Ir al contenido

99 años de The Russian Tea Room en Nueva York: una historia de película para un escenario de película

Los actuales propietarios del legendario restaurante de Manhattan gestionan con respeto y sensatez un local único que resiste a la especulación

Pocos lugares en la Gran Manzana tienen tanta leyenda como The Russian Tea Room. ¿Qué es verdad y qué es mentira de todo aquello que se cuenta sobre él? ¿Realmente Madonna fue despedida después de dos semanas trabajando en el guardarropa? No suena descabellado. ¿Escribió Leonard Bernstein allí los primeros compases de su famoso Fancy Free en una servilleta? Probablemente. ¿Sirvió comida y...

Suscríbete para seguir leyendo

Lee sin límites

Pocos lugares en la Gran Manzana tienen tanta leyenda como The Russian Tea Room. ¿Qué es verdad y qué es mentira de todo aquello que se cuenta sobre él? ¿Realmente Madonna fue despedida después de dos semanas trabajando en el guardarropa? No suena descabellado. ¿Escribió Leonard Bernstein allí los primeros compases de su famoso Fancy Free en una servilleta? Probablemente. ¿Sirvió comida y bebida en delantal el mismísimo Zero Mostel en un acto de extravagancia? Eso dicen. ¿Se aparecía de vez en cuando el fantasma de Anastasia, la hija del zar Nicolás II, en plenas obras de renovación? Eso suena más inverosímil. Pero también que escondan un grandísimo acuario giratorio con forma de oso polar y un árbol con huevos de Fabergé en la segunda planta y una maqueta de varios metros del Kremlin en la tercera, y damos fe de que es verdad.

“No te diremos qué chagalles son auténticos y cuáles no”, explica entre risas Isabella Biberaj, jefa de operaciones del local e hija del dueño. Más seria se pone cuando habla de la presencia de fantasmas, que le consta que sí se pasean por las cinco plantas del edificio. “Nuestra intención como propietarios es que todas sus vidas anteriores sigan teniendo espacio”, dice entre metafórica y literal.

The Russian Tea Room se aloja en un edificio de apenas 6 metros de ancho en la calle 57 de Manhattan y se acabó convirtiendo en el ambigú no oficial del Carnegie Hall. En 2026 cumplirá 100 años de vida. O, mejor dicho, de varias vidas, porque la suya ha sido una constante reinvención. Cambios de propietarios, de concepto, de menú. Cierres y aperturas. Carísimas reformas. Hoy divide su trasiego entre turistas y habituales en la planta calle y fiestas privadas en sus múltiples espacios. Solo este año acogió una celebración de los premios Tony en junio y una de la Semana de la Moda en febrero. The New York Times, no en vano, lo describió como “el símbolo más duradero del glamur de la ciudad, la intersección de dinero y arte que define el corazón de Nueva York”. Sus actuales propietarios, que lo adquirieron en 2006, lo manejan como un negocio familiar y tratan el espacio casi como un museo. Cuantos más años pasan, más encanto tiene esta máquina del tiempo que lleva a épocas extintas o que directamente nunca existieron. O, al menos, nunca convivieron en el tiempo y el espacio: una mezcla de estilo romántico con apliques originales art déco, chandeliers, más de una veintena de samovares y sofás de piel, además de manteles blancos y bandejas plateadas. El sueño del esplendor de la Rusia zarista filtrado por un delirio historicista a la estadounidense.

Uno de los principales responsables de esa identidad fue Sidney Kaye, quien empezó a atraer el público de Broadway después de que la Filarmónica de Nueva York se mudara del Carnegie Hall al Lincoln Center en los años sesenta. Él había comprado el local en 1955, y un año se quedó tan contento con la decoración de Navidad que decidió no quitarla jamás. “La Navidad siempre está a la vuelta de la esquina. Además, así parece más ruso”, sentenció. Murió en 1967 y su viuda, Faith Stewart-Gordon, definió como nadie la esencia del lugar: “Que el restaurante se mantenga como la gente lo recuerda, no como era”. Esta actriz que no veía despegar su carrera en Broadway regentó el negocio tres décadas más, alumbrando su época más popular y farandulera. Escribió tres libros al respecto: dos de recetas y uno de memorias. En el último, titulado The Russian Tea Room: Una historia de amor, publicado en 1999, reflexionaba: “Estoy convirtiéndome en una persona mayor y frívola. Echo de menos la seriedad de mi juventud”. No esperaba que en la madurez de su vida tendría a Salvador Dalí cenando en su propia mesa y a Elizabeth Taylor “estrenando” allí el gran diamante de su anillo de compromiso con Richard Burton. Julio Iglesias tampoco podía faltar. Además, el local tuvo su época de oro en el cine en los años ochenta y quedó inmortalizado en películas como Cuando Harry encontró a Sally, Manhattan y, sobre todo, Tootsie. Allí, Dustin Hoffman se presentaba por primera vez ante Sydney Pollack vestido de mujer.

“Las nuevas generaciones también han renovado votos con The Russian Tea Room y mientras algunos clientes piden la mesa de Tootsie, otros piden la de Blair en Gossip Girl”, matiza Biberaj. “En cualquier caso, después de la covid y con el resurgimiento de la nostalgia, ha venido una época muy amable con el local. Los jóvenes quieren experimentar el viejo Nueva York. Nosotros no hemos tenido que hacer nada para adaptarnos a esa tendencia”, explica.

Pero rebobinemos a 1926. Aunque no queda claro del todo, el primer propietario que figura es el chocolatero polaco Jacob Zysman, pero la que dio identidad al lugar sería, de nuevo, una mujer: la bailarina de origen ruso Albertina Rasch. Nacida en Viena, ella fue la que puso en el mapa un negocio que había empezado realmente como un salón de té y chocolates en la acera de enfrente, pero en cuanto se acabó la ley seca abrió su menú al vodka. Rasch sí combinó una gran carrera artística —actuó junto a Sarah Bernhardt y fue de las primeras en mezclar ballet clásico con jazz— con sus labores en la hostelería y fue además la esposa de Dimitri Tiomkin, quien compondría las bandas sonoras de Solo ante el peligro y Qué bello es vivir. Con semejante anfitriona, los bailarines rusos encontraron en el restaurante su santuario. Un local en el que se hablaba su lengua, se mantenían sus hábitos y se servía su comida. Aunque Rasch solo estuvo hasta 1933 y la identidad rusa original se fue diluyendo, la tradición quedó. Decían que en los años cuarenta, George Balanchine aparecía con una bailarina en cada brazo y Rudolf Nureyev, tres décadas más tarde, diría que este era su sitio favorito de EE UU.

El aspecto que hoy disfruta el local es, sin embargo, legado de la gran reforma que realizó Warner LeRoy, dueño del restaurante de Central Park Tavern On The Green, cuando consiguió comprárselo a Stewart-Gordon por 6,5 millones de dólares en 1995. Cerró en 1996 para ponerlo a punto, pero la obra se eternizó, el presupuesto se disparó hasta los 35 millones de dólares y no pudo abrir hasta 1999. Hizo investigación de archivo, tradujo miles de recetas del ruso al inglés para confeccionar un menú imperial que abarcara desde la tradición escandinava hasta la mongola, y abrió con tremenda fanfarria. Pero pudo disfrutar de su nuevo juguete poco tiempo: falleció en 2001, ahogado por las deudas, con críticas gastronómicas destructivas y coincidiendo con la crisis de la ciudad tras los atentados del 11 de septiembre.

La familia que ahora lo regenta era cliente del local y decidió rescatarlo. “Aprendo algo nuevo de este lugar cada día y es un privilegio poder bucear en sus archivos”, dice Biberaj. Se han prometido que el restaurante siga no solo como un lugar rentable y con afluencia de clientela, sino también incólume ante uno de los grandes enemigos: los especuladores inmobiliarios. El restaurante tiene los derechos del aire sobre sus cinco plantas y se codea (o tobillea) con los rascacielos de estilo lapicero que los asedian y que definen el nuevo skyline de la ciudad. Pero Biberaj asegura que no hay oferta que les tiente. “The Russian Tea Room no está a la venta. Seguirá abierto muchos muchos años más”, concluye.

Más información

Archivado En