Radiografía de Cercanías, el tren de cada día
Se realizan cada año quinientos millones de trayectos en Cercanías (Rodalies en Cataluña), el ferrocarril que vertebra y cohesiona las zonas de más alta densidad de 13 ciudades españolas. Con una red olvidada durante dos décadas frente al AVE, renace con inversiones públicas nunca vistas.
David Viñolas es músico de jazz. Toca la batería, da clases de piano y produce a otras bandas para redondear su presupuesto. Es también un veterano activista por el servicio público del ferrocarril (“el de todos”, apostilla) desde la plataforma Perquè no ens Fotin el Tren (para que no nos jodan el tren). Es muy ágil en las redes. Conoce en tiempo real las incidencias en las Cercanías catalanas a través de distintos grupos de WhatsApp y rebota la información por X. No para. Tiene 45 años y es ciego de nacimiento. Nuestra cita es en la estación de Rodalies (la marca de Cercanías en Cataluña) de ...
David Viñolas es músico de jazz. Toca la batería, da clases de piano y produce a otras bandas para redondear su presupuesto. Es también un veterano activista por el servicio público del ferrocarril (“el de todos”, apostilla) desde la plataforma Perquè no ens Fotin el Tren (para que no nos jodan el tren). Es muy ágil en las redes. Conoce en tiempo real las incidencias en las Cercanías catalanas a través de distintos grupos de WhatsApp y rebota la información por X. No para. Tiene 45 años y es ciego de nacimiento. Nuestra cita es en la estación de Rodalies (la marca de Cercanías en Cataluña) de la barcelonesa plaza de Catalunya. A las 15.30 está puntual como un royal con su gorra hacia atrás y su bastón de invidente driblando la espesa marea de la segunda hora punta. “Me oriento preguntando. El problema de Rodalies es la falta de información, no te puedes fiar, pasa de todo”. Dicho y hecho: se atasca una escalera, el torno de acceso no se abre (ante el desconcierto de Viñolas, que está a punto de perder el tren) y la megafonía chirría. Hace mucho calor. Se anuncian retrasos. Los pasajeros se desesperan.
Es el vía crucis de este verano de metamorfosis ferroviaria, con centenares de obras en marcha en toda España y la oposición utilizando cualquier incidencia para atacar al Gobierno. Se aproxima la era del cercanías. Vuelve con fuerza el tren convencional. Que cohesiona, conecta, fija a la población y no deja a nadie aislado. Tras dos décadas de abandono a favor de la alta velocidad, hay sobre la mesa 18.000 millones de euros en dinero público comprometido y sincronizado con Bruselas (para infraestructuras, seguridad, comunicaciones, estaciones, urbanismo y material rodante) con el objetivo de seducir al doble de pasajeros y convertir estos ferrocarriles suburbanos que operan en zonas de alta densidad en la columna vertebral y las costillas de la movilidad cotidiana en España. “Y el derecho a la movilidad, como un vehículo de cohesión social y crecimiento económico, debe ser tan importante como el derecho a la sanidad o la educación, pero en nuestro imaginario está por debajo. Y los ciudadanos no nos rebelamos igual si funciona mal un tren que si funciona mal un ambulatorio. No tenemos interiorizada la movilidad como un derecho básico”, explica Joan Carles Salmerón, director del Centre d’Estudis del Transport (Terminus). El ministerio encargado del asunto fue rebautizado en noviembre de 2023 como de Transportes y Movilidad Sostenible; era una declaración de principios en la estela de la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.
Desde junio de 2018 la apuesta política del Ejecutivo de Pedro Sánchez por Cercanías ha sido firme y machacona. Hasta el punto de hacerlo gratuito desde septiembre de 2022 para los pasajeros que realicen al menos 16 viajes al mes. Una medida anticrisis tras la invasión de Ucrania que, según un informe de la Comisión Nacional de los Mercados y la Competencia, “ha beneficiado a una de cada diez personas”. El Gobierno tiene incluso en un cajón desde el mes de febrero (esperando mejores tiempos legislativos) el innovador anteproyecto de ley de movilidad sostenible, que la define como “un derecho social”, unido al “Estado del bienestar”. La estrategia del Ejecutivo es que sea “segura, sostenible y conectada”.
Por primera vez en las dos últimas décadas de Cercanías (un servicio que nació en 1989), el dinero para su renovación está presupuestado, licitado, adjudicado y fluye, algo que no ocurrió, por ejemplo, con el fracasado Plan 2008-2015, del Gobierno de Zapatero, que suponía 4.000 millones para Cataluña, y que heredó y arrumbó el Ejecutivo de Mariano Rajoy a partir de 2011. En esta ocasión serán 7.100 millones para Madrid, 6.400 para Cataluña, 1.600 para Valencia, 1.500 para Asturias, 1.300 para Cantabria. Y suma y sigue. Gracias al trampolín de los fondos europeos del Mecanismo de Recuperación. Sin embargo, todas las piezas del renacimiento de Cercanías en España, desde las obras hasta la llegada de al menos 280 trenes de alta capacidad (con un máximo de 2.000 plazas), en los que se invertirán más de 3.100 millones y que se están fabricando en Barcelona (Alstom) y Valencia (Stadler), no encajarán hasta 2030. Es un camino largo e incierto. Mientras, el torno de acceso al andén se le resiste a David Viñolas, que coloca su abono ante el lector en todas las posiciones posibles: “Es una lotería, pero se abrirá, soy un optimista compulsivo”.
Más de 400.000 personas usan cada día Rodalies, este tren de proximidad que conecta y capilariza Cataluña desde el Ebro hasta el Pirineo: 1.200 kilómetros de una red muy extendida (y muy baqueteada) que une 166 municipios y tiene a Barcelona como punto de encuentro. Y también como ratonera, por la dificultad geográfica de los accesos a la capital. David Viñolas vive en Centelles, a 55 kilómetros en dirección Vic. “Me pateo la R3 a diario. No le echo menos de dos horas. Es mi herramienta de trabajo, como la de tantas personas que viven fuera de Barcelona y vienen todos los días: trabajadores, universitarios, gente que va al médico, a reunirse, a hacer papeles. Jóvenes que no pueden pagar un alquiler en Barcelona o buscan calidad de vida fuera de la capital. Gente normal que demanda ocio y cultura. La R3 podría vertebrar nuestro territorio desde Puigcerdà (a 158 kilómetros, en la frontera con Francia) hasta Barcelona; dar vida a los pueblos y evitar que se vacíen, pero no la cuidan. Y no es algo coyuntural. Yo llevo de pasajero desde los 16 años y siempre pasa algo. Sobre todo en mi línea, en la que como solo tiene una vía, se suceden las retenciones para dejar pasar al tren que viene de frente. Vas sumando retrasos y te conviertes en alguien impuntual. Te pueden despedir. Y como tardas menos en coche, desistes. Ahora están duplicando las vías de la R3, pero van a durar años”. Se abren las puertas de un tren de la serie 447, con tres décadas de servicio en sus bogies (la edad media del parque de Cercanías en España ronda los 25 años y algunos han superado su vida útil). El músico supera un considerable escalón desde el andén jugándose el tipo (solo un vagón de este viejo convoy es accesible para las personas con movilidad reducida, pero hay que adivinar cuál es) y comienza su hora larga de viaje. Fuera del horario de máxima ocupación el recorrido es plácido. El vagón está silencioso. Los pasajeros, sumidos en sus móviles. El aire acondicionado, a plena satisfacción. Hay estudiantes con mochila y migrantes de muchos orígenes. David cuenta mentalmente las estaciones. Son 15. “Lo intento, por si la megafonía falla y me paso. Una noche no funcionó y me fui hasta el final de la línea. Era el último tren y volver a casa me costó 100 euros de taxi, lo que gano con las clases en una semana. Reclamé, peleé y Rodalies me los devolvió… un año después”.
Cada pasajero tiene una historia. Este tren impacta en su vida. La queja más extendida es la falta de información. Y la escasez de frecuencias. No tanto el confort como la fiabilidad. Y la necesidad de horarios cadenciados, memorizables, que permitan el transbordo en tiempo y forma. Es su tren de todos los días. “Un ferrocarril social”, describe Pere Macias, ingeniero de Caminos y comisionado para gestionar el traspaso integral de competencias del servicio ferroviario de Rodalies de la Administración central a la Generalitat, que firmaron el PSOE y ERC como condición imprescindible para la investidura de Sánchez en noviembre de 2023.
El cercanías es un tren cotidiano, humilde, de ida y vuelta, sin equipaje. De currantes con abono. Pero es, al mismo tiempo, un coloso que concentra el 90% del tráfico ferroviario en España, discurre por una red de 2.600 kilómetros, mueve al año a 500 millones de personas (frente a los 30 millones del AVE), lo que supone 1,5 millones diarios; vertebra el área metropolitana de 13 ciudades (Madrid, Barcelona, Bilbao, Sevilla, Valencia, Alicante/Murcia, Asturias, San Sebastián, Santander, Cádiz, Málaga y Zaragoza), de las que Madrid y Barcelona acaparan el 90% del tráfico; cuenta con 634 trenes y 761 estaciones, llega a los aeropuertos y conecta con el metro, los autobuses, los trenes de larga distancia y también los aparcamientos de patines y bicicletas, para recorrer la “última milla”. Debe ser el transporte intermodal (que combina con otros sistemas de transporte) por excelencia. Ese es el objetivo. También se intenta con su transformación integrarlo en el corazón de las ciudades y que su entorno no se convierta en una península de marginación: “Ya no es tanto soterrar como urbanizar y humanizar”, explica el ingeniero Alfonso Sobrino, uno de los directores de las obras de la madrileña estación de Chamartín, que va a doblar su capacidad en un par de años. “El problema es que estamos trabajando en la renovación al tiempo que el servicio permanece plenamente activo. De ahí los problemas. Es como si operas a un paciente a corazón abierto sin pararle el corazón y mientras continúa andando”.
El propietario de la red de Cercanías es (constitucionalmente, como de toda la Red Ferroviaria de Interés General) el Estado a través de Adif (Administrador de Infraestructuras Ferroviarias), que gestiona, mantiene y alquila esa infraestructura a los operadores. Los Cercanías comparten vías con trenes de mercancías y media y larga distancia (la Alta Velocidad tiene su propia infraestructura), que estresan su red y provocan continuas incidencias. El otro gran protagonista del sistema ferroviario es Renfe, que es la operadora en exclusiva de Cercanías (al menos hasta 2027, con una posible prórroga hasta 2033, cuando el servicio se abrirá completamente a la libre competencia), dueña de los trenes, realiza su mantenimiento, aporta los maquinistas y gestiona centenares de estaciones. La Administración General del Estado realiza sus inversiones mediante contratos plurianuales (de entre cinco y diez años) con esas dos empresas públicas, que se escindieron en 2005 por exigencia de las directivas de liberalización del transporte ferroviario en la UE.
El servicio de cercanías en España no tiene un propósito comercial (al contrario que el AVE); su objetivo no es obtener beneficios, es una obligación de servicio público (OSP) del Estado que compensa a Renfe por su déficit tarifario, es decir, subvenciona la parte del coste de cada viaje que no se cubre con el precio del billete y que está en torno al 50%, algo así como 1.000 millones de euros al año. La clave de cercanías es llegar a todos los sitios, capilarizar el territorio, no dejar a nadie atrás, y para conseguirlo, el usuario paga menos de lo que cuesta ese servicio y el Estado abona la diferencia. A primera vista, no es rentable. Sin embargo, los expertos afirman que aporta social, económica y climáticamente más de lo que recibe. Un informe de la AIReF (Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal) de 2019 cuantifica ese rédito social: “Se ha estimado en 2,47 euros por viajero de Cercanías el ahorro en externalidades, muy por encima de la subvención media por billete”. Según otro informe del Ministerio de Transportes: “Se ahorran 425 millones de euros al año por disminuir la congestión urbana, accidentes, ruidos y emisiones”.
El sistema de cercanías no tiene rival en sostenibilidad. Para empezar, en capacidad, seguridad y frecuencia. Evita ruidos y atascos, se alimenta principalmente con energía renovable, transporta a un gran número de personas y consume un territorio mínimo: “La equivalencia entre una autopista y una línea de Rodalies, con vía doble, es de 12 carriles de coche”, explica Ricard, un técnico de operaciones del Centro de Gestión de la estación del Clot de Barcelona. Al ser eléctrico, su huella climática es muy inferior al resto de los transportes de viajeros. Según la Agencia Europea de Medio Ambiente, “el sector del transporte representó el 25% de las emisiones de gases de efecto invernadero de la UE. Las emisiones se deben principalmente al transporte por carretera (72%). El transporte marítimo y la aviación representan cuotas del 14% y el 13%, mientras que el transporte ferroviario representa una cuota de tan solo 0,4%”. Su coste por plaza y kilómetro es el más bajo del sistema. Atraer a 200.000 personas más a Cercanías (como pretende conseguir el Plan de Rodalies en 2030) supondría extirpar de las carreteras de acceso a Barcelona cerca de 150.000 coches (según el cálculo de 1,4 viajeros por vehículo).
El Cercanías apenas descansa cuatro horas. Desde el momento en que María, una veterana maquinista madrileña, apaga las luces, baja el pantógrafo y cierra su tren Civia en la “playa de vías” de la estación de Atocha pasadas las doce de la noche; y que Juan Carlos Díaz ataca la limpieza de ese convoy con manguera y cepillo, hasta que a las cuatro de la madrugada Demetrio las enciende en el Centro de Gestión de Cercanías del que es jefe de sala, en la misma Atocha. Su frontal está tapizado con una pantalla de una veintena de metros donde está representado digitalmente el mapa de Cercanías madrileñas. La red es menos extensa, pero la malla es más densa y circular que la de Barcelona. Son 400 kilómetros (un tercio de Rodalies) con nueve líneas, 96 estaciones y 280 trenes que transportan a diario a 700.000 personas.
A las cinco de la madrugada comienza el show. Una veintena de operadores se sientan ante sus ordenadores frente a esa pantalla y se sumergen en un laberinto de 1.300 circulaciones diarias con sus continuas incidencias. Puede ser un arrollamiento, una avería en la red, un ataque vandálico, un maquinista indispuesto, una inundación, un mercancías que ha descarrilado o una puerta forzada. A cada situación hay que darle respuesta, informar por la megafonía y las redes sociales a los pasajeros, llamar a la policía o las ambulancias, contactar con el maquinista por el teléfono interno de seis dígitos y, sobre todo, organizar un plan alternativo con autobuses, “para que un solo retraso no te monte un acordeón en toda la red que te joda el día”, indica una operaria enfrascada en sus diagramas. “¡Getafe, cinco minutos de retraso!”, vocea.
Madrid despierta. Durante la noche se han realizado las obras más complejas y de mantenimiento de la red. La hora punta transcurre de las 6.30 a las 9.00. Son 300 circulaciones simultáneas. Hay entre cada convoy una distancia de seguridad controlada electrónicamente y con bloqueos automáticos. Todo el tráfico pasa por Atocha, que hace 40 años era un apeadero marginal de las primitivas Cercanías. Entrevías es la estación de máxima carga a las 7.39. Cada tren figura en la pantalla del Centro de Gestión como un número rojo que indica su origen y destino. Esos convoyes virtuales van evolucionando por la red. Hay una planificación de la circulación diaria plasmada en unos jeroglíficos gráficos (los programas de día) con los horarios, convoyes, cruces de trenes y preferencias de paso. “Todo está muy rodado, pero las incidencias rompen esa malla perfecta”, explica Juan José Celaya, uno de los profesionales del Centro. “La clave es que la realidad se adapte a nuestra planificación, pero nunca pasa. El secreto del servicio es cargar y descargar rápido y acelerar. Una parada dura un minuto, pero si un señor se pilla el abrigo con la puerta, ya son tres. Y se van acumulando. Al final, una incidencia en Parla afecta al aeropuerto de Barajas, a 30 kilómetros. Esto no es un circuito cerrado, como el metro, aquí todo está conectado, al aire libre, y hay un efecto mariposa”. Una de las inversiones cruciales del plan de Cercanías será la implantación del Sistema Europeo de Gestión del Tráfico Ferroviario (Ertms, por sus siglas en inglés), exigido por Bruselas, y que permitirá la interoperabilidad de los trenes europeos y la reducción de la distancia entre convoyes, lo que aumentará el número de trenes en la red hasta uno cada tres minutos. El reto es la frecuencia.
La encargada de pilotar sobre el terreno esa transformación llega cada mañana a su despacho del Ministerio de Transportes de Madrid en la línea C2 de Cercanías: 20 minutos entre Vallecas y Nuevos Ministerios. “El servicio es bueno, pero falla la información, es una red compleja y, con tantas obras solapadas, se complica”. Marta Serrano es secretaria general de Transporte Terrestre. Ingeniera de Caminos, especialista en planificación urbana, ha trabajado en las empresas públicas de transportes de Valencia y Madrid. “Este Gobierno está comprometido con las personas, no con los coches; se está invirtiendo en movilidad, no en infraestructura; no se trata de hacer obras faraónicas, sino de dar servicio. Hay que lograr que la gente use el transporte público y desincentivar el uso del coche. Y eso cambiará nuestras ciudades. Entre las razones de los usuarios para no utilizar el transporte público, la mayor, con un 60%, es la ausencia de un servicio suficiente. Y si lo hubiera más y mejor, lo usarían. En Cataluña, la inversión en Rodalies va a ser la mayor de la historia”.
—¿Las inversiones públicas tienen ideología?
—Por supuesto. Nosotros pretendemos provocar el menor impacto sobre el medio ambiente y el territorio, descarbonizar. En España, desde los años cincuenta, se primó el coche. Se hicieron ciudades a la mayor gloria de los combustibles fósiles; se construyeron autopistas y se olvidaron de las carreteras locales. Y lo mismo con el tren. Ahora tenemos que revertir esa forma de entender el país. La derecha dejó de invertir en el ferrocarril convencional por su visión de la sociedad. Optaron por el coche por centralismo e individualismo. El modelo de éxito de la derecha es el cochazo. El mío, el transporte público.
El concepto Cercanías nació en España a finales de 1988. Hasta entonces, el tren era para viajes de larga distancia con maleta y bocadillo. Cercanías fue la consecuencia de un cambio demográfico, urbano, económico y social. Capitales más extensas que absorbían municipios limítrofes, nuevos modelos productivos, ciudades dormitorio, el acceso generalizado a la educación, la llegada de la inmigración. Madrid pasó en 30 años de dos a siete millones de habitantes. Desde entonces, el Cercanías ha doblado su número de usuarios, algo que se pretende lograr de nuevo en 2030. Le dieron nombre, sentido, forma y una imagen corporativa dos visionarios, un ingeniero y un diseñador: Javier Bustinduy y Alberto Corazón. Lo que en un principio era un servicio marginal, con trenes azules divididos en departamentos, asientos de piel sintética, ausencia de aire acondicionado y con apeaderos marginales, se iba a convertir en el tren cotidiano. Con una personalidad reconocible en blanco y rojo, un logotipo, estaciones propias y material rodante diáfano, con más puertas y más grandes, menos asientos y más resistentes y con megafonía centralizada. Cercanías fue el “niño mimado” de las inversiones del Plan Felipe 90/93. Hasta que a mitad de camino, en el icónico 1992, surgió el AVE que unía Madrid con Sevilla y, en solo 15 años, España se convirtió en un país de aves: el Estado con más kilómetros de alta velocidad después de China. Europa tuvo mucho que ver con ese modelo. Según explica el estudio de AIReF Infraestructuras de transporte, de 2019, “España recibió 57.641 millones de euros en el periodo 2000-2020 para infraestructuras de transporte a través de los fondos de cohesión y Feder. Este periodo de potentes inversiones culmina en 2009, año en el que comienza a descender el gasto hasta que en 2018 se alcanza el mínimo en la ratio inversión en infraestructuras de transporte sobre PIB desde 1985″.
El citado estudio de AIReF es la piedra de Rosetta que desentraña la decadencia del Cercanías en España. Refleja la caída de inversiones en el servicio (que fue similar en Barcelona y Madrid, aunque en esta más paulatina) desde que comenzó el nuevo milenio y, por el contrario, el ascenso continuado de la inversión en AVE: “Frente a los 3.600 millones desembolsados en Cercanías entre 1990 y 2018, en alta velocidad se invirtieron 55.888 millones. Solo en el año 2012 se invirtieron en alta velocidad 5.226 millones, un importe muy superior a lo invertido en los últimos 28 años en Cercanías”. Para el ingeniero Pere Macias, “ha supuesto una descapitalización brutal de la red convencional, en recursos económicos y en profesionales”. Y añade: “Dos décadas sin invertir y sin comprar un tren no hay país que lo resista”. Para otro ingeniero a pie de vía en unas obras del extrarradio de Madrid: “El mantenimiento del servicio se ha llevado a cabo más o menos, porque está programado, pero no ha habido renovación del material. El dinero se fue al AVE. Y, como resultado, Cercanías es más lento y menos fiable. Ahora queremos duplicar nuestra capacidad en Madrid, de 250 trenes a 400. Para hacer esa tortilla tengo que cascar los huevos. Yo cortaría la red un año y listo. Pero el Gobierno no se lo puede permitir y hago lo que puedo, en las bandas de mantenimiento de cuatro horas. Y se suceden las incidencias”.
¿Por qué se dejó de invertir en el Cercanías? Pere Macias (exdiputado y exconseller nacionalista de CiU y autor del Plan de Rodalies 2030) ve detrás de esa estrategia un intento de recentralización del Estado. Refiere una frase de José María Aznar de 2000: “El AVE tiene que poner cualquier ciudad a cuatro horas de Madrid”. Una tendencia que, según él, continuó al pie de la letra el siguiente Gobierno socialista, con otra sentencia, esta de la entonces ministra de Transportes, Magdalena Álvarez, en 2007, también con relación al papel del AVE: “Vamos a coser España con cables de acero, unirlo, conectarlo y hacernos sentir más españoles a través de la alta velocidad”. En contraposición a esa corriente radial y jacobina, Rodalies se iba a convertir en un peón de la batalla política entre el independentismo y Madrid. Para el nacionalismo radical, suponía uno de los últimos residuos del Estado en Cataluña. En 2009, la Generalitat consiguió el traspaso del servicio (de acuerdo con las disposiciones contempladas en la Constitución y el nuevo Estatut). En enero de 2010, el entonces Ministerio de Fomento materializó el traspaso a la Generalitat de los servicios de Rodalies. “Era lo lógico, en toda la UE se tiende a que los transportes se manejen desde la administración más próxima (como en Francia o Alemania), porque la gestión económica cercana siempre es mejor. Pero esta tuvo trampa”, explica Joan Carles Salmerón, director del Centre d’Estudis del Transport. “Se vendió a la opinión pública que se había traspasado a Cataluña, pero no era cierto. No se transfirió ni la infraestructura (que es de Adif) ni los trenes y maquinistas (que son de Renfe). El Govern se hizo cargo de los horarios, tarifas, información, frecuencia y, sobre todo, de pintar de naranja los trenes con el logo de Rodalies. Pero el control efectivo ha seguido durante estos 14 años en manos del Estado. Que no ha invertido ni un euro. Ahora, con el traspaso, se intenta revertir esa situación. La clave es que la Generalitat tenga el dinero, porque el que tiene el dinero, manda”.
En poco tiempo, el caos de Rodalies se convirtió en un arma del independentismo. En algo así como el “España nos roba” pero en el terreno ferroviario. Y cada incidente (miles cada año) fue amplificado por los medios públicos catalanes. Así se fue acuñando en la conciencia colectiva catalana la idea de que la única solución era el traspaso integral. Algo en lo que lleva trabajando todo este año Pere Macias junto a su equipo. Mientras, la imagen del servicio ha ido cayendo en picado. Tardará en recuperarse. Se ha llegado a acuñar un hashtag con fortuna en las redes: #putaRenfe. Y el deteriorado servicio ha sido presa del vandalismo. Según una comparecencia del ministro Óscar Puente en el Senado: “En España se han producido un total de 11.151 incidencias en Cercanías, desde el año 2019 hasta el 31 de marzo de 2024, incidencias relacionadas con la seguridad, de las cuales Adif y Renfe no tienen ninguna responsabilidad: robos, agresiones, actos de vandalismo. En Cataluña, 5.805 de esas 11.151, el 52,1%”.
Apostarse cualquier mañana en la estación de Catalunya o en la de Atocha supone contemplar una procesión de trenes grafiteados hasta cegar sus ventanas. Algunos se tienen que quedar en cocheras al impedir la visión del maquinista. Antonio Carmona, director de Rodalies, afirma que el 60% de sus convoyes circulan pintados. El vandalismo le cuesta a Renfe 25 millones al año. En el centro de mantenimiento de Renfe de Cerro Negro, en Madrid, Manuela y Marina, enfundadas en sus EPI y con las caras cubiertas con máscaras industriales, friegan uno por uno los grafitos de los cercanías madrileños con cepillos de cerdas y detergentes amables con el medio ambiente. Cae un sol a plomo. Es un trabajo duro. Cobran 1.200 euros. Manuela, que lleva en esto 17 años, afirma: “Aquí no hay ningún túnel de lavado, somos esta y yo a mano siete horas al día. Y somos personas sencillas, no máquinas. Los que pintan, que se lo piensen”.
Este año se han cumplido 35 años del servicio de Cercanías en España. Es una historia de éxito y también de desidia. Los próximos años serán cruciales en su transformación y en su papel como elemento clave de la movilidad. Y también para ver si el traspaso de Rodalies a la Generalitat es el bálsamo que mejora el servicio en Cataluña. Mientras, el tren en el que viaja David Viñolas llega a su pueblo, Centelles. “Vais a ver ahora cómo me tiro al vacío”. Se abre la puerta. Hay medio metro entre el vagón y el andén. El músico salta con decisión. Permanece una décima de segundo en el aire. Aterriza con maña. Y se ríe. “Así todos los días”.