Y tú, ¿cómo te sientes, psicoterapeuta?
Un tercio de los españoles tienen algún problema de salud mental, la mayoría de baja complejidad. Para lidiar con la “patología de la vida cotidiana” en la sanidad pública faltan especialistas y en la privada la sesión ronda los 80 euros. Aun así, ir a terapia se ha puesto de moda, aseguran psicólogos y psiquiatras. ¿Cómo lo viven ellos? Siete terapeutas, expertos en psicoanálisis o ‘mindfulness’, narran su vocación, cómo consiguen no llevarse el dolor ajeno a casa y por qué ningún paciente resulta aburrido.
¿Acaso tienen todos los psicoterapeutas algo en común? Pilar Revuelta Blanco, psicóloga clínica y psicoanalista, saborea su reformulación de la pregunta: “Humm, quiénes formamos esta tribu…”. La resuelve con una anécdota. Hace años, en una cena con colegas psicoterapeutas, uno de ellos preguntó al grupo cuántos eran hermanos mayores en sus familias. “No tiene rigor científico, claro, pero siete de ocho levantamos la mano”, dice la especialista de 62 años, que desde entonces ha comprobado muchas veces el patrón. “La mayoría hemos sido cuidadores desde pequeños”.
La llamada “crisis de sal...
¿Acaso tienen todos los psicoterapeutas algo en común? Pilar Revuelta Blanco, psicóloga clínica y psicoanalista, saborea su reformulación de la pregunta: “Humm, quiénes formamos esta tribu…”. La resuelve con una anécdota. Hace años, en una cena con colegas psicoterapeutas, uno de ellos preguntó al grupo cuántos eran hermanos mayores en sus familias. “No tiene rigor científico, claro, pero siete de ocho levantamos la mano”, dice la especialista de 62 años, que desde entonces ha comprobado muchas veces el patrón. “La mayoría hemos sido cuidadores desde pequeños”.
La llamada “crisis de salud mental” de las sociedades occidentales ha disparado, especialmente desde la pandemia, el malestar psicológico de millones de personas que cada vez más buscan un profesional que los ayude con ese dolor que no se puede señalar. El año pasado, el Barómetro Sanitario del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) preguntó por primera vez sobre salud mental (aunque el sondeo se lleva haciendo desde 1993) y resultó que el 17,8% de los encuestados había tenido necesidad de consultar a un sanitario (incluido el médico de familia) por un problema de este tipo. En la última encuesta europea de salud en España (2020), un 4,77% de la población de 15 o más años dijo acudir al psicólogo, psicoterapeuta o psiquiatra. Según el Informe Anual del Sistema Nacional de Salud, el 34% de la población padece algún problema de salud mental. Los más frecuentes son los trastornos de ansiedad, los del sueño y los depresivos. Sin llegar a diagnósticos severos, dentro de lo que Revuelta Blanco llama “la patología de la vida cotidiana”, le llega a consulta, por un lado, mucha angustia “en la que el cuerpo responde porque la cabeza no está pudiendo pensar”, y por otro, una desazón “marcada por la falta de propósito, ¿dónde voy?, ¿qué quiero?”.
En la ficción, el terapeuta es una figura recurrente mucho más allá de Woody Allen. Famosos como el cocinero Dabiz Muñoz en su documental o Aitana en La revuelta han contado con orgullo que van a terapia. Hay círculos en los que lo raro, lo sospechoso casi, es no ir a terapia. Y, sin embargo, sabemos poco de esa tribu al otro lado de la crisis de salud mental. Psicólogos, psiquiatras y médicos que después de sus carreras se han formado en psicoterapia para tratar con distintos enfoques y técnicas el sufrimiento ajeno. Hacen terapia cognitivo-conductual, sistémica, humanista, psicoanálisis… Sus herramientas son la palabra, el diván, el juego o incluso las redes sociales, y también, cuando lo consideran necesario, los fármacos.
En números, según el Libro blanco de la psiquiatría, hay 6.732 psiquiatras colegiados en España (no todos hacen psicoterapia), 4.393 de ellos en la red pública, la mitad por habitantes que en Francia o Alemania. Psicólogos, dice el INE, hay 40.417 y solo el 12%, con especialidad clínica, puede trabajar en la pública. Tampoco sabemos cuántos hacen psicoterapia, pero sí que son más del triple de los que había hace 20 años y que el 82% son mujeres. Y poco más.
Sentamos en los mismos sillones en los que ellos charlan con sus pacientes a siete de estos profesionales para que nos cuenten qué pasa por las cabezas de quienes intentan desentrañar lo que ocurre en las nuestras.
Buscando el ‘ikigai’
Las curiosidades banales se resuelven rápido: no, nunca usan a sus pacientes como anécdotas. “En casa me reprochan que no hable del trabajo, pero lo que pasa en Las Vegas…”, bromea la doctora Carme García Gomila, que dirigió la revista Temas de psicoanálisis.
Otra regla: no hay que hacerse amigo de los pacientes, ni ser terapeuta de los amigos.
En su vida privada, pinchan como todo el mundo. “No sé si ser psicólogo me hace mejor padre, porque ya lo era cuando tuve hijos, pero tengo menos paciencia que en la consulta”, dice Santiago Batlle, especialista en infanto-juvenil en la Seguridad Social.
Y la realidad no es como en las películas: “El cine muestra epifanías terapéuticas o casos extremos. En general la terapia es alguien contando que su jefe no le escucha… Nada trepidante”, admite Teodoro Herranz, psicólogo clínico.
Profundicemos: ¿qué les empujó a dedicarse a esto? “Ayudar pone”, dice risueña García Gomila, aunque no es lo que la mueve a seguir trabajando con 70 años tras 40 como psicoanalista. “Tengo un interés genuino por el otro y sé escuchar, siempre me han pegado unos rollos…”, bromea, “¡si no vigilo, camino a la consulta me hago cuatro visitas!”. Encontró su ikigai, dice, ese concepto japonés en el que una halla propósito al alinear “su vocación y su manera de ser con su profesión”.
“Dicen que nos metemos en esto porque todos los psicólogos cojeamos de algo…”, bromea también (¿o no del todo?) Teodoro Herranz, de 66 años, en la Escuela de Psicoterapia y Psicodrama que dirige en Madrid. Patricia Ramírez, de 54 años —@patri_psicóloga en redes—, cuenta, en su casa de Zaragoza donde graba los reels, que encontró la vocación gracias a su profesora favorita de COU: “Inspiraba y validaba a sus alumnos, una Pigmalión que alimentaba nuestro potencial”. La maestra había estudiado Psicología y no hubo forma de que la alumna fuese otra cosa. Marta Prat de la Riba, de 43 años, psicóloga y psicoanalista especializada en infancia, encontró su camino aún antes: sus padres la llevaron a análisis con siete u ocho años (luego regresó con 16 y durante más de 20). “Mi abuela fue la primera en analizarse volviendo del exilio en Uruguay, a mi madre le regalaron las obras completas de Freud a los 18, yo he crecido en ese contexto”, dice.
Cada cual tiene su casuística, pero a todos los mueve la empatía, y más aún la curiosidad. “A mí no me interesaba ser psiquiatra para diagnosticar y recetar fármacos”, dice Beatriz Rodríguez Vega, “entendía la disciplina como una investigación de la mente humana, de la de la persona que trabaja conmigo y de la mía”. La psiquiatra, de 65 años, introdujo el mindfulness en el hospital público La Paz (donde trabajó 40 años y fue jefa de sección) y en la Facultad de Medicina de la Universidad Autónoma de Madrid. Ella medita desde los años ochenta y pensaba: “Si esto es beneficioso para mí, por qué no lo va a ser para los demás”: “Pero entonces ni se me ocurría proponerlo en un entorno científico”. Por aquellos años Jon Kabat-Zinn, biólogo molecular del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT), empezó a “quitar la carga de ritual” a la meditación zen para traer sus beneficios a Occidente. Sus papers no hablaban del despertar budista, sino de neurociencia y el sistema nervioso. En 2009 Rodríguez Vega consiguió una beca para estudiar en Massachusetts el programa MBSR (Mindfulness-Based Stress Reduction) con el equipo de Kabat-Zinn. “Era la primera vez que se la daban a un psiquiatra en vez de a un cirujano para que aprendiese una técnica”, cuenta Rodríguez Vega, cuyo hospital (“imanes de sufrimiento”, los llamaba Kabat-Zinn) fue pionero en incorporar mindfulness en grupos de dolor crónico. En “el tsunami de la pandemia” sirvió para apaciguar a cientos de sanitarios: “Tocaba una campanilla y en medio de un pasillo o en una uvi parábamos unos minutos para estar presentes y practicar la autocompasión”.
Un aprendizaje constante
“En esta profesión no paras de aprender”, entona la tribu. La lectura ávida para estar al día, la formación continua, los cursos, seminarios y congresos… Para Carme García Gomila, aprender ha sido lo mejor de su carrera y lo que le quita las ganas de jubilarse. “Bueno, y que es una profesión de viejos”, dice, “cuando te haces mayor te vas volviendo invisible, pero en la consulta los pacientes te tienen en cuenta y tú tienes acumulado un montón de saber y comprensión, eres más persona, lo haces mejor”. Al mismo tiempo, admite que estudiar ha sido también lo más tedioso: “Hay autores tan arduos que se necesita un seminario de meses para entenderlos”.
La búsqueda les hace flexibles en sus técnicas, integrativos en sus enfoques, nada puristas, dicen. “La figura del psicoterapeuta sabio que se pone por encima del paciente ya no sirve”, opina Teodoro Herranz, que pasó años buscando el modelo más eficaz. “Al final opté por la escuela cuya filosofía se parece más a mi personalidad”. De nuevo el ikigai. En su caso fue el psicodrama, la terapia de grupo original desarrollada en los años veinte y treinta del siglo pasado por el psiquiatra rumano-estadounidense Jacob Levy Moreno, en la que a través de la representación de situaciones y roles se expresan sentimientos de manera creativa. El psicodrama le permite ser “muy propositivo”, dice Herranz, admitiendo que le cuesta “no ser activo a la hora de resolver”.
Patricia Ramírez tampoco ha parado de buscar. Para encontrar sus primeros pacientes se hizo “visitadora médica” de sí misma pateándose consultas de dermatólogos, ginecólogos o endocrinos que le derivasen casos psicosomáticos. Luego buscó un programa de radio para colaborar. Allí, un invitado le pidió que ayudase al marchador Paquillo Fernández, que había abandonado los mundiales de Edmonton “por algo de cabeza”. Meses después, el atleta batió un récord y le atribuyó parte de la hazaña a la psicóloga. Por aquello la llamó el Mallorca, y luego el Betis. Ha publicado una decena de libros (Educar con serenidad, Así lideras, así compites…) y con la explosión de Instagram (donde tiene 745.000 seguidores) su trabajo de divulgadora se volvió “tan intenso” que dejó la consulta. Aún gestiona una clínica online con 19 psicólogas autónomas. Lo último que se le ha ocurrido para “hacer llegar el mensaje de manera más lúdica” es hacer obras de teatro. En el luminoso despacho donde graba sus vídeos (sin filtros ni montaje, del tirón) hay un aro de luz, un trípode para el móvil y una desubicada caja de clínex que recuerda a cuando hacía psicoterapia ortodoxa.
Escudos frente al sufrimiento ajeno
En las siete consultas hay pañuelos para consolar el llanto. La más austera es la de Santiago Batlle, psicólogo clínico de 58 años en el Hospital del Mar de Barcelona. La cristalera que da al paseo marítimo es un espejo por fuera ante el que la gente se para para atusarse el pelo deprisa. Dentro, mesa y sillas de oficina, un póster de Magritte, un pequeño lavabo en una esquina que atestigua que la consulta podría servir para cualquier otra especialidad de la Seguridad Social.
Para Batlle, adjunto a la dirección de Atención Comunitaria en el Instituto de Salud Mental y responsable de Infanto-Juvenil, la decoración es el menor de sus problemas: saturación asistencial, patologías más graves, sesiones poco frecuentes o mayor dificultad para crear “el vínculo terapéutico” que en la privada. Incluso la gratuidad puede ser un handicap: “Cuando hay un coste, el compromiso es mayor”. A Batlle, que pasa consulta solo un día y medio a la semana, los problemas que no le dejan dormir son los de jefe, como una baja que sobrecarga aún más al resto de compañeros.
Prat de la Riba, que trata a menores por la privada también en Barcelona, les recibe en una consulta bien distinta. Dentro de un bonito local de doble altura ha creado, junto al arquitecto Jacobo Valentí (Casavells Estudio), una suerte de casa del árbol. Hay una escalera que trepar, libros, cojines de colores. “Mi herramienta es el juego”, dice acuclillada en una sillita. Muchos de sus pacientes autistas no hablan: “Te meten los dedos en la nariz, se chocan contigo, pueden pasar meses sin mirarte y tienes que conectar, que no hablen no significa que no tengan nada que decir”. Aun así, lo más difícil son los padres: “Hay que apelar a la responsabilidad de la familia sin entrar en la culpabilización, transitan por el duelo de no tener un hijo ideal”.
Aunque él es cognitivo-conductual y ella psicoanalista, ambos especialistas creen que la paciencia es clave para construir complicidad con el niño. Y cierto sentido del humor, añade Prat de la Riba. En previsión de esta entrevista, le ha preguntado a una paciente de 12 años por qué le gusta verla: “Contigo me puedo cagar en mis profes, mis padres, mis compis…”. La psicóloga traduce: “Hay que crear un espacio de libertad y seguridad donde la moral queda fuera”. Así se invita a explorar lo oscuro, lo vergonzoso, dice, apuntando otra virtud del psicoterapeuta: “Hay algo de lo insoportable del síntoma del otro que tú puedes soportar y el paciente registra esa escucha”.
“Tengo la capacidad de estar con el dolor, no me asusta”, coincide Rodríguez Vega, la experta en mindfulness. “Cuando una persona te cuenta una situación muy difícil, hay que resonar, pero al mismo tiempo soltar ese dolor. Es un equilibrio. No se trata de endurecerse, porque si te apartas del dolor ¿qué psicoterapeuta eres?”. García Gomila lo pone así: “Dejarse impactar, pero mantener el ancla emocional”. Si un psicoterapeuta la pierde, es mejor derivar el paciente a un compañero.
El setting también ayuda a dejar en la consulta la mochila de sufrimiento ajeno. Es la puesta en escena de la sesión, el lugar donde ocurre, la duración (45 o 50 minutos) o los honorarios (entre 50 y 120 euros). “Es un marco que separa dentro y fuera; un encuadre que protege tanto al terapeuta como al paciente”, dice Carme García Gomila.
“La terapia empieza en la puerta”, explica Pilar Revuelta, que tiene dos salas en su gabinete madrileño. En la primera, dos cómodos sillones de diseño enfrentados y un poco lejos. Los separó durante la pandemia y así quedaron; funcionaba: “Es fundamental tomar la distancia justa de las cosas para comprenderlas, como un cuadro impresionista, demasiado lejos se difumina, demasiado cerca, solo son manchas”. En la otra habitación tiene un diván de cuero. “Lo propongo a veces para profundizar”, dice. Con otros pacientes trabaja mejor online: “No tiene que ver con la patología, sino con la persona —los jóvenes lo ven supernatural— y con la geografía”. Hay lugares donde es difícil encontrar profesionales o acudir con cierto anonimato.
La chispa entre los dos
Cualquiera que haya ido a terapia sabe que hay un momento inicial raro en el que flota una pregunta: ¿funcionaremos bien juntos?
A los psicoterapeutas también les pasa.
“Yo tengo ante todo curiosidad por la persona que se sienta ahí enfrente”, dice Revuelta Blanco. “El ser humano es insondable, quieres entender, y la química que se genera tiene que ver con eso, con que la persona ahí sentada tenga ese mismo interés de búsqueda, desde ahí se puede trabajar; la terapia, sobre todo la psicoanalítica, es una cocreación”. ¿Y no hay sujetos que simplemente no les interesan? ¿Pacientes aburridos? “Cuando los residentes me dicen ‘no tengo ningún caso interesante’, siempre les contesto ‘lo que no es interesante es la mirada que has puesto, mira otra vez”, cuenta Rodríguez Vega. “Puede que el síntoma del paciente sea precisamente ser aburrido; te toca bailar con la más fea y ver qué le pasa”, asiente García Gomila.
En las parejas terapéuticas, como en las otras, la química importa. “Cuando no existe hay un malestar difuso. Si no lo consigues resolver, es mejor no forzar, porque toda terapia está basada en una relación”, dice García Gomila. Hay estudios que aseguran que la eficacia de las diferentes escuelas no tiene que ver con la orientación del psicoterapeuta, sino con la relación que se establece con el paciente. “Si hay química, la escuela es lo de menos”, zanja García Gomila paradójicamente porque acaba de publicar La guía de las psicoterapias (Arpa, 2024), en la que explica las distintas corrientes.
Un pique superado
El libro pretende ser “un lazarillo”. “La gente está muy desorientada sobre cómo, cuándo y dónde pedir ayuda”, dice la autora, que recibe a la mayoría de sus pacientes derivados por colegas. En la guía explica cómo acceder a servicios públicos y privados y desgrana “las distintas formas de ver la mente” y la cronología de las escuelas psicoterapéuticas. “Cuando surge una corriente nueva quiere cargarse a las anteriores y estas se defienden, pero aunque los que se miran mal hacen ruido, son los menos; la mayoría trabajamos sin rivalidad”, afirma sobre la histórica rencilla entre psicoanalistas y terapeutas cognitivos conductuales (TCC).
Resumiendo mucho ambos enfoques: el psicoanálisis se centra en el pasado y en la comprensión de patrones inconscientes de pensamiento y comportamiento y es un proceso a largo plazo (de media tres años, pero pueden ser décadas). Los psicoanalistas deben analizarse. La TCC se enfoca en el presente y en problemas puntuales, busca cambiar un comportamiento a corto plazo. En España, la formación universitaria es de esta orientación. Es la terapia que se ofrece en la pública y la que respalda la OMS.
“Nuestros protocolos se basan en la evidencia científica de la TCC”, dice en el Hospital del Mar Santiago Batlle, que estudió en Filadelfia con Aaron Beck, creador de la escuela. “Pero en los últimos años se están introduciendo técnicas de mindfulness, terapias de tercera generación…”. Batlle admite que al principio aplicaba a rajatabla los protocolos: “Con la experiencia comprendes que ello te convierte en un profesional eficiente; pero lo que te hace un buen profesional es saber adaptarlos”.
Desde el otro lado, García Gomila explica: “El psicoanálisis ya no es el de 1900″. Ella empezó a ejercerlo en los años ochenta, al tiempo que se montaban en España los servicios públicos de salud mental. “Éramos unos pioneros, explorábamos el vegetarianismo, el feminismo…”, pero también había más “pureza ideológica”, explica. “Todo eso ha cambiado, nos hemos ido adaptando a los avances de la neurociencia”.
Del tabú a la moda
Socialmente, la terapia ha pasado de ser tabú a convertirse “casi en una especie de moda”, dice Pilar Revuelta, que admite al mismo tiempo que en el mundo actual “no nos da tiempo de pensarnos”. Si en época de Freud afloraba la patología de la represión, hoy nos afecta la fragmentación, dice, citando la modernidad líquida de Zygmunt Bauman o la sociedad del cansancio de Byung-Chul Han. Prat de la Riba habla del “imperativo de felicidad del capitalismo”: “La promesa de que todo se puede tener hace intolerable estar tristes o preocupados a muchos sujetos sin que ello se convierta en parte de su identidad”. Ahora se diagnostica mejor, sostiene, pero también, a veces, se diagnostica de más.
Muchos especialistas hablan de la “psicopatologización de lo cotidiano”. “No todo es analizable, ni tiene por qué tratarse”, dice Prat de la Riba. “Hay una idea contemporánea de que hacer terapia es parte del ‘hay que cuidarse’, como ir al gimnasio. Pero no, tiene que haber sufrimiento, algo que se descoloca y no sabes qué hacer con ello”. Teodoro Herranz añade: “La actual cultura del narcisismo alimenta monstruos”, cuando el terapeuta es complaciente y el paciente busca protegerse y desarrollarse a toda costa, olvidando lo demás.
La demanda de herramientas psicológicas para el día a día también ha puesto de moda la autoayuda. Patricia Ramírez, que dejó la consulta por la divulgación, apunta: “El término está devaluado porque hay mucha autoayuda mala”. ¿Lo que ella hace es terapia? “No sé, pero terapéutico sí, la gente saca ideas para cambiar cosas”. Con lo que no traga es con el pensamiento positivo. “Buf”, suspira, “la idea de que si quieres puedes porque todo es actitud es una barbaridad”.
En la misma línea, Pilar Revuelta, que además de psicóloga clínica y analista es coach certificada con 15 años de experiencia, advierte sobre la disciplina que imparte en la Universidad Francisco de Vitoria: “El coaching serio no es un yes we can para nada”. Como coach trabaja con clientes, no con pacientes. Sus clientes tienen, explica, “un objetivo y necesitan encontrar un camino en procesos acotados en el tiempo”: un directivo que quiere cambiar de trabajo, un departamento de recursos humanos que debe actualizarse, una empresa familiar o una start-up de amigos que necesita clarificar sus roles profesionales. “Es bonito, pero no es terapia. Aunque salen miserias, hay menos sufrimiento”, concluye.
La encrucijada de la pública
Las miserias del trabajo son uno de los mayores estreses de la salud mental. No tener empleo multiplica por dos el riesgo de depresión, y tener un trabajo precario provoca más ansiedad que cualquier otra cosa, según las encuestas. Por lo privado, la psicoterapia está fuera del alcance de quienes estadísticamente más la necesitan. ¿La pública? La mayoría de los españoles acude al Sistema Nacional de Salud como primera opción (el 57%, según el CIS), pero solo el 14% consigue cita con un psicólogo o psiquiatra en menos de 30 días. El resto espera entre uno y tres meses (21%), más de tres meses (24%) o simplemente desiste. Al final, pública y privada se reparten los pacientes casi a partes iguales, pero un tercio de los de la pública no llega al especialista. Se quedan en los médicos de familia, quienes más psicofármacos recetan.
Es una pescadilla que se muerde la cola: con solo seis psicólogos clínicos por 100.000 habitantes (tres veces menos que la media europea), los problemas menos graves se solucionan con una pastilla en primaria, sin terapia que apoye el proceso. “Se dice que los casos leves saturan el sistema”, explica Rodríguez Vega, “pero hay tantos que si intervienes a tiempo dejan de convertirse en graves…”. Tras 40 años en la pública, ha elegido “hacer terapia con tranquilidad en la privada” antes de jubilarse. “Es más fácil”, dice, “las condiciones son ideales: un ambiente más cómodo, nadie interrumpe ni llama a la puerta… Y, sobre todo, no tienes 15 pacientes en una mañana”. En una consulta privada entran la mitad.
Desde el Hospital del Mar, Batlle explica que, a partir de la pandemia, hay psicólogos que hacen “intervenciones de baja complejidad” en los centros de primaria cada 15 días… Sin embargo, faltan manos. A pesar de las trabas, el psicólogo defiende que “es satisfactorio ejercer un servicio público en barrios desfavorecidos”, aunque admite: “En un gabinete privado de un barrio bien tu trabajo es más eficaz. No poder hacerlo bien por las circunstancias desgasta mucho”.
Para “no atender solo de Diagonal para arriba”, la psicóloga privada Marta Prat de la Riba cobra 50 euros por sesión, un precio bajo para el mercado, y acepta pagos simbólicos o en especie (por ejemplo, cajas de frutas). Interesada en “la cuestión comunitaria”, Prat de la Riba también tiene un proyecto con el colectivo okupa. “Me gusta poder hacer algo más allá del despacho”, dice.