Todos al mismo sitio a sacar la misma foto
Hordas de creadores de contenido se aglomeran en los lugares más emblemáticos del mundo en tal cantidad que asustan hasta a los turistas.
Nadie quiere vivir en un lugar frecuentado por tiktokers. Lo explicaba hace unas semanas la periodista Clio Wang en un artículo de la revista Curbed: entornos como Dumbo, el barrio neoyorquino que hace apenas cinco años se publicitaba como la alternativa genuina y plácida al Soho, se han convertido en territorio inhóspito por la presencia casi continua no ya de hordas de turistas, sino de influencers con trípode y coleccionistas compulsivos de selfis que hacen largas colas, mientras se peinan y se acicalan, para captar imágenes icónicas como la del puente de Manhattan entre las fachadas de ladrillo rojo de la calle Washington. Wang describe a tiktokers, instagramers y demás ramas del mismo árbol como especies invasoras que degradan y desvirtúan los ecosistemas urbanos en los que proliferan. La mayoría acude en busca de una imagen concreta, que ha captado su atención en alguna de sus redes sociales de referencia, y a lo único que aspiran es a reproducirla metiéndose ellos dentro. Yo estuve allí.
Esta banalización industrial de lo peculiar se estaría produciendo en ciudades de todo el mundo. En el barrio parisiense de Batignolles, en el londinense Sky Garden, en el Trastévere romano, en los madrileños templo de Debod y mercado de San Miguel, en el antes recóndito puente de Staalmeestersbrug, en Ámsterdam. En Barcelona, revistas como Time Out han contribuido a identificar rincones de postal no hace mucho inéditos, como la pintoresca y circular placeta Milans o los jardines Laribal, cuajados de cipreses y fuentes.
Al fotógrafo profesional Jordi Adrià le resulta descorazonadora esta proliferación de coleccionistas de imágenes: “Es lo contrario a la fotografía tal y como yo la entiendo. Todos buscan la misma foto, con la misma luz, el mismo ángulo y el mismo encuadre. Incluso le aplican después el mismo filtro”.
Hilos recientes en espacios participativos como Quora o Reddit plantean sin ambages una pregunta incómoda: “¿Por qué todo el mundo odia a los influencers?”. Emily Furlong, en la revista Medium, plantea que lo que en realidad inspira “odio” es la palabra influencer en sí, con su pretensión implícita de ejercer un poder (el de la influencia) que nadie te ha otorgado, y eso explica que los propios influencers rehúyan cada vez más la etiqueta y prefieran referirse a sí mismos como simples creadores de contenido. Sarah Manavis asegura en The Guardian que por cada seguidor del nuevo star system que se está consolidando en las redes sociales hay al menos un antifan, un detractor militante. Estos últimos se reúnen en entornos digitales como Tattle Life, Guru Gossip o Blogsnark, y llevan su inquina a extremos de tan dudoso gusto como celebrar las muertes accidentales de influencers que caen al vacío desde azoteas, cornisas, miradores y puentes o son engullidos por riadas y golpes de mar.
Lucy Morgan, en Glamour, atribuye semejante animadversión al estilo de vida disparatado y la arrogante ingenuidad de algunos creadores, pero también a un malentendido generacional: los influencers suelen ser jóvenes rechazados por la facción más resentida y cerril de la sociedad adulta. La tiktoker Renée Rodan va un paso más allá: en su opinión, gran parte de los que desprecian a las estrellas emergentes de internet lo hacen porque “en el fondo les gustaría ser una de ellas”. Pero también aporta un consejo: si aspiras a ser un verdadero influencer y que no te odien por ello, no te comportes como si lo fueses. Es decir, mantén un perfil bajo. Y cuando veas un redil de coleccionistas de imágenes digitales esperando para retratar el puente de Manhattan, huye, porque esa no es tu guerra.