Ayer me cocí y hoy estoy empanado: sobre la cocina y las palabras
Todos somos particulares con la comida, y tiene lógica que lo seamos con la manera de referirnos a ella
No hace tanto tiempo, en una visita real al Reino Unido, la sangre estuvo cerca de llegar al Támesis. El palacio de Buckingham pasó al embajador de España el menú de la cena de Estado y nuestro hombre en Londres, al ver que no estaba previsto ningún vino español, a punto estuvo de llamar a la Armada. Al final, el embajador consiguió que no todos los vinos fueran franceses. Pero no logró evitar que el menú fuera en francés.
Es posible que la propia Isabel II, entonces reinante, fuera partidaria de esta costumbre: la suya fue una de esas educaciones en las que el caballo o el francés eran...
No hace tanto tiempo, en una visita real al Reino Unido, la sangre estuvo cerca de llegar al Támesis. El palacio de Buckingham pasó al embajador de España el menú de la cena de Estado y nuestro hombre en Londres, al ver que no estaba previsto ningún vino español, a punto estuvo de llamar a la Armada. Al final, el embajador consiguió que no todos los vinos fueran franceses. Pero no logró evitar que el menú fuera en francés.
Es posible que la propia Isabel II, entonces reinante, fuera partidaria de esta costumbre: la suya fue una de esas educaciones en las que el caballo o el francés eran troncales y las matemáticas una actividad extraescolar. En lo culinario, el predominio del francés llegó a ser tal que podían permitirse desenvolturas como —en un recetario del Novecientos— corregir nuestra innegociable tortilla de patatas y, con la adición de jamón y trufa, incorporársela a su acervo como omelette à l’espagnole. Pero las lenguas tienen su prestigio oscilante y, para asentar el dominio del francés, fue clave que lo reconocieran otros, y eso es lo que hicimos nosotros cuando, en busca de un nombre competitivo para el brandi de Jerez, lo bautizamos, a imagen del cognac y el armagnac, como jeriñac: es algo que duele todavía. Hoy, sin embargo, en cualquier cata se oirá mil veces antes que un vino es un pepino que palabras como chambrear: el dominio francés se ha retirado de ese último bastión que era la cocina. De hecho, en Inglaterra, la señal más clara para evitar un plato es que lleve palabras como duchesse.
Todos somos particulares con la comida, y tiene por tanto su lógica que también lo seamos con nuestra manera de referirnos a ella. Por la vía negativa, es habitual que nos parezca innombrable lo que otra tribu come: sin salir del canal de la Mancha, en el Reino Unido llaman a los franceses “comerranas”, mientras que en Francia llaman a los británicos “rosbif”. Por la vía positiva, la cocina es territorio de apegos, y cada uno se agarra a su lado de la isoglosa, ya diga oliva o aceituna, níscalo o míscalo, fresa o frutilla, mondongo en Puerto Rico o callos en Madrid. En todo caso, y si de origen local hablamos, cualquier traductor sabrá que hay dos cosas para las que es imposible encontrar equivalencia: el nombre de los pescados y las setas. Aun cuando el jamón de York o el queso cheddar hayan perdido hace mucho cualquier vínculo con su origen, por lo general nos tranquiliza saber de dónde viene nuestro embutido, o arraigar nuestro melocotón en el pueblo exacto de Calanda. Hay argumentos para un nacionalismo culinario como paisaje metido en una olla, sí, y la palabra “camarón” en Arequipa no significa lo mismo —porque el camarón no es el mismo— que en Cádiz. Pero hay más argumentos para pensar que ese nacionalismo siempre fue imposible: hasta nuestro jamón y nuestras clementinas derivan su etimología de otra lengua, y en Italia no hay pimientos de los que llamamos italianos.
Pasando de los orígenes a los usos, el español parece particularmente inclinado a un uso afectivo o moral: podemos tener cara de acelga o gesto avinagrado; emperejilarnos y aun ser el perejil de todas las salsas. Si una noche nos cocemos, por la mañana estaremos empanados hasta quedarnos fritos en una buena siesta. Por mi parte, y aun consciente del riesgo de estar al plato y a las tajadas, tengo una devoción particular por la fantasía con que llamamos —por ejemplo— manitas de ministro a las manitas de cerdo. La cocina conventual fue muy afecta —con sus paciencias o sus socorritos— a justamente la expresión de estos afectos, en virtud de los cuales un postre como el suspiro de limeña siempre llamará la atención entre los postres.
Es notable que la cocina sea más difícil de comunicar que las pasiones. Cada año aparecen términos nuevos en nuestras vidas: no hace tanto era difícil saber si seitán o poke eran nombres de comida o islotes de las Maldivas. Pero también hay términos tradicionales que ponen en suspenso la fe en la homogeneidad del idioma, a la vez que nos fascina su vínculo local. Un español no nace sabiendo qué es un chairo o un cuy chactado, y un peruano, ante unas patatas revolconas, primero debe superar el trauma de llamar patata a la papa y luego ya plantearse el adjetivo revolcón. ¿Hará falta un diccionario gastronómico del español? Yo diría que sí, pero mejor lo dejo, que —como dijo precisamente un peruano— quiero laurearme, pero me encebollo.