¿Escapamos de las ciudades o somos expulsados de ellas?
Para evitar los altos precios o como búsqueda de una vida más serena, muchas personas eligen alejarse de las metrópolis
Las ciudades han sido, históricamente, el lugar de las oportunidades. El espacio de encuentro con lo diferente. La posibilidad de acceder a trabajo, cultura y, tal vez, solo tal vez, de acercarse a la fortuna. Sin embargo, ...
Las ciudades han sido, históricamente, el lugar de las oportunidades. El espacio de encuentro con lo diferente. La posibilidad de acceder a trabajo, cultura y, tal vez, solo tal vez, de acercarse a la fortuna. Sin embargo, muchas metrópolis contemporáneas han dejado de cuidar a sus ciudadanos. Cada vez son más las personas que anhelan una vida más serena. Vale también decir la tranquilidad de tener un piso propio.
Frente a la mudanza urbana global, Martin Heidegger advirtió contra la vida “inauténtica y desenraizada de las ciudades”. En Construir, habitar, pensar defendió que transformar un mero alojarse en un auténtico habitar solo era posible en el campo. Una ola de familias le dan ahora la razón al pensador alemán para quien cuidar era un rasgo fundamental de habitar. ¿Cuándo dejan de cuidar las ciudades? ¿Cuando sus mandatarios dejan de invertir en instalaciones y espacios públicos? ¿Cuando venden el patrimonio público? ¿Cuando prefieren los adornos a los árboles? ¿O cuando no son capaces de ofrecer cobijo a los ciudadanos que las habitan?
Heidegger consideraba que habitar es salvar la tierra. Pero ojo, “salvar la tierra no es adueñarse de la tierra haciéndola nuestra súbdita”. Por eso relacionó el abuso perpetrado a la naturaleza con el olvido de nuestras raíces, es decir, con el descuido de la tradición. Esto es importante. También resulta fácil de malinterpretar. Defender la raíz es radicalizarse, no hacerse conservador. ¿Es eso lo que buscan quienes rehacen su vida en el campo? Poco después de desvincularse del partido nazi, Heidegger llegó al campo procedente de una vivienda burguesa —de dos plantas y con jardín— a las afueras de Friburgo. Llamó a su nuevo refugio en la Selva Negra alemana, de apenas 40 metros cuadrados, La cabaña.
Lo hemos visto allí. Unas fotografías tomadas en 1968 retratan al filósofo y a su esposa, Elfriede, en ese interior. Son ya viejos. Ponen agua al fuego para preparar un té. Él había escrito que un hombre nace como muchos y muere como uno, que uno es quien consigue ser, o termina siendo, al final de sus días. Esas fotografías demuestran que, si bien el contacto con la naturaleza produce humildad, la artesanía devuelve al hombre al centro del mundo. También anticipan que la fotografía es un arte que busca esencia en la apariencia. En la cabaña de los Heidegger, el mantel blanco estaba bordado, los platos de cerámica tenían dibujada, en el perímetro, una corona de laurel. Sobre la mesa había un jarrón con flores frescas. Ambos, Elfriede y él, tienen expresión seria. Para las fotografías que reflejaban su vida en el campo, el filósofo vistió traje y corbata. ¿La reconexión con uno mismo exige desconectar del mundo?
Es interesante observar cómo y cuándo cada uno de nosotros cae en la cuenta de que somos naturaleza. La pandemia demostró que no se trata ni de cuidarse de la naturaleza ni de cuidarla como seres todopoderosos. Tal vez se acerque más a entender que la naturaleza permanecerá en el planeta cuando nosotros desaparezcamos. Puede que esa búsqueda de naturalidad sea el espíritu que inspira a quienes pueden permitirse teletrabajar y salir de la ciudad para llegar al campo.
Aunque conviene no subestimar la dureza o el descuido o la falta de infraestructuras y la soledad del campo, esa ambiciosa huida de la ciudad convive hoy con una cara más cruda de la misma moneda: la expulsión. Ha tenido que llegar la especulación desenfrenada, una fuerza mucho mayor que el Estado de bienestar, para que miles de ciudadanos no puedan permitirse ni alquilar ni comprar una vivienda en la ciudad. No hace falta añadir que sin techo ni lecho no hay posibilidad de trabajar ni de quedarse ni de prosperar en la metrópolis.
Así, ese doble escenario de huida y expulsión para llegar al campo contrasta con las épocas en las que se levantaban pequeñas ciudades obreras para alojar a trabajadores. Sucedió a finales del siglo XIX en el Estado de Illinois, a las afueras de Chicago. Charles Pullman había inventado el coche cama, es decir: el viaje en tren con todo tipo de comodidades. Y no quiso obreros incómodos. Para los empleados que trabajaban en sus fábricas hizo construir una modélica ciudad. La llamó… ¿Lo adivinan? Pullman.
Algo en esa línea de cuidado paternalista ocurrió también en los 300 pueblos de colonización españoles levantados, durante la dictadura, en tierras yermas con una modernidad arraigada en la austera tradición mediterránea. Hoy los pocos poblados que sobreviven siguen siendo una arquitectura modélica. También una paradoja: condiciones laborales exigentes sucedían en un marco moderno que había tenido la inteligencia de actualizar la tradición.
Así, cabe preguntarse si alejarse de la ciudad es una necesidad, una posibilidad real o una excepcionalidad. ¿Quién puede hacerlo y en qué condiciones? ¿Quién llega al campo y quién simplemente es expulsado de la ciudad? Y un colofón: si nos alejamos de las urbes…, ¿en manos de quién o qué vamos a dejar las ciudades?
La ruta ciudad-campo-periferia ha sido un camino de ida y vuelta a lo largo de la historia. La colonización de los ensanches llegó con la destrucción de las murallas medievales. Pero también con el desembarco de quienes abandonaban la incertidumbre del trabajo en el campo buscando seguridad en el comercio o la industria de la ciudad. Si en el corazón de las urbes todo era estrecho y maloliente, en la primera periferia se podía respirar.
La fórmula era —hoy ha cambiado con algunos condominios convertidos en barrios bunkerizados— un clásico: cuanto más alejado del centro, más aire corre, menos caros resultan los metros cuadrados, pero… más tiempo se necesita para llegar. Esa fórmula dibujó la expansión de las ciudades americanas. En Estados Unidos el automóvil hacía más cómodo el desplazamiento, sin depender del transporte público, que continúa siendo deficiente. En Latinoamérica, resultó más económico construir ciudades expandidas que ciudades densificadas en altura. Los problemas de ese urbanismo expansionista llegan cuando se encarece la gasolina, cuando resulta imposible que tantos coches circulen por las ciudades o cuando un transporte público deficiente obliga a un trabajador a pasar cuatro horas cada día en el desplazamiento de su casa al trabajo.
En España, en las últimas décadas —con Bilbao a la cabeza— hemos asistido a la desindustrialización de las ciudades. Y —con Vitoria, Barcelona o Pontevedra de guías— a su progresiva renaturalización. Los nou barris barceloneses, la periferia madrileña y los vecindarios que han sabido aprovechar la frondosa topografía bilbaína han arraigado una forma de vida vecinal hoy casi desaparecida en los centros urbanos. Lo escribió el urbanista indio Suketu Mehta: “Cuando veas aparecer una galería de arte en tu calle, tiembla”. Estaba hablando de gentrificación —de la venta o alquiler de los pisos céntricos al mejor postor, con la consiguiente desaparición de los habitantes tradicionales de los barrios—. Tras la gentrificación suele llegar la mercantilización —la compra de viviendas no para vivir en ellas, sino como bienes de inversión—. Ese perverso Monopoly termina por vaciar los centros urbanos de ciudadanos justo cuando más bonitas están las ciudades. ¿Quién quiere vivir en una ciudad vacía? ¿Quién puede hacerlo? Tal vez solo los turistas que asisten a la conversión de los centros históricos europeos en una especie de parque temático de la historia.
Ser feliz es muy difícil, vivas en el campo o en la ciudad. Lo paradójico es que muchas señales indican que vivir en el campo solo es placentero si no dependes del campo. Y vivir en la ciudad está empezando a correr la misma suerte. Nunca pensé en escribir de política en una sección de decoración. Pero William Morris lo hizo cuando la industria —que nos iba a dar trabajo a todos— cambió la cantidad por la calidad. Y canjeó el error honesto de la artesanía por la perfección plástica producida en las fábricas.
A un par de generaciones les está costando tanto acceder a alquilar un piso que tal vez estemos mitificando la vivienda olvidando que en las casas convive lo íntimo con lo incómodo. ¿Será el campo la salvación? ¿O aquí también haríamos mejor en buscar dentro en lugar de seguir intentando encontrar soluciones fuera? Esopo escribió que la liebre no leía ni disfrutaba del paisaje. Tampoco se relajaba nunca preocupada siempre por llegar la primera. Parece la descripción de la vida urbana salvo… que las liebres viven, desde siempre, en el campo.