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La palabra inocentes

Confiábamos en nuestra capacidad de descubrir la falsificación. La IA y sus productos lo complican mucho

Mañana es ese día. Sí, mañana es el día en que los mentirosos tienen piedra libre, el día en que se puede decir la mentira más gorda y más florida. Mañana es el día, como todos los días pero con coartada: que la inocencia te valga.

Mañana es el día de los Santos Inocentes porque, hace más de 2.000 años, un rey asustado hizo asesinar cantidades de niños —para tratar de conservar su poder— en el mismo lugar donde, hace más de dos años, un presidente asustado dio la orden de asesinar a tantos más niños para tratar de conservar el suyo. La historia no se repite pero se copia mucho.

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Mañana es ese día. Sí, mañana es el día en que los mentirosos tienen piedra libre, el día en que se puede decir la mentira más gorda y más florida. Mañana es el día, como todos los días pero con coartada: que la inocencia te valga.

Mañana es el día de los Santos Inocentes porque, hace más de 2.000 años, un rey asustado hizo asesinar cantidades de niños —para tratar de conservar su poder— en el mismo lugar donde, hace más de dos años, un presidente asustado dio la orden de asesinar a tantos más niños para tratar de conservar el suyo. La historia no se repite pero se copia mucho.

La corrupción de la memoria suele ofrecer resultados espectaculares; pocos, sin embargo, como este, donde la masacre de esos chicos se transformó en licencia para mentir. Y la clave está en la palabra inocentes y sus raras piruetas. Ya en latín era rara: innocens significaba el que no daña, in + nocens; con el tiempo, su significado se expandió en dos direcciones: por un lado fue el que no tiene la culpa, el inocente; por otro, el que no tiene astucia o experiencia, el inocente; el que no ha hecho ningún daño, el que puede fácilmente ser dañado. En esa confluencia hay toda una idea: que dañas o te dañan, ley de la selva celestial.

Esos niños que Herodes mandó asesinar eran inocentes de las dos maneras y, siglos después, la religión triunfante les dio un lugar en su calendario; al fin y al cabo, sus muertes habían salvado de la muerte al inventor de aquella historia. Nadie imaginaba todavía que, con el tiempo, los españoles —sólo los españoles y sus repetidores— se inventarían la costumbre de tolerar, ese día, los engaños que, supuestamente, otros días no. Mañana, aquí, se puede hacer lo que, en principio, nunca se puede.

(Siempre hubo carnavales, más allá del nombre que cada cultura les pusiese: unas fiestas, una vez al año, en que todo era al revés de lo que siempre era. Ese día los súbditos se reían de sus jefes, sus reyes, sus leyes; ese día servía para que los sometidos sintieran que el orden establecido era tan fuerte que hasta te permitía burlarlo: servía, entonces, para que lo siguieran soportando con renovados bríos.)

“Que la inocencia te valga” te dicen cada 28 de diciembre cuando te engañan con un engaño graciosito —una inocentada— y esa sencilla ceremonia proclama —quiere proclamar— que el resto del tiempo no te engañan. Así, los medios tomaron la costumbre y nos colaban una noticia falsa cada “Día de los Inocentes” como para decirnos que todas las demás, ese día, todos los días, eran verdaderas. El juego/ritual que lo consigue es simpático: ya desde chico aprendí que el 28 de diciembre había un engaño y debía detectarlo, y así leer el diario o mirar las noticias se volvía mucho más interesante, más intenso: una auténtica escuela de lectura. Leer es descubrir la trampa.

Por eso se me ocurrió, inocente de mí, hace muchos años, que el Gobierno de mi país de entonces debía promulgar una “ley del 28 de diciembre” que obligase a todos los medios a contener todos los días una noticia falsa. Se suponía que esto, a su vez, obligaría a los lectores a leer o escuchar o mirar los medios cada día con la misma sospecha con que los miramos cada 28 de diciembre: tratando de detectar la mentira, la falsificación. Iluso de mí: la evolución de los medios y los lectores y las sociedades hizo que, sin necesidad de ninguna ley, la gran mayoría empezara a leer así, buscando, desconfiando.

Pero cada vez se hace más difícil intentar una lectura crítica. Confiábamos —un poco— en nuestro discernimiento, nuestra capacidad de descubrir la falsificación. La IA y sus productos lo complican mucho; ahora, a menudo, la única diferencia que podemos establecer entre un vídeo verdadero y uno falso —las declaraciones de un personaje importante, por ejemplo— es que una persona o medio respetados —una “autoridad”— te garanticen que es auténtico. En síntesis: perdemos la posibilidad de juzgar por nosotros mismos y debemos entregarnos otra vez al juicio de “los que saben”. La posibilidad de una lectura crítica y autónoma de los medios es una de las primeras víctimas de la inteligencia artificial.

Lo cual nos obliga una vez más, como público, a confiar y creer. (Y nos obliga más aún, como periodistas, a conseguir esa confianza.) Tener que entregarse a la opinión de otro nunca es un buen mecanismo; parece ser, por ahora, el único posible, hasta que descubramos o inventemos las maneras de recuperar nuestra independencia crítica. Es urgente. Por desgracia, los que suelen inventar esas cosas están del lado de los que se benefician con el engaño. Más urgente aún: que entendamos que ese es, ahora, el campo de batalla.

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