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Las últimas balas del franquismo: así funcionó el siniestro engranaje de los fusilamientos finales de la dictadura

El 27 de septiembre de 1975, dos meses antes de la muerte de Franco, cinco militantes del FRAP y de ETA fueron asesinados en cuatro fusilamientos sincronizados en Madrid, Barcelona y Burgos. Esta es la reconstrucción de esos días a través de testigos y el regreso a los escenarios de los juicios y las ejecuciones. Y además, los expedientes completos de los cinco fusilados

Desde el imponente Palacio de Capitanía General de Burgos hasta la iglesia de San Lorenzo se tarda un minuto. Es el tiempo que empleó el solemne cortejo nupcial el 26 de septiembre de 1975 entre la expectación popular. El capitán general Mateo Prada Canillas, señor de la guerra, máxima autoridad judicial y responsable último del orden público en la VI Región Militar (que incluía el País Vasco, Navarra, La Rioja y Cantabria), conducía a su hija al altar rodeados por toda la pompa y ceremonia del franquismo crepuscular. Al dictador le quedaban menos de dos meses de vida. Ante la portada barroca ...

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Desde el imponente Palacio de Capitanía General de Burgos hasta la iglesia de San Lorenzo se tarda un minuto. Es el tiempo que empleó el solemne cortejo nupcial el 26 de septiembre de 1975 entre la expectación popular. El capitán general Mateo Prada Canillas, señor de la guerra, máxima autoridad judicial y responsable último del orden público en la VI Región Militar (que incluía el País Vasco, Navarra, La Rioja y Cantabria), conducía a su hija al altar rodeados por toda la pompa y ceremonia del franquismo crepuscular. Al dictador le quedaban menos de dos meses de vida. Ante la portada barroca del templo se formaron corrillos de chaqués, uniformes y camisas azules del Movimiento. Entre pamelas y condecoraciones circulaban en voz baja los peores presagios de muerte. Eran las ocho de la tarde.

Unas horas antes, mientras se vestía de gala para el enlace, Prada Canillas había impartido órdenes confidenciales a su Estado Mayor y su Auditoría de Guerra para fusilar de madrugada a Ángel Otaegui, de 33 años. Militante de ETA, había sido condenado a muerte en un consejo de guerra compuesto por cinco oficiales del Ejército por la coautoría del asesinato del guardia civil Gregorio Posadas Zurrón. Franco (y por inducción su Gobierno) no había hecho uso del derecho de gracia en el Consejo de Ministros de esa misma mañana en el palacio de El Pardo, en Madrid. Duró apenas tres horas. El dossier de las cinco ejecuciones se despachó en minutos y sin oposición documentada. Todo estaba atado y bien atado, como le gustaba apostillar al dictador.

El Gobierno de Carlos Arias Navarro —un duro apodado Carnicerito de Málaga por su ahínco como fiscal en la represión de esa provincia durante la Guerra Civil— se había dado por “enterado” de la sentencia máxima. No había marcha atrás. El “enterado” era el último peldaño administrativo hacia el paredón, que en la cárcel madrileña de Carabanchel los otros condenados a muerte en esos días denominaban con humor negro “el enterrao”. Según una fuente de los servicios de inteligencia, fue la última decisión de Franco; “Fue suya y solo suya. Se lo pensaba mucho pero, una vez tomada, nadie se la iba a quitar de la cabeza, aunque lo llamara el Papa, como hizo esa madrugada Pablo VI. Iba a morir matando”. “La relación de Franco con el Ejército era directa”, describe el catedrático de Derecho Constitucional Diego López Garrido, que ha estudiado la dinámica de los gobiernos franquistas: “Franco era la autoridad suprema incontestable y por debajo de él había una separación muy clara entre un Consejo de Ministros de predominio civil, que se ocupaba de la gobernación diaria, y un Ejército, en línea directa con el Jefe del Estado y con autonomía propia, que actuaba aisladamente respecto al conjunto de la Administración. Los asuntos que se consideraban militares estaban entregados a la relación de Franco con sus generales”.

La última noche de Otaegui

En la prisión de Burgos, a seis kilómetros del enlace nupcial, un comandante de Infantería notificaba a esa misma hora, las ocho de la tarde, a Ángel Otaegui su sentencia de muerte y le ponía en capilla hasta el momento de su ejecución, fijada legalmente para 12 horas después. Iba a pasarlas en la desnuda oficina del administrador del centro penitenciario, fuera de la zona de los reclusos, para evitar protestas. Cuando minutos después el director del penal, Prudencio Lafuente, le preguntó al condenado si deseaba algún privilegio en su última noche, Otaegui pidió que llamaran a Carlos Salinas, un funcionario de prisiones que tenía 27 años y con el que había congeniado desde que había llegado cuatro meses antes a la cárcel de Burgos para ser juzgado en un consejo de guerra. Salinas, al que en la cárcel apodaban El Niño, había sido el funcionario encargado de los presos de ETA durante los últimos meses. “Yo quería hacer algo por los internos, lo que hoy se define como tratamiento y entonces era palo, incomunicación y disciplina”, explica mientras almorzamos en Alicante. “Con Ángel pasé muchas horas sentados en la cama de su celda, fumando sin parar y hablando. No le veía como un enemigo, y él era honesto conmigo. Yo no quería convencerle ni él a mí. Esa noche se abrió en canal. Repetía que no había matado a nadie. Que solo había buscado piso al comando de ETA. La de Otaegui fue una pena de muerte de repuesto. Pero no se desmoronó. Y a cada minuto, el capellán empeñado en que se confesara. Le dije que no le tocara más los cojones. Abrimos una botella de vino. Vio a su madre cinco minutos. Durmió un rato. El teléfono sonó varias veces y saltábamos pensando que era el indulto. Nunca llegó. A las ocho de la mañana irrumpió la Policía Armada con sus cascos antidisturbios y toda su parafernalia. Lo engrilletaron con las manos atrás y le puse un último cigarro encendido en los labios. Su cara se descompuso, empezó a temblar, lo escupió y pisó con rabia. Se echó sobre mí en un abrazo sin brazos, me dijo al oído muy ronco: ‘Adiós’, y lo sacaron. No fui capaz de decirle nada. Diez minutos más tarde escuché el estruendo de los disparos en la granja de la prisión que está a 100 metros. He escuchado esos tiros en mi cabeza durante 50 años. Al día siguiente volví a currar”. Según relata hoy un testigo militar, la mayoría de los impactos de bala de los fusiles Mauser Coruña le dieron en el cuello y la cara. “Su cabeza voló dos metros”.

“Había que ponerse una venda en los ojos y cumplir con tu deber”, recuerda con amargura durante uno de nuestros encuentros en Burgos el coronel auditor Pedro Ramírez Barbero, de 82 años, que era ayudante del fiscal que promovió la acusación contra Otaegui. “Se usó la justicia militar para hacer algo que no era justo. No tenían que haberle ejecutado, era elemental, manejable, casi límite. Él no había sido autor material del asesinato, había sido Garmendia, al que los policías cuando le detuvieron le pegaron un tiro en la cabeza del que estuvo semanas en coma y al Gobierno le pareció poco estético fusilarle en ese estado. Yo llevé sus radiografías a Madrid para que las analizaran los médicos militares y decidieran. A Otaegui le metieron ‘cooperación necesaria’ con calzador. El ambiente que se respiraba en el Ejército era terrible. Eran los años de plomo. ETA mataba y mataba y ningún auditor militar quería venir a Burgos porque suponía tener la muerte en el portal. El ambiente estaba muy enrarecido, muy ideologizado, el lenguaje era de venganza: muchos militares pensaban que los condenados se merecían la muerte”.

—¿Recibió la Auditoría de Burgos órdenes desde el Ministerio del Ejército para condenar a muerte a Otaegui?

—Nadie te daba órdenes directas en ese sentido; no había nada por escrito, pero de arriba te llegaba que Franco quería que se metiera caña. Y la justicia militar era como la inquisición: rápida y ejemplar; una jurisdicción especial para tiempo de guerra que Franco aplicó en tiempo de paz. Nuestro superior, el coronel Fernando Suárez de la Dehesa, tenía mucha ascendencia sobre los capitanes generales y entrada libre en El Pardo, y a la vuelta nos decía: “El Caudillo quiere esto y esto y esto”. Y tú obedecías. Éramos militares.

La lista de la muerte

Entre las 8.30 y las 10.15 del 27 de septiembre de 1975, cinco activistas antifranquistas fueron fusilados por medio centenar de efectivos de la Guardia Civil y la Policía Armada (ambos cuerpos estaban bajo férreo control militar), distribuidos en pelotones de ejecución en Madrid, Barcelona y Burgos. Habían sido juzgados en cuatro consejos de guerra bajo las normas de un Código de Justicia Militar elaborado en 1890 y que estaba concebido para su aplicación en casos de traición, espionaje, deserción o rebelión en posiciones bloqueadas, fortalezas sitiadas y buques bajo fuego enemigo, donde no importaban tanto las pruebas como el escarmiento inmediato. Los cinco condenados eran identificados como el enemigo interior en una guerra subversiva. No había clemencia posible. Para los franquistas nostálgicos, la guerra que comenzó en 1936 no había acabado. Como define Pablo Mayoral, de 74 años, uno de los 11 juzgados: “Una guerra que termina en una dictadura es una guerra que no termina nunca”.

Iban a ser las últimas condenas a muerte ejecutadas en España. La Constitución abolió la pena capital en 1978 y hubo que esperar a que un decreto ley de 1995 la suprimiera también en tiempo de guerra. Tres de los que iban a ser pasados por las armas eran militantes del FRAP (Frente Revolucionario Antifascista y Patriota), un marginal grupo terrorista de extrema izquierda que desaparecería tras la muerte de Franco. Eran José Humberto Baena, de 25 años; José Luis Sánchez-Bravo, de 21, y Ramón García Sanz, de 27. Los otros dos reos a muerte, Juan Paredes Manot (más conocido como Txiki), de 21 años, y el citado Ángel Otaegui militaban en ETA. La organización separatista vasca golpeaba fuerte desde 1968 y dos años antes había asesinado al propio presidente del Gobierno, el almirante Luis Carrero Blanco. A los cinco se les acusaba de la muerte de los guardias civiles Gregorio Posadas y Antonio Pose, y de los miembros de la Policía Armada Ovidio Díaz y Lucio Rodríguez, en distintas circunstancias: desde el ametrallamiento perfectamente planeado y ejecutado por ETA, hasta el tiroteo callejero o las trágicas chapuzas del FRAP. A otras seis personas (cinco activistas del FRAP, dos de ellos mujeres, y uno de ETA), acusados de participar en los mismos delitos, se les conmutó la pena de muerte por la de 30 años en aquel Consejo de Ministros. A finales de 1977 todos fueron amnistiados y excarcelados.

Tres continúan con vida: Manuel Blanco Chivite, Vladimiro Fernández Tovar y José Antonio Garmendia. Otros tres murieron jóvenes: Manuel Cañaveras (que cuando fue condenado estudiaba COU), María Jesús Dasca y Concepción Tristán. El más hermético y misterioso de los conmutados es Garmendia, de 74 años, en silla de ruedas como consecuencia del disparo policial en la cabeza, pero bien de raciocinio y autonomía, volcado en la religión, ajeno desde aquellos años a ETA y que vive en el caserío familiar de la sierra de Aralar (Gipuzkoa) decorado con una réplica del Guernica, de Picasso. De acuerdo con la Ley de Memoria Democrática de 2022, los juicios de estos encausados se consideran ilegales y nulos, al igual que sus sentencias. Sin embargo, no tienen derecho a reparación económica. Los que sobrevivieron a la pena máxima y las familias de los ejecutados exigen hoy la verdad. Lo explica Vladimiro Fernández Tovar, de 74 años, uno de los sentenciados cuya pena fue conmutada: “Queremos que se dé un paso más y los consejos de guerra queden anulados en el BOE, y que alguien nos explique por fin por qué se decidió la muerte de aquellos cinco jóvenes”.

Esa es la misión de la jefa de la Fiscalía de la Memoria Democrática, Dolores Delgado: luchar por la justicia transicional que busca la reconciliación y la consolidación democrática de la sociedad. “La transicional es restaurativa y reparadora, no punitiva”, explica la fiscal. “Se lleva a cabo al final de un conflicto para conocer la verdad. En España ha sido diferente, porque hemos padecido la dictadura más longeva de Europa. Ahora ha llegado el momento de saber qué ocurrió en el franquismo, quiénes participaron y si hay algún tipo de reparación. La ley de Amnistía de 1977 fue de punto final con el régimen de Franco. Puso al mismo nivel a víctimas y victimarios. Pero al amparo de la Ley de Memoria Democrática, esta Fiscalía puede abrir una investigación efectiva. Ver si los victimarios han muerto y sentar la verdad y un espacio de justicia, que es una obligación de todo Estado democrático”.

Un proceso sin aliento

En septiembre de 1975, todo fue cuestión de horas. Una carrera contra reloj entre los duros del régimen para acelerar las ejecuciones antes de que Franco muriera, y de su defensa, para retrasarlos. Lo resume un militar de la época: “Sabíamos que si se posponían, ya nunca las haríamos. Y los abogados de los terroristas eran conscientes de lo mismo. Era un tira y afloja”. Al final, aquellos fusilamientos dinamitaron el proyecto de los servicios de inteligencia de perpetuar el franquismo sin Franco. La movilización obrera y estudiantil, la repulsa internacional y la actividad de la propia Iglesia volaron por los aires la posibilidad de eternizar una dictadura maquillada. Lo analiza el reo Vladimiro Fernández Tovar: “Quisieron hacer de los fusilamientos un escarmiento, pero solo lograron acelerar la liquidación del régimen”. Y lo remacha el historiador Pau Casanellas: “El franquismo no redujo la represión al final, sino que la incrementó. La democracia no nos cayó del cielo, sino que fue producto de la movilización y de decenas de muertes en aquellos años por la policía y la extrema derecha. El animal estaba medio muerto y en septiembre de 1975 dio un último zarpazo. El Gobierno tenía margen de maniobra para no matarlos, pero la sentencia estaba dictada de antemano”.

Esta es la historia de los últimos 36 días de vida de los fusilados, el tiempo que empleó la maquinaria franquista en acabar con su vida poniéndose por montera los derechos humanos, la separación de poderes, la presunción de inocencia, el derecho a un proceso con garantías, a la justicia ordinaria, a una instrucción imparcial, a un juez predeterminado por la ley, a una defensa efectiva y a la presentación y admisión de pruebas y testigos adecuados. La tortura fue la fórmula aplicada a los procesados para conseguir su confesión por parte de la Brigada Político Social (la social) de la policía en sus centros de detención de la madrileña Puerta del Sol —a cargo del inspector Antonio González Pacheco, alias Billy el Niño— y Via Laietana, 43, de Barcelona, dirigido por el comisario Julián Gil Mesas. Ambos asistirían a los fusilamientos en Madrid y Barcelona. El primero con la corbata más festiva de su amplio guardarropa. El relato de los supervivientes sobre el catálogo de torturas que sufrieron es abrumador. En especial, con Txiki. Según explica un exmilitante etarra, compañero de talde (comando) y expropiaciones (robos a mano armada) de Paredes en Barcelona, con delitos de sangre y que ha pagado con 30 años de cárcel, durante una conversación en Vitoria: “Mientras me torturaban, los policías me dijeron que con Txiki se les había ido la mano. La social lo machacó a conciencia. Lo odiaban porque era un etarra nacido en Extremadura y no les entraba en la cabeza. Además, era un tipo bregado; antes de que le cogieran disparó a los grises [policías armados] los dos cargadores de su pistola”.

Todos cantaron. Fue la única prueba real de su culpabilidad aportada por la acusación militar en los cuatro consejos de guerra. Los atestados iniciales de la Guardia Civil y la Policía Armada y los interrogatorios de la social se constituyeron en la base de los sumarios militares instruidos por jefes del ejército sin formación jurídica pero teledirigidos desde las auditorías de guerra de la I Región Militar (Madrid), la IV (Cataluña) y la VI (Burgos), a las órdenes directas del respectivo capitán general, “que era el mandarín del emperador en cada territorio, con más poder incluso que el ministro”, ironiza el coronel auditor Ramírez Barbero. Otro auditor de la época recuerda cómo procedían: “Los oficiales del Cuerpo Jurídico Militar dirigíamos la instrucción, aunque no teníamos relación directa con el acusado hasta el juicio. Les tomaba declaración e interrogaba un oficial de las armas, lego en derecho, pero nosotros lo mirábamos con lupa, y le decíamos: haga esto, pregunte por esto, apriete por aquí, haga un careo. Y de esa forma, el jefe de la Auditoría de Guerra, que era la muleta jurídica del capitán general, iba preparando la acusación a conveniencia hasta que el fiscal militar entraba en acción. No hacía falta demostrar nada, bastaba con la convicción. Para nosotros era delito flagrante”.

Los últimos 36 días

La maquinaria del crimen de Estado arrancó el viernes 22 de agosto de 1975, en el pazo de Meirás (A Coruña), la residencia veraniega del dictador. En un plácido Consejo de Ministros celebrado en el comedor del antiguo palacio de Emilia Pardo Bazán, decorado con primorosa porcelana gallega, el Gobierno de Arias Navarro aprobó el decreto ley 10/1975 sobre Prevención del Terrorismo, que entró en vigor el miércoles 27 de agosto. Suponía una vuelta de tuerca a la represión en España. Las Vascongadas ya padecían desde abril el Estado de excepción, pero este decreto ley extendía ese modelo de recorte de las (escasas) libertades a todo el país. Aumentaba las penas máximas para los delitos políticos, asignaba a la jurisdicción militar la competencia para juzgar al terrorismo organizado (incluso a través del llamado juicio sumarísimo, que suponía enjuiciar al reo en horas, sin apenas defensa ni posibilidad de apelación) y concluía: “Si del atentado resultare muerte de alguna de las personas mencionadas (agentes de la autoridad, de las Fuerzas Armadas y de Seguridad del Estado y demás funcionarios), se impondrá la pena de muerte”. Era una ley concebida para matar. Sin guardar un ápice las apariencias, al día siguiente de entrar en vigor, el jueves 28 de agosto de 1975, se llevó a cabo el primer consejo de guerra en Burgos. Los tres siguientes serían los días 11 y 17 de septiembre en Madrid, y el 19 en Barcelona.

Los cuatro atentados habían sido realizados antes de la promulgación del decreto antiterrorista. En puridad, no se les podía aplicar a los acusados. A la dictadura no le importó. Emitió el 11 de septiembre una fantasmal circular desde la Fiscalía Togada Militar en sentido contrario y obvió las sutilezas jurídicas. Dos de los consejos de guerra se realizarían con carácter sumarísimo. En el segundo de Madrid, los abogados fueron expulsados de la sala con una metralleta en la espalda por contradecir al presidente del tribunal, el coronel Ricardo Oñate. “Se comportó como un cafre; lo único que le preocupaba era que le hiciéramos perder tiempo; te la jugabas al pedirle la palabra”, recuerda José Folguera, defensor de Blanco Chivite. El defensor del ejecutado Ramón García Sanz era el abogado de 25 años Gerardo Viada. “Lo triste fue darte cuenta de que al Estado no le importaba el derecho. Les aplicó la ley antiterrorista con efecto retroactivo con el objetivo de obtener las penas de muerte. La sentencia estaba predeterminada hiciéramos lo que hiciéramos”, recuerda. Este extremo lo confirma sin ninguna duda el que era capitán de la Policía Militar en Barcelona, Fernando San Agustín, que custodiaba el Gobierno Militar donde se iba a celebrar el consejo de guerra de Txiki: “Antes del juicio estuve hablando con el general auditor de la IV Región Militar, que dirigía el montaje. Me desagradó desde el primer momento. Daba por sentado que lo iban a fusilar. ‘Esto es condena de muerte’, me dijo en privado. Y me sugirió que el pelotón fuera de la Policía Militar. ¡Y ni siquiera se había iniciado el consejo de guerra!”. Aquel general encargado de cocinar la sentencia en Barcelona era el jefe de su Auditoría de Guerra, Pascual Vidal Aznares, simpatizante de la ultraderechista Fuerza Nueva y que había ocupado el mismo puesto en el proceso que condujo sin pruebas en marzo de 1974 al garrote vil al militante anarquista Salvador Puig Antich, de 25 años. En Barcelona se reproducía en 1975 todo el elenco inquisidor de Puig Antich: al frente, el mismo capitán general, Salvador Bañuls. Y, a su lado, el vocal ponente del juicio, el comandante Francisco Muro Jiménez, que orquestó el agarrotamiento de Puig Antich en 1974 a manos de un verdugo borracho en la Modelo de Barcelona.

El ensayo general

En Burgos, la justicia militar llevaba la delantera. Era una Auditoría de Guerra que los ultras calificaban como “heroica” en su lucha contra ETA. Cinco años antes, en diciembre 1970, el franquismo había juzgado en el Gobierno Militar de esa ciudad a 16 militantes etarras. Condenó a muerte a seis. “Pretendían que fuera una especie de tribunal de Núremberg, un juicio colectivo y ejemplar al separatismo vasco, y les salió fatal”, recuerda un oficial que participó en aquel juicio. El coronel jefe de la Auditoría de Guerra (Fernando Suárez de la Dehesa) y el comandante fiscal (Carlos Granados Mezquita) tendrían el mismo papel en diciembre de 1970 que en septiembre de 1975: el primero, cocinaría la instrucción y el segundo, de forma personal y hermética, a base de unas exhaustivas fichas confidenciales, diseñaría la acusación y pediría la pena máxima. El abogado Miguel Castells, de 94 años, todavía en ejercicio, defensor de Fernández Tovar en el consejo de guerra de 1975 y que también intervino en el de 1970, recuerda: “En el de 1970 hicimos una defensa política y rupturista y los acusados lograron romper el juicio”. Uno de ellos, Mario Onaindia, gritó en la sala que en ese tribunal se estaba juzgando a Euskadi. En respuesta, un auditor desenvainó su sable (de rigor para los oficiales en los consejos de guerra) y se lo puso en el pecho. El espectáculo fue vergonzoso. Y la repercusión internacional, demoledora para el franquismo. El Gobierno dirigido por Carrero Blanco se vio obligado a aplicar el derecho de gracia, ante el disgusto de los militares ultras que exigían sangre.

¿Por qué se conmutaron las penas de muerte en 1970 y no en 1975? Contesta el historiador Gaizka Fernández, del Centro Memorial de las Víctimas del Terrorismo, en Vitoria: “En 1975, Arias Navarro quiso dar un golpe de efecto con vistas a los ultras que estaban pidiendo su cabeza. Intentaba legitimarse, consolidarse en el poder. Su posición fue la opuesta a la de Carrero en 1970, que se sentía fuerte y se opuso al fusilamiento. No quiso crear mártires de ETA ni molestar a la Comunidad Europea, con la que acababa de firmar un acuerdo preferencial. En 1970 se intentó dar una imagen de clemencia desde la fortaleza. Todo lo contrario que Arias en 1975, que, desde su total debilidad, dice: ‘Vamos a por ellos’. Y mata a cinco, pero conmuta a seis para que Europa no se enfade demasiado. Quiso contentar a todos y no contentó a nadie. Y creó dos mártires de ETA”.

Aquel primer juicio de Burgos de 1970, con sus seis penas de muerte conmutadas, supuso un baldón para el orgullo franquista. Sin embargo, de ese fiasco sacarían para los juicios de 1975 un acopio de lecciones los capitanes generales de las tres regiones implicadas: Ángel Campano, Salvador Bañuls y Mateo Prada. Los tres eran las máximas autoridades judiciales en su territorio, con el poder de elegir al instructor, el fiscal, el presidente del tribunal y sus componentes; el sitio y la hora del juicio; de aprobar y firmar la sentencia, y disponer el lugar y el piquete para la ejecución. En la segunda planta del Gobierno Militar de Burgos, sede de la Auditoría de Guerra y de la Fiscalía, se trabajó duro para llevar a los miembros de ETA a la pena capital sin hacer ruido. Un manual que se extendería a los juicios de Madrid y Barcelona. No habría un macroproceso como en 1970, sino cuatro consejos de guerra más pequeños y discretos. Y se juzgaría a los acusados en lugares aislados y dando contados permisos a la prensa, las familias y los observadores. El espacio para el público estaría copado por militares, policías de paisano y oficiales de la inteligencia militar. Nada más traspasar sus alambradas, los acusados y sus defensores se toparían con un decorado de centinelas y carros de combate destinado a provocarles terror escénico. El abogado Mariano Benítez de Lugo, defensor de Pablo Mayoral en el primer consejo de Madrid, se recuerda traspasando el control y topándose con un gris apuntándole con su subfusil mientras le amenazaba: “Qué, usted es de los que vienen a salvar la vida de los que nos matan…”.

En Burgos, el lugar elegido por el auditor De la Dehesa y el fiscal Granados para el consejo de guerra fue la base militar de Castrillo del Val, a 11 kilómetros de la capital, aún sin inaugurar oficialmente. Antes de entrar, agentes de la Social tomaban nota de los asistentes para ulteriores investigaciones. Un general auditor explica: “Se decidió hacerlo en Castrillo para evitar montar un circo en el céntrico Gobierno Militar (como se había hecho en 1970), que suponía cortar la Nacional I y enfrentarse a los desórdenes. Además, el alcalde se había quejado al capitán general de que Burgos se estaba convirtiendo en la capital de los juicios contra ETA y eso daba mala imagen”. Para la vista oral, el capitán general Prada Canillas se decidió por el 28 de agosto, cuando la ciudad estaba todavía de vacaciones y no daba tiempo a la oposición para organizar una respuesta en la calle. Los tres siguientes juicios se hicieron sin perder un minuto.

En Madrid, sede de la I Región Militar, bajo el mando del capitán general Ángel Campano, arribista y con aspiraciones políticas, se tomó nota de Burgos y la operativa fue similar, en este caso bajo la dirección del general auditor José Luis Uriarte Rejo, que el 22 de julio se había entrevistado con Franco. Los juicios se realizarían en la base de El Goloso, a 18 kilómetros de la capital, sede de la Brigada Acorazada XII, la más poderosa del Ejército. En cambio, en Barcelona, el despótico capitán general Salvador Bañuls (que estaba enfermo y murió seis meses más tarde) envidó a la grande y optó por juzgar a Txiki en el Gobierno Militar, al final de La Rambla, en la misma sala de justicia donde Puig Antich había sido sentenciado a muerte 18 meses antes. Explica un oficial de la época: “Los tres eran capitanes generales, pero cada uno tenía su estilo; eran más franquistas que Franco, pero querían hacer méritos y aplicaron su libreto a los juicios y los fusilamientos a partir de las sugerencias que les llegaban de El Pardo”.

Durante la vista los acusados permanecerían esposados a la espalda y custodiados cada uno por dos grises. En alguno, la huella de la tortura era evidente, como Pablo Mayoral, con la camisa manchada de sangre. El jurado militar de cada consejo de guerra, compuesto por cinco oficiales, estaba orientado por un “vocal ponente” del Cuerpo Jurídico, el único con conocimientos de derecho y que tenía una posición clave en la votación final. “Votabas lo que te decía el jurídico, que transmitía las órdenes de arriba. Había unidad absoluta con el mando, y tú no tenías ni idea y te dejabas llevar”, explica uno de esos oficiales. Lo remacha el coronel Arturo Gurriarán, uno de los fundadores de la antifranquista UMD: “El jurídico que actuaba como ponente mandaba más que el presidente del tribunal, se sentaba a su lado y le apuntaba todo el rato. La sentencia venía predeterminada. Se hacía la pantomima del juicio y solo quedaba que la firmara el capitán general”. La consigna en 1975 fue que cada consejo se despachara en un día y la sentencia, en menos de 24 horas. Y fusilar a todos al mismo tiempo para evitar una cascada de protestas. Lo resume el abogado Gerardo Viada: “No tuvimos tiempo ni para tener miedo”.

Buscando defensores

Cuando el abogado Miguel Castells veía la cosa muy negra en los consejos de guerra en los que participó durante el franquismo decía: “Esto huele a cadaverina que apesta”. Ese fue el escenario que se encontraron a finales del verano de 1975 los abogados de los 11 procesados por la jurisdicción militar. Era una causa perdida. La rápida movilización de Castells y de Juan María Bandrés en el País Vasco (veteranos del Juicio de Burgos de 1970), de la pareja formada por Marc Palmés y Magda Oranich en Barcelona (defensores de Puig Antich en 1974), y de la joven letrada laboralista Paquita Sauquillo en Madrid, logró que se organizara en días una defensa muy activa. Tenía mucho de defensa colectiva. Tal como pintaban las cosas, no podía ser rupturista (como en 1970) sino posibilista. Los enjuiciados admitirían su militancia pero no los hechos ante la evidente falta de pruebas. Se trataba de exprimir la ley, recusar y recurrir. Retrasar. Y poner en tela de juicio a la justicia militar. Y, al mismo tiempo, moverse, hablar con la prensa internacional, las representaciones diplomáticas, los sindicatos clandestinos y hasta los obispos. José Folguera, que tenía 25 años, salía disparado en su moto desde el despacho madrileño de abogados de Paquita Sauquillo (que se conserva tal como estaba en esos días) en dirección a la Nunciatura, el Colegio de Abogados o a Correos para enviar telegramas a cualquier lugar del mundo. Lo tenían todo en contra. Para empezar, la incomunicación que sufrían sus defendidos, que hacía que la relación con ellos fuera mínima. “No les podíamos dejar abandonados. El tribunal no pudo probar la acusación, pero no tuvo compasión”, recuerda Sauquillo. Aquella veintena de abogados se la jugaron al defender a los acusados. Eran hijos e hijas de la burguesía, militantes de izquierdas sin siglas, procedentes de grupos católicos de obreros. Ninguno compartía los métodos violentos de sus defendidos: “Yo le dije a Pablo Mayoral: ‘No estoy conforme con los atentados, pero voy a luchar para que no te condenen a muerte”, recuerda Benítez de Lugo. Folguera coincide en el análisis: “No teníamos simpatía por sus postulados, pero nadie les defendía. Lo hicimos por idealismo, porque iban a por ellos y porque éramos antifranquistas. El ala dura del régimen se había hecho con el poder y a estos cinco les tocó la china”.

La muerte de Txiki

Magda Oranich, de 79 años, permaneció junto a su defendido, Juan Paredes Manot, hasta el último segundo. Fue testigo de cómo seis guardias civiles, con pelucas y barbas postizas bajo el tricornio para no ser identificados, acribillaban a Txiki mientras permanecía atado a un poste en un claro del bosque junto al cementerio de Collserola, a 20 minutos de Barcelona. Oranich recogió 11 casquillos de bala que ha guardado estos años. La mitad (retratados en la portada de esta revista) se conserva en la Fundación Histórica de los Benedictinos de Lazkao (Gipuzkoa). Ella estaba detrás del pelotón, junto al también defensor Marc Palmés y el hermano mayor del reo, Mikel Paredes, que se abalanzó sobre los ejecutores cuando uno de los guardias se volvió hacia ellos entre burlas mientras hacía fuego.

Visitamos con Magda Oranich el escenario del fusilamiento de las 8.35 del día 27 de septiembre de 1975. La letrada va relatando la puesta en escena de aquella madrugada macabra: “No nos dijeron dónde se iba a realizar el fusilamiento y tuvimos que seguir su convoy desde la Modelo. No habría menos de 50 personas y 15 coches. Lo cortaron todo. Aquí estaba la ambulancia de la Cruz Roja donde los camilleros se echaron a llorar cuando todo acabó; aquí, los de la Social en sus coches negros con el comisario Gil Mesas al frente; al fondo se veía el cementerio donde le enterraron provisionalmente. Subimos por este terraplén hasta el pino grande. Txiki llevaba un jersey de lana azul que le habían hecho las presas de la Modelo. Todos los tiros le dieron en el pecho y la tripa. Sonaban como los petardos de antes de los fuegos artificiales: pac pac pac. Siguió cantando el Eusko gudariak hasta el tiro de gracia. Antes de enterrar a Txiki pudimos hacerle a escondidas una foto en el ataúd. Oculté el carrete en mi sujetador. Cuando un policía vino a cachearme, un oficial del Ejército le dijo: ‘A la señora, ni tocarla”.

Los escenarios de los fusilamientos producen hoy escalofríos. Ese pequeño claro en el bosque de Collserola, a 18 kilómetros de Barcelona; un muro en la granja de la cárcel de Burgos, que apestaba a bosta de vaca; un inhóspito campo militar de tiro llamado Matalagraja, a 40 kilómetros de Madrid. Los tres lugares permanecen como estaban, perdidos en su soledad y su absurdo. Imaginar lo que pasó en ellos hace casi 50 años es una pesadilla.

¿Ejecutores voluntarios?

Una vez aprobadas las condenas de muerte en el Consejo de Ministros del día 26, la patata caliente era quién los iba a ejecutar. “Los militares se negaban, creían que ya habían cumplido y les tocaba a otros matarlos. Además, algunos ya estaban pensando en su carrera después de Franco”, explica un oficial. “Había una distribución de funciones entre los militares, y los policías y los guardias, cierto clasismo de los primeros, que contemplaban su misión como más elevada y no se habían involucrado tanto en la represión directa. El Ejército tenía la certeza de que los matarifes tenían que ser las Fuerzas de Orden Público. Y así se hizo”, añade. Un coronel que entonces mandaba como capitán una Compañía de la Policía Armada insiste que ellos tenían poco que ver en todo aquello: “En realidad, solo fusilamos, porque los soldados del Ejército eran de la mili y no se les podía encargar eso”.

La organización, reclutamiento y la identidad de los miembros de los piquetes de ejecución sigue siendo un secreto de Estado. Los investigadores dudan de que exista una relación nominal de los ejecutores. En 2018 y en 2021, el diputado de Bildu Jon Iñarritu interpeló al respecto al Gobierno (bajo la inspiración de Arnaldo Otegi) y solo consiguió una larga cambiada: “El Ministerio del Interior no tiene información relativa a los hechos señalados en sus archivos”, fue la escueta respuesta dada.

El último Gobierno de Franco afirmó tajante que los miembros de la Policía Armada y la Guardia Civil que componían los piquetes de ejecución habían sido voluntarios. Trataba de demostrar la fortaleza y unidad del régimen. Una afirmación que hoy no se sostiene. También repitió que para evitar las venganzas personales serían policías los que fusilarían a los condenados por matar a guardias civiles y guardias civiles los que fusilarían a los asesinos de policías. Sin embargo, algunos ejecutores tenían una deuda de sangre directa con los ejecutados. En ese entorno, nada más concluir una de las ejecuciones, se escuchó a un policía con el humeante fusil bajo el brazo: “Este no vuelve a matar a uno de los nuestros”.

La maquinaria franquista funcionó. Las órdenes descendieron con eficacia desde el Gobierno hasta el último escalón militar, judicial, policial y carcelario. Los testimonios sobre los preparativos de los fusilamientos son mínimos. Quizás los más importantes estén en las memorias del general José Antonio Sáenz de Santa María, en aquel momento poderoso jefe del Estado Mayor y número dos de la Guardia Civil, redactadas en tercera persona, sobre los fusilamientos en Madrid: “Había que seleccionar un pelotón y un teniente para mandarlo. Para ello [Sáenz de Santa María] intentó encontrar voluntarios en la Compañía de Destinos de la Guardia Civil, pero no se presentó nadie. Fue necesario echar mano del orden regular de los servicios para designar a los ocho guardias que deberían efectuar los fusilamientos. Todos ellos, lo mismo que el teniente, recibieron la orden con muestras de desagrado, pero, en contra de lo que se temía, ninguno se negó”. El general continúa: “Los nombres de todos los miembros del pelotón serían mantenidos para siempre en secreto. Uno de los condenados murió en el acto, pero otros dos tuvieron que recibir el tiro de gracia del teniente, quien sufrió una crisis nerviosa que le mantuvo largo tiempo apartado del servicio”.

Otra fuente, un jefe policial de la época, nos aporta durante una conversación más luz sobre la voluntariedad de los pelotones: “En el acuartelamiento de Moratalaz, en Madrid, donde estaban las unidades móviles [de choque] de la Policía Armada, se ordenó la tarde del 26 de septiembre la formación en el patio. Los oficiales les comunicaron a los policías que había surgido un nuevo servicio, sin especificar, y que lo iban a echar a sorteo, porque sólo hacían falta unas docenas. Ante la duda, algunos argumentaron indisposiciones u obligaciones familiares que los mandos no tuvieron en cuenta. No obstante, sí hubo voluntarios, aunque no puedo afirmar con rotundidad que estos supieran a ciencia cierta que iban a ejecutar a unos reos. Hay versiones en los dos sentidos: una, que lo desconocían; otra, que lo sospechaban y se apuntaron”.

En torno a las 10.15 del 27 de septiembre se había acabado todo. Pero este capítulo final del franquismo había empezado unos meses antes con la muerte de cuatro agentes de la autoridad de los que pocos recuerdan sus nombres. Eran Gregorio Posadas Zurrón, de 33 años, con dos hijos; Ovidio Díaz López, de 31 años, con un hijo y su mujer esperando el segundo; Lucio Rodríguez, de 23 años, y Antonio Pose, de 49 años. Fueron víctimas del terrorismo, pero el asesinato de Estado al que se sometió a sus presuntos victimarios hizo caer sobre ellos la sospecha y el olvido hasta convertirlos en víctimas de segunda cuyas familias han preferido no hablar en este reportaje. Es lo que María Jiménez, profesora y experta en víctimas del terrorismo, define como una doble victimización: “Los ejecutados se convirtieron de manera automática en victimarios-víctimas y, a ojos de sus conniventes, elevados a la categoría de mártires. Al mismo tiempo, los agentes de cuyas muertes se les acusaba no solo fueron asesinados, sino que sus asesinos, a causa del castigo inmisericorde que el régimen les impuso, han acaparado la atención en términos periodísticos, bibliográficos y públicos”. Una tesis que comparte la abogada de las víctimas del terrorismo Carmen Ladrón de Guevara, que las define como “víctimas olvidadas a las que se ha tratado peor que a ninguna otra al ser fusilados injustamente los autores de su muerte”.

Entre agosto y septiembre de 1975 la dictadura puso en marcha su maquinaria para asesinar a cinco antifranquistas. Desde 1959 no se ejecutaba a un número tan elevado de personas. Centenares de funcionarios participaron en el hecho. El huracán de la transición se llevó al olvido esas muertes injustas. Al final, como recuerda Gerardo Viada, defensor del ejecutado Ramón García Sanz: “Cuando tras la ejecución fui a recoger sus pertenencias al Gobierno Militar, me entregaron un reloj barato, una cartera sin dinero y un transistor. Cabían en una caja de zapatos. Tanto dolor para tan poco beneficio”. 

Diario de un proceso

Cuando comenzamos a trabajar en este reportaje hace más de seis meses y se empezó a recabar una completa información documental (además de la oral o escrita de las fuentes directas con vida, o sus familiares y allegados) para su realización, se consultó a la Administración del Estado concernida (los hoy ministerio de Defensa y ministerio del Interior, en aquel momento ministerio del Ejército y ministerio de Gobernación) al respecto. La colaboración con la Comisionada para los 50 años de España en Libertad, Carmen Gustrán, fue completa y enriquecedora. A su vez, el ministerio del Interior nos proporcionó la documentación inédita que publicamos a continuación. Se trata de los expedientes personales de los cinco condenados durante su estancia en prisión y toda la documentación de su periplo carcelario y su enjuiciamiento, hasta el momento de su ejecución, realizados por la entonces Dirección General de Instituciones Penitenciarias.

Los dossier se inician con la filiación en prisión de los tres militantes del FRAP y dos de ETA con la elaboración de sus fichas carcelarias en las que constan sus huellas dactilares y datos completos, y concluyen con la notificación de haberse llevado a cabo su ejecución en Madrid, Barcelona y Burgos por fuerzas de la Policía Armada y la Guardia Civil. Los documentos reflejan el enjambre de administraciones implicadas de las Fuerzas Armadas, las Fuerzas de Orden Público y la Dirección General de Instituciones penitenciarias; las capitanías generales de la I, IV y VI Región militares, sus Secretarias de Justicia y sus Auditorías de Guerra. Unos documentos que demuestran que para dar apariencia de legalidad al juicio y ejecución de los cinco condenados de los que el día 27 se rememoran los 50 años de su muerte, todo el aparato coercitivo del Estado participó de forma intensa, conforme a las leyes de la dictadura y con todos los medios necesarios, para el proceso que concluyó con los cinco fusilamientos. 

José Humberto Baena Alonso

Miembro del FRAP. Fusilado el 27 de septiembre de 1975 en el municipio de Hoyo de Manzanares (Madrid).
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José Luis Sánchez Bravo

Miembro del FRAP fusilado el 27 de septiembre de 1975 en Hoyo de Manzanares (Madrid).
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Ramón García Sanz

Miembro del FRAP fusilado el 27 de septiembre de 1975 en Hoyo de Manzanares (Madrid).
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Ángel Otaegui Echeverria

Miembro de ETA fusilado el 27 de septiembre de 1975 en Burgos.
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Juan Paredes Manot ('Txiki')

Miembro de ETA fusilado el 27 de septiembre de 1975 en Barcelona.
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