a todos.
La mayoría son proyectos pequeños —a menudo lo que una familia sola o con algo de ayuda puede trabajar— que luego tendrán que encontrar su hueco en el entramado más o menos complejo de sus respectivas regiones o denominaciones de origen.
Con un enorme respeto por los productores icónicos de San Vicente como Benjamín Romeo, la familia Eguren o Abel Mendoza, José Gil cree que la tarea de su generación es llevar la complejidad de los paisajes del municipio a la etiqueta. “Y hacer pueblo”, dice. “Si nos van bien las cosas, podríamos contratar a un par de parejas para que haya dos familias más viviendo del vino en San Vicente”. Con un bebé en camino, Vicky y José ven su futuro unido a una tierra en la que también quieren plantar viña. “Nos hemos dado cuenta de que el sitio puede ser más importante que la edad de las cepas”.
Sin nombres ni apellidos que distrajeran el juicio de los catadores, el número nueve fue uno de los vinos favoritos en la sesión que enfrentó a algunos de los mejores tintos de Rioja. Destacó, probablemente, por la energía con la que el paisaje emergía de la copa y la elegancia con la que se reafirmaba en el paladar. El relato certero de un lugar encapsulado en botella.