Afganistán: el infierno de las mujeres
El regreso de los talibanes al poder ha provocado en Afganistán la mayor crisis para los derechos de las mujeres del planeta. Las leyes en esta dictadura islámica van dirigidas contra las afganas, que son víctimas de un cruel apartheid de género. Un viaje desde Kabul hasta las provincias más turbulentas para entender la vida en un Estado fallido, misógino y tribal.
“Cómo me voy a sentir siendo mujer en Afganistán, como si me hubieran robado la vida. Mira cómo voy vestida, me obligan a llevar esta ropa, a taparme la cara. Yo no he elegido esto”. Estamos en un hospital de la mísera periferia de Kabul. La doctora que pronuncia estas palabras va cubierta de pies a cabeza por un espeso lienzo negro que apenas deja al descubierto el óvalo de su rostro....
“Cómo me voy a sentir siendo mujer en Afganistán, como si me hubieran robado la vida. Mira cómo voy vestida, me obligan a llevar esta ropa, a taparme la cara. Yo no he elegido esto”. Estamos en un hospital de la mísera periferia de Kabul. La doctora que pronuncia estas palabras va cubierta de pies a cabeza por un espeso lienzo negro que apenas deja al descubierto el óvalo de su rostro. Tiene una mirada triste. Maneja un inglés perfecto. Revuelve entre los pliegues de su abaya, saca un móvil y muestra la imagen de una joven sonriente, con vaqueros, blusa blanca y la melena suelta: es ella hace poco más de tres años. “Nos han dejado fuera del sistema, sin un proyecto de vida, como un peso muerto. Me siento en un cementerio de sueños”.
Hace poco más de tres años, entre el 15 y el 30 de agosto de 2021, los restos de los ejércitos de Estados Unidos y de las decenas de aliados que participaron en la aventura militar afgana durante dos décadas abandonaron el país desde el aeropuerto de Kabul, dejando las pistas salpicadas de cadáveres de afganos que pretendían huir y el camino expedito a los talibanes para hacerse con el poder e imponer su dictadura islámica. En torno a 130.000 personas partieron durante esos 15 días de caos sin pasaje de vuelta. Fue una retirada con sabor a rendición. El resultado del acuerdo de paz firmado en Doha (Qatar), en febrero de 2020, entre la primera Administración de Trump y la cúpula de los talibanes, entre un diplomático con traje y corbata y un mulá con túnica y turbante. En ambas delegaciones no había ni una sola presencia femenina. Para un diplomático afincado en Afganistán: “En Doha no se negoció nada sobre los derechos de las mujeres, los derechos humanos y la protección a los civiles; se habló de seguridad y terrorismo. Los talibanes fijaron las condiciones. Y el mundo asintió y se marchó. Ningún país ha reconocido oficialmente ese Gobierno de facto talibán; ha habido sanciones técnicas y financieras, y se han congelado sus fondos en el exterior (unos 8.000 millones de euros), pero nos hemos olvidado de su gente. Afganistán ya no está en nuestra agenda”.
La derrota del 15 de agosto de 2021 la tendría que asumir para la historia Joe Biden. Fue el último regalo envenenado de Donald Trump. En una comparecencia ante el Congreso de Estados Unidos el pasado diciembre, Antony Blinken, el secretario de Estado en tiempo de descuento de Biden, se disculpó tibiamente por aquella huida precipitada y reiteró que su presidente no tuvo alternativa. Lo que no reconoció Blinken es que esa derrota militar y diplomática ha desencadenado la peor crisis contra los derechos de las mujeres de todo el planeta. Lo que Naciones Unidas califica como “apartheid de género”, y algunos países (entre ellos, España) presionan para que sea perseguido por la Corte Penal Internacional como un delito de lesa humanidad del Gobierno de los islamistas contra los 23 millones de afganas. El objetivo de los talibanes, que actúan al tiempo como clérigos, legisladores, policías y jueces, es eliminar sistemática y concienzudamente a las mujeres de la esfera pública y condenarlas al arresto domiciliario. Que tengan hijos (han proscrito los anticonceptivos), laboren el campo, trabajen en casa y sean invisibles. Ya lo son. Así justificó la actitud del Ejecutivo afgano su ministro del Interior, Sirajuddin Haqqani (un notorio insurgente por cuya cabeza ofrece el FBI una recompensa de 10 millones de dólares): “Queremos defender el honor, la reputación y la seguridad de nuestras mujeres”.
Es una vuelta a la casilla de salida tras 20 años de guerra, dos millones de muertos y centenares de miles de millones de euros enterrados en este territorio olvidado de Asia, basado en la agricultura (con énfasis en el cultivo de opio), con 45 millones de habitantes, surcado por crueles cordilleras, sin salida al mar y empotrado entre Pakistán, Irán y China y tres repúblicas exsoviéticas. Y que ha derrotado a las potencias de cada capítulo de la historia: la Inglaterra colonial del siglo XIX, los rusos en la década de 1980 y los estadounidenses en este siglo. Hasta llegar al actual callejón sin salida. Para tener una idea de las brutales restricciones de los derechos de las mujeres afganas en cuanto a libertad de movimiento, expresión y opinión, acceso a la justicia y la cultura, participación en la vida pública y la economía, vestimenta, educación, atención sanitaria, sexualidad o trabajo, solo hay que acudir a las fetuas de los primeros gobiernos de los entonces misteriosos talibanes, en 1996. Aún faltaban cinco años para el atentado de las Torres Gemelas y la invasión de Estados Unidos a Afganistán bajo el epígrafe de Operación Libertad Duradera, que buscaba acabar con los terroristas de Al Qaeda hospedados en su territorio. La consecuente operación de la Fuerza Internacional de Asistencia para la Seguridad (ISAF), formada por 50 países y liderada por la OTAN, pretendía estabilizar el país. Llegaron a tener a 130.000 soldados sobre el terreno. No lograron ni una cosa ni la otra. El desenlace de la interminable guerra de Afganistán (2001-2021) ha sido regresar al principio.
El país sufre un bucle temporal que conecta el presente con lo ocurrido 25 años atrás: los burkas, los AK-47, las flagelaciones y ejecuciones públicas, la pobreza, el aislamiento. La vida en Afganistán es un siniestro día de la marmota. Sin embargo, antes del regreso de los talibanes, hubo años de esperanza para las afganas bajo el protectorado de la comunidad internacional. Había 18.000 centros escolares en el país. Cerca de tres millones de niñas asistían a las escuelas primarias. Decenas de miles de chicas acudían a la Universidad. El 27% de los escaños del Parlamento estaban ocupados por diputadas y varias ocupaban departamentos ministeriales. También había juezas, fiscales y abogadas, directoras de hospital, cirujanas, profesoras, pilotos, artistas, locutoras de televisión y cantantes. En 2009 se redactó una avanzada legislación sobre violencia de género (la ley para la eliminación de la violencia contra la mujer) que penalizaba 22 formas de agresión, desde la violación y el matrimonio infantil, hasta el matrimonio forzado y la inmolación por la fuerza. Se creó incluso un Ministerio de Asuntos de la Mujer.
Nada más hacerse con el poder en 2021, los talibanes lo suprimieron e instalaron en su edificio el Ministerio de Prevención del Vicio y Promoción de la Virtud, dotado de su propia policía defensora de las costumbres. En días se prohibió a las mujeres volver al trabajo. Especialmente en el sector público. Solo quedaron exentas las profesionales de la sanidad, las maestras de primaria, las empleadas de seguridad y banca privada y (en algunos casos) las que estaban a sueldo de las ONG. En semanas se eliminaron 14.000 empleos femeninos en la Administración. Más del 60% de las afganas perdieron sus trabajos. Todo junto ha provocado una caída de ingresos en los ya depauperados hogares de hasta 1.000 millones de euros anuales. En marzo de 2022 se impidió acudir a las escuelas de secundaria a 1,5 millones de niñas a partir de los 12 años (lo que ha representado, según Unicef, más de 3.000 millones de horas de aprendizaje perdidas). En diciembre de ese año se las arrojó también de la Universidad, su último refugio. El ministro de Educación, el veterano señor de la guerra Muhammad Nadim, aclaró al respecto: “Las estudiantes no cumplían el código de vestimenta islámico, asistían a clases sin un tutor masculino, estudiaban en el mismo aula que los varones y viajaban de una provincia a otra sin un acompañante familiar. No podemos consentir que la Universidad se convierta en una herramienta para desestabilizar al Gobierno”. A finales de 2024 se clausuraron las escuelas privadas de enfermería. Casi 40.000 mujeres se quedaron fuera de sus aulas en un país que necesita 18.000 comadronas. Las mujeres solo pueden ser atendidas médicamente por profesionales del género femenino y la tasa de mortalidad infantil y maternal es la más elevada del planeta. “Si solo nos pueden tratar las médicas y enfermeras, y ya no se forman en la Universidad, quién nos va a curar, esto va a ser un holocausto”, analiza una profesional afgana.
Cuando se aterriza de amanecida en el inmenso y desierto aeropuerto de Kabul, al que llegan contados vuelos desde Dubái, Irán, Arabia Saudí y Pakistán, y los cuatro periodistas de EL PAÍS se encaminan al precario servicio de inmigración, el bucle temporal se activa: efectivamente, los talibanes gobiernan Afganistán. Al igual que entre 1996 y 2001. Aquellos feroces guerreros de aspecto rural, armados hasta los dientes, cuya logística militar eran las pequeñas motocicletas Lifan y Caspian, son la autoridad del país. Su Ejército y Policía. Un politólogo afgano divide al movimiento talibán en tres niveles: “El top circle tiene buena educación, han vivido fuera y quieren que se recupere la economía y el reconocimiento internacional, ofreciendo a cambio que Afganistán no vuelva a ser un santuario del terrorismo. El círculo medio son los burócratas, gente que viene del régimen anterior, se ha cambiado de chaqueta, se están adaptando a su estilo de vida y son imprescindibles para que el país no se derrumbe, porque los actuales talibanes no tienen experiencia de gobierno ni de gestionar un país. El problema es que decenas de miles de profesionales han huido en una dramática fuga de cerebros. Para terminar, el círculo inferior lo forman los talibanes que están en la calle, que son analfabetos y muy susceptibles; su niñez y juventud han transcurrido en plena guerra, tienen una educación rigorista y son los que meten miedo. Si sus mulás les ordenan que maten, matarán. Sin pestañear”.
Estos últimos nos reciben en el aeropuerto de Kabul. Visten una combinación de prendas tradicionales con complementos de camuflaje y el fusil al hombro. Nos interrogan con la mirada. Después llega la desasosegante comprobación administrativa en un cubículo de falsa madera donde bulle una tetera. Las únicas mujeres son tres empleadas que se dedican a los registros femeninos. El trámite de entrada no es largo. Pero nos retiran durante 48 horas los pasaportes. Lo que nos originará esa misma noche una larga detención en un check point de los talibanes, sin documentos, conexión en el móvil ni posibilidad de comunicarnos en inglés. Nos rescatará Naciones Unidas vía un teléfono internacional de emergencia. Al día siguiente, el jefe de seguridad de Unicef, antiguo oficial británico, intenta tranquilizarnos: “Los periodistas no son en estos momentos un objetivo militar. El problema sería un secuestro o que les pille un ataque en un check point, un tiroteo o un camión bomba. Limítense al programa y no se metan en líos”. Bienvenidos al Emirato Islámico de Afganistán.
Ondea en Kabul la nueva bandera blanca cruzada en negro con la inscripción vertebral del islam, la shahada: “No hay más dios que Alá”. Nos sumergimos en el hormigueo de una ciudad de cinco millones de habitantes con una pobreza que supera a la mitad de la población, y donde el 40% tiene menos de 14 años. Se suceden los mercadillos y puestos callejeros; la venta de verduras, frutas y pollos que corretean junto a ganchos con carne colgada a la intemperie; el cauce del río Kabul es un basurero donde desembocan las aguas fecales de la ciudad; abundan las mezquitas con cúpulas doradas; imperan los viejos taxis Toyota Corolla azul turquesa (muchos, con el volante a la derecha porque son más baratos de importar de Japón). Hay perros callejeros, barrizales, cambistas, niños y mujeres con burka pidiendo limosna, rebaños dispersos de ovejas y un tráfico sin ley orquestado por una sinfonía de bocinas. Las avenidas más importantes, especialmente en la Zona Verde que albergó a las embajadas (hoy cerradas o aletargadas), se convierten en embudos de controles y filas interminables de módulos de hormigón de cuatro metros de altura (los T wall) que protegen los edificios de los disparos y los coches bomba. Algunos han sido decorados con versículos del Corán y consignas políticas. Y pasquines gubernamentales indicando a las mujeres cómo llevar adecuadamente el velo. El muro que rodea la fantasmal legación estadounidense está cubierto por un gran grafiti que representa la bandera de las barras y estrellas desmoronándose por el empuje de muchas manos junto a este texto: “Nuestra nación derrotó a Estados Unidos con la ayuda de Dios”. Nadie parece prestarle mucha atención.
En las tiendas y peluquerías no hay representación de rostros. Está prohibido. Algunos anuncios femeninos han sido burdamente emborronados con pintura. Y los maniquíes, decapitados o sus cabezas cubiertas con bolsas de plástico. Los salones de belleza y peluquerías femeninas fueron obligados a cerrar el año pasado. Eran uno de los últimos lugares donde las afganas podían escapar unas horas de su clausura. Los talibanes son omnipresentes en las calles; las armas, ubicuas: viejos kaláshnikov reparados con cinta adhesiva para los niveles más bajos del escalafón y fusiles americanos M16 y M4 para los batallones de la muerte, que se mueven con displicencia en camionetas artilladas.
Las escasas mujeres que se ven por las calles llevan el rostro tapado con burka, velo o la socorrida mascarilla negra y tienen prohibido en su indumentaria las deportivas, los tacones y el color blanco. Los mandamientos de su comportamiento son interminables, no cumplirlos puede conducirlas sin juicio a la tortura y la cárcel. Entre los artículos más destacados de esa legislación están los siguientes: “La mujer debe cubrir todo su cuerpo. La mujer debe cubrirse la cara para evitar que se produzca un desorden o caos social. Las voces de las mujeres (en una canción, un himno, un recital, una reunión) también deben ocultarse. La ropa de una mujer no debe ser fina, corta ni ajustada”. Las niñas, camino de colegio, van con velo. Las afganas tienen vetados los baños públicos, los parques, cines, estadios, gimnasios, el transporte público junto a varones y la práctica de deporte en la calle. No pueden usar teléfonos inteligentes. No pueden conducir. Cuando van al médico deben ir acompañadas por un tutor. No pueden viajar solas a más de 72 kilómetros. No pueden abandonar el país.
Aunque la mayoría de los hombres son muy jóvenes, no se divisan prendas deportivas ni camisetas de fútbol, un deporte que ha sido desterrado del país. El críquet es el deporte nacional. Ellos tienen vetado, en genérico, “imitar a los occidentales en apariencia o carácter”. Visten el atuendo tradicional afgano (el salwar kameez) que debe ser de manga larga, holgado (sobre todo en algunas partes del cuerpo, según reza la ley) y por debajo de las rodillas. La barba debe tener al menos un puño de longitud (como establece la ley del vicio y la virtud, en su artículo 22). En esa línea de pureza indumentaria se han puesto de moda entre los hombres los chales sobre los hombros y las coloridas alfombrillas de rezar colocadas en el asiento de las motos, al estilo insurgente. La única divergencia estética masculina se desarrolla en el terreno de las prendas de cabeza. Abundan entre los jóvenes los pequeños gorros redondos de Kandahar (el territorio ultraconservador donde se originó el movimiento talibán), pero el turbante negro sigue marcando carácter entre los jerarcas. La popular gorra flexible pakul, habitual en los muyahidines que lucharon contra los soviéticos, no está bien vista por el régimen, aunque abunda en las montañas. Y las fuerzas especiales oscilan entre las gorras de béisbol y las kufiyas árabes cubriéndoles la cara, ambas conjuntadas con gafas negras Oakley.
Para acceder a nuestro hotel, el Serena, el clásico de los diplomáticos en Kabul, hay que atravesar cinco controles de seguridad, con rastreo de los bajos del coche, olfateo de perros, Rayos X, arcos de detección de armas y cacheos intensivos a cargo de talibanes. En el hotel es obligatorio pagar la factura en cash y en dólares: el Gobierno de Afganistán ha sido sancionado a permanecer fuera del circuito financiero internacional y, por consiguiente, del pago con tarjetas. Este hotel-búnker fue el objetivo de un atentado talibán en enero de 2008, con el resultado de ocho muertos. El hombre que decidió el ataque es hoy el ministro del Interior, Sirajuddin Haqqani. “Le dirán los líderes talibanes que Afganistán es mucho más seguro que en 2021, cuando murieron 35.000 personas”, explica un intelectual afgano, “y es cierto, ya no hay insurgencia, porque los insurgentes están en el poder. Y también se ha reducido en un 90% el cultivo de opio. Y eso le gusta a la comunidad internacional. El gran problema de los talibanes es el ISIS-K, una filial del Estado Islámico con la que combaten a diario, y que asesinó a tres turistas españoles en Bamiyán en mayo de 2024. Y también se esconden en su territorio otra veintena de grupos terroristas”.
Un par de meses después de esta entrevista en Kabul, el Estado Islámico asesinó en un ataque suicida en su despacho del centro de la capital al ministro talibán Khalil Rahman Haqqani, miembro del poderoso clan Red Haqqani y tío del citado Sirajuddin. Las divisiones entre los distintos sectores del movimiento talibán son, al parecer, profundas. Por un lado está la misteriosa ala religiosa del movimiento, recluida en Kandahar, con el mulá Haibatulá Ajundzadá al frente (al que nadie ha visto en persona), que dicta las normas y no tiene presencia pública (“lo que provoca en el país una mezcla de desconfianza y deificación”, según un intelectual afgano). Y por otro lado están los más posibilistas, en Kabul, que serían proclives a abrir la puerta a la educación de las niñas. El movimiento talibán no es una fuerza monolítica, está compuesto por un aluvión de razas, tribus, subtribus y clanes. Como caricaturiza un contratista occidental en Kabul: “A los talibanes les pasa como en la película La vida de Brian, en la que estaban el Frente de Liberación de Judea y sus escisiones, el Frente Judaico Popular y el Frente Popular del Pueblo Judaico, y así sucesivamente. Se llevan a matar. Les mantiene unidos el poder”. Decididamente, este país no es un lugar tan seguro como pregona la propaganda del Emirato en los medios diplomáticos para dejar de ser un Estado proscrito.
Entramos en Afganistán gracias a Unicef, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia. Siete de las principales agencias de la ONU no abandonaron el país en agosto de 2021, como hicieron todas las representaciones diplomáticas del mundo. Han permanecido aquí contra viento y marea. Algunos de sus miembros (unos 150 en Kabul, recluidos en un complejo amurallado en la carretera de Jalalabad que se asemeja a una prisión de alta seguridad) recuerdan aquellas jornadas de caos: los intensos rumores, el cerco de la capital por los talibanes desde sus cuatro puertas de entrada, la caída y la huida del anterior Gobierno, el terror de las mujeres, las caravanas para llegar al aeropuerto, los disparos y las explosiones.
Unicef tiene un mandato universal: ser la conciencia global de la infancia y, por extensión, de sus madres. La vida de sus trabajadores en Kabul es difícil. Su tiempo libre jamás transcurre fuera de las alambradas del complejo, por miedo a los secuestros y atentados. Están destinados en Afganistán sin familia. Rotan. Su dedicación es inmensa. El núcleo duro de su labor es proteger los derechos de la niñez y las mujeres. Llegan donde el Gobierno afgano no llega. Costean el salario de 27.000 profesionales de la salud, ayudan económicamente a otros 30.000 y corren con los gastos, las medicinas, el equipamiento y el entrenamiento en 2.400 centros sanitarios. Entre sus logros, atender sanitariamente en un año a 20 millones de personas, proporcionar agua potable (las diarreas son el primer motivo de muerte) a 2,1 millones y saneamiento a otro millón más; vacunar a 1,4 millones de niños y arrancar de la muerte a 715.000 severamente desnutridos. Y dar educación de emergencia a 686.000 menores (el 60%, niñas). “Cómo van a expulsar los talibanes a Unicef de Afganistán si les hace la mitad del trabajo, estarían chalados”, ironiza un diplomático.
Igual de esencial es su papel como testigos de cargo. Son observadores privilegiados de lo que pasa en los rincones más profundos de este país y de cómo la comunidad internacional puede remediarlo. Son una correa de transmisión con el exterior, testigos de los crímenes y vejaciones que viven las mujeres. Se mueven en una zona gris, en una diplomacia en la sombra con los talibanes, “donde hay que tener discreción para que no lo paguen los niños”, explica un miembro de la agencia. “El Gobierno no se puede mosquear con nosotros; tenemos que ir con pies de plomo. Mantenemos a diario una negociación subterránea. La educación de las niñas es la línea roja del Gobierno: no podemos hablar de ese tema. Pero, mientras, hacemos cosas, en voz baja, discretamente, sin darle publicidad. En caso contrario, nos lo suspenderían en el acto. No lo publicitamos, sino que se lo ofrecemos a las mujeres en nuestros centros, bajo cuerda. Son lugares seguros, donde las niñas están protegidas y las mujeres se pueden reunir y hablar; donde se cuida su salud mental, se habla de prácticas saludables de vida, del cuidado de los hijos y se proporcionan (bajo mano) enseñanzas básicas. En esa zona en sombra podemos explotar nuestras posibilidades, ir más lejos y dar una vida mejor a la gente”.
—¿Y cuál es el papel de los hombres afganos en todo ese proceso?
—Ellos jamás vienen a nuestros dispositivos. Su colaboración fundamental es que dejen venir a sus mujeres a nuestros centros, que no se lo impidan.
Una profesional afgana de Unicef en un hospital público explica: “Aquí tenemos un problema añadido: las heridas invisibles de las mujeres. Las niñas de 12 años se derrumban cuando las sacan del colegio y las recluyen en casa. No tienen oportunidades ni opciones. Solo casarse con alguien al que no pueden elegir. Y eso está machacando su cabeza. Padecen miedo, depresión, ansiedad, insomnio. Un tercio de las adolescentes sufren anemia. Pero también está favoreciendo su resiliencia. Ser mujer en Afganistán es muy muy difícil. Estamos capitaneando la oposición, sobre todo desde las redes sociales, porque en la calle somos un objetivo directo de los talibanes y nuestras manifestaciones se han reducido al mínimo. En los dos primeros años, el 90% de nuestras protestas eran callejeras. Ahora, solo el 6%. Todas estamos tocadas. El 50% de los suicidios se dan entre chicas muy jóvenes. Las afganas sobrevivimos entre la depresión, la resiliencia y la huida”. Una doctora afgana remacha en Kabul: “Cada mujer es torturada de una manera distinta, tanto mental como físicamente. El mayor dolor que soportan las niñas es la privación de la educación; la raíz de su sufrimiento surge de esta falta de escolarización. Se ven privadas de sus derechos, ni siquiera se les permite tener tiempo libre, elegir su ropa o aspirar a un futuro laboral. En Afganistán, si eres mujer, o resistes o te suicidas”.
Empotrarnos una semana en Unicef nos proporciona el acceso a algunos de los rincones más recónditos que han pasado más de 40 años en guerra y décadas gobernados de facto por los talibanes. Vamos a viajar al deprimido distrito de Kabul y a otras tres provincias: Paktia, una de las más religiosas y conservadoras, cercana a la frontera con Pakistán y feudo de la violenta Red Haqqani; Wardak, hermética, siempre tutelada por los talibanes, que los boinas verdes estadounidenses intentaron tomar sin éxito y donde instalaron una cárcel secreta, y la tribal Surobi, a la que se accede por el vertiginoso desfiladero Tang-e Gharu, donde fueron emboscados los rusos en la década de 1980 y los franceses en 2009. Nuestro medio de transporte son las bestias de las Naciones Unidas: todoterrenos Toyota Land Cruiser 300, con un peso de 5.000 kilos y un blindaje (según nos explica un oficial de seguridad) “capaz de resistir el impacto de todo tipo de proyectiles de fusil y la explosión de 15 kilos de TNT a dos metros”. Las tres horas de viaje a Gardez se harán por motivos de seguridad en una pequeña Cessna de la compañía aérea PACTEC, que se dedica a vuelos humanitarios. El aterrizaje se realiza (después de un intento abortado) en una pista con el aspecto y la textura de un camino de cabras. En torno a ella permanece en perfecto orden de revista la chatarra de una división acorazada soviética, con sus carros de combate roídos por el óxido.
En cada recorrido nos acompaña (y hace un informe de nuestros movimientos) una escolta de los talibanes compuesta por ocho milicianos en camionetas pick-up cuyos gastos corren por cuenta de Naciones Unidas. “Nos protegen de ellos mismos”, ironiza uno de nuestros conductores. Es una situación incómoda. Las traseras de sus vehículos son un revoltijo de armas y alfombrillas para rezar. Visten uniformes negros de camuflaje, kufiyas, gafas negras y guantes con los nudillos metálicos; barbas y melenas; llevan todo de tipo de armas (la mayoría, material dejado atrás por los estadounidenses), cascos, cuchillos, cargadores, granadas y unas largas bridas para inmovilizar de pies y manos. No estamos autorizados a hablar con ellos. Tampoco se dejan retratar, una ley del Emirato prohíbe “hacer fotografías o vídeos de cualquier objeto animado con computadoras, teléfonos móviles o cualquier otro dispositivo”. El primer día el traductor advierte: “Te pueden pegar un tiro en la cara”. El último día, uno de ellos, repantingado en un camastro con su fusil americano M16 sobre el pecho, rompe el silencio y nos explica con orgullo que forman parte del Batallón Badri 313, la élite de las Operaciones Especiales afganas, conectado con la Red Haqqani, y que han participado en todas las grandes batallas “contra el invasor” y en la toma del aeropuerto de Kabul “durante la conquista”. Cuando se cansa de responder, pregunta con cara de póquer: “Y usted, ¿qué opina de la religión? ¿Cree en Dios? ¿Es cristiano?”. Contestamos lo que el otro quiere escuchar: “Hay un solo Dios, aunque en cada sitio le llamamos de una forma”. Y añadimos un relato sobre Al-Andalus, una joya del islam de la que nunca ha oído hablar. “Me suena muy bien lo que me dice usted de ese sitio”, responde el talibán. Pero rechaza el retrato una vez más con un gesto de desprecio.
En el campo las mujeres son aún más invisibles. Desaparecen en sus casas de adobe sin dejar rastro. Es imposible hablar con ellas. La única pista de su existencia es su ropa tendida. Además de esta evidencia, lo más duro de Afganistán es la pobreza. Ya sea en las favelas retrepadas sobre Kabul o en aldeas que no figuran en los mapas. El cambio climático está causando estragos con sequías e inundaciones. Un campesino cobra cinco dólares por una jornada de trabajo. Se vive de las manzanas, las patatas, el maíz y las frutas de temporada. El 45% de los recién nacidos no está registrado; muchos se convertirán en niños soldados. Hay poblados sin agua ni luz.
La mayoría de las mujeres pare en casa. La ley en cada aldea emana de los ancianos, que imparten justicia de acuerdo a los códigos tribales. Lo explicaba en las montañas de Paktia el jefe de una tribu, con turbante negro y espesa barba blanca: “Los talibanes mandan en lo político y nosotros en la vida diaria. Nos repartimos el poder. Aquí somos orgullosos, solucionamos las cosas sin policías ni mulás. Si una mujer se quiere divorciar, yo le digo que por el pashtunwali [código pastún] no puede hacerlo y que se vuelva a casa con su marido y cambie su actitud”. Cuando se le pregunta al anciano de otra tribu sobre los derechos de las mujeres, contesta: “Tienen su sitio en la casa; y también se reúnen en entierros y en las bodas”.
La llegada de los talibanes al poder ha reactivado el circuito de madrasas (escuelas coránicas rigoristas), destinadas especialmente a las mujeres tras la prohibición de su acceso a la educación secundaria. Hay, según su Ministerio de Educación, más de 21.000, un 70% controladas por el Gobierno, a las que asisten cerca de 100.000 mujeres, que las aprovechan en muchos casos como la única alternativa para seguir estudiando, aunque sea a través del prisma del islam extremo. Lo confirma un afgano: “Mis hijas van a la madrasa un par de horas al día; por lo menos salen de casa, pero no tienen ninguna certificación oficial y les están metiendo mucha porquería en la cabeza”. En esa línea doctrinal, los talibanes han revisado los planes de estudio de toda la educación primaria, media y superior, de los que han eliminado, por ejemplo, el concepto de derechos humanos y la igualdad de género, para introducir materias como Recitación del Corán, Jurisprudencia Islámica o Figuras Prominentes del Islam. El aleccionamiento político-religioso es más descarnado que nunca. Durante una visita a un poblado recóndito de Wardak, donde Unicef ha instalado un servicio de agua potable para 430 alumnos en un colegio aislado, al final del acto, un chaval de 10 años es animado por sus profesores a entonar un cántico dedicado a los visitantes. Salmodia un rato. Suena claramente a recitación del Corán. Preguntamos a un profesor ataviado con aditamentos talibanes sobre el sentido de la canción. Nos engaña: “Es una tonada popular de los niños del colegio”. Cuando se va, se acerca otro docente y nos susurra en inglés: “Ha cantado parte de una sura del Corán sobre la guerra santa que dice: ‘Salid a luchar, sea cual sea vuestro estado, y combatid con vuestros bienes y vuestras vidas por la causa de Alá’. Trata de la yihad. Es parte del adoctrinamiento en las escuelas”.
Dos niñas, de 15 y 10 años, estudian Matemáticas en Wardak. “Nos gustaría seguir estudiando y servir a nuestro país”, dice una de ellas. “Pero las leyes son así”. La resignación también resuena en las palabras de una profesora llamada Sima: “¿Qué va a ser de ellas? Será lo que Dios quiera”. Otra mujer que prefiere mantener el anonimato se queja: “El Corán dice que tenemos los mismos derechos que los hombres, el derecho a trabajar y educarnos. Ese Corán de los talibanes no es cierto. Cuando una mujer no está educada, no puede educar ni ayudar a sus hijos”.
Un profesional afgano, de nombre supuesto Abdullah, tiene claro que el sistema educativo se está radicalizando: “Está cribando materias y reemplazando los planes de estudio modernos por enseñanzas religiosas. Vamos al precipicio”. Abdullah es un profesional de 40 años. Habla un inglés impecable y ha estudiado dos carreras. Tiene cuatro hijas. La mayor cumple 12 años: la edad en la que debe abandonar la escuela. Cuando habla de su futuro, se le humedecen los ojos.
—¿Qué piensan hacer con su hija?
—El año que viene tendrá que quedarse en casa aprendiendo con nosotros o, informalmente, por internet, como millones de niñas más en este país. El problema es que esos estudios online no están reglados, por lo que son una alternativa temporal. ¡Qué va a ser de ellas! Otra posibilidad es matricularla en una escuela clandestina, pero es peligroso. La escolarización de las niñas es la preocupación de los padres en Afganistán. Nadie está de acuerdo con esa medida, pero hay miedo y, por eso, miles de familias están abandonando el país. Hay seis millones de afganos refugiados fuera.
Comprobamos en algunas de las provincias perdidas de Afganistán cómo Unicef consigue que en sus pequeños oasis las niñas canten y bailen en un país donde se prohíbe cantar y bailar; continúen estudiando a partir de los 12 años en escuelas alternativas, y que las mujeres se reúnan y hablen entre ellas en un país que proscribe que se relacionen. Y reviven a niños desnutridos con complejos alimenticios F-75 y F-100, proporcionan agua potable a una población que en un 42% muere de diarreas y vacunan, median, forman, protegen, dan apoyo psicosocial y aportan la última esperanza a las mujeres en un Estado totalitario que las ha convertido en parias.
Una sola palabra del líder supremo, el comendador de los creyentes, Haibatulá Ajundzadá, oculto en Kandahar, puede cambiar la existencia de las afganas. Parece estar empeñado en no aflojar. “Los talibanes se sienten ganadores y no están dispuestos a hacer concesiones”, explica un profesional afgano. “Que la comunidad internacional no se olvide de nosotras, que no nos abandone, son nuestra última esperanza”, pide una enfermera. Tras la retirada en agosto de 2021, el mundo ha presionado al régimen con sanciones económicas que han machacado aún más un país donde la mitad de la población se muere de hambre y la esperanza de vida es de 54 años (30 menos que la de un español). Un reciente informe de las Naciones Unidas concluye que el país necesitará 2.500 millones de euros en ayuda humanitaria solo este año. El no reconocimiento diplomático de Afganistán es la última herramienta de presión de la comunidad internacional para lograr que los talibanes respeten los derechos de las mujeres. Pero ese consenso se está resquebrajando: Afganistán ya tiene embajadas abiertas en numerosos países del mundo y mantiene relaciones no oficiales cada vez más estrechas con sus vecinos, Irán, Pakistán, China y las repúblicas de Asia Central; con la mayoría de los países islámicos, la India y Rusia. Todas van reabriendo tímidamente sus legaciones en Kabul. “Frente al no reconocimiento oficial se va imponiendo la realidad de la normalización de facto”, explica un politólogo afgano, que continúa: “El último elemento de negociación que les queda a los talibanes son las mujeres. No tienen armas nucleares, petróleo ni socios poderosos. Y van a usar los derechos de las afganas como moneda de cambio para negociar las ayudas y el reconocimiento de la UE y Estados Unidos. Su único activo para chantajear al mundo es la subasta de los derechos de las mujeres”.
Cuando se le pregunta a una de ellas, la enfermera Wahida Arya, de 27 años, en el centro de nutrición de Lewai Baba Jan, si en Afganistán es preferible ser hombre o mujer, sonríe y contesta con carácter: “Yo prefiero ser mujer; somos mucho más fuertes”.