De Greta Garbo a Rod Stewart: Copacabana Palace cumple cien años de glamur, escándalos y excelencia
El hotel donde orinó Marlene Dietrich en una cubeta de arena. Donde nadó sola Lady Di, tan lejos de Carlos. Donde (supuestamente) se bañó desnuda Janis Joplin y fue expulsada. Donde tantas son las leyendas, tan magnífico el servicio, hay una única cosa esencial: el alma carioca
Lo que realmente hace especial al Copacabana Palace, con sus cinco estrellas, sus 100 años de historia recién rebasados, llenos de anécdotas estrafalarias y glamurosas, es lo a gusto que se está en el desayuno charlando con Luiz Filipe Ribeiro sobre O Fenômeno —Ronaldo—, Gaúcho —Ronaldinho— o la nueva sensación del fútbol brasileño, Endrick. Lo que, antes de nada, hace especial a este alojamiento exclusivo es su cosa menos exclusiva: esa esencia carioca, que es pródiga, que se derrama, que está por todo ...
Lo que realmente hace especial al Copacabana Palace, con sus cinco estrellas, sus 100 años de historia recién rebasados, llenos de anécdotas estrafalarias y glamurosas, es lo a gusto que se está en el desayuno charlando con Luiz Filipe Ribeiro sobre O Fenômeno —Ronaldo—, Gaúcho —Ronaldinho— o la nueva sensación del fútbol brasileño, Endrick. Lo que, antes de nada, hace especial a este alojamiento exclusivo es su cosa menos exclusiva: esa esencia carioca, que es pródiga, que se derrama, que está por todo Río de Janeiro, que no se puede empaquetar como producto ni vender como experiencia. Esto es: la alegría solar, el ánimo dorado y ancho del joven camarero Luiz Filipe Ribeiro cuando encara la enésima chapa sobre fútbol, cuando te cuenta cómo se hace el panecillo de tapioca que saboreas: esto es lo primero. Y luego todo lo demás.
“Desde que abrió, este es un hotel donde la gente se siente bien”, dice por correo la escritora Francisca Matteoli, autora de Copacabana Palace. Where Rio Starts (Vendome Press, 2023), libro con un primoroso despliegue fotográfico. No dice que la gente se siente importante o la gente se siente única o la gente se siente como si estuviese en el cielo. Dice algo que es más esquivo para un sitio tan caro: “La gente se siente bien”. Sostiene que el Copa —para los amigos— no se debe valorar en términos de estricto lujo material. “Para mí es una cuestión de charm, de esa cosa eterna que mejora con el tiempo y pasa de generación en generación, como ocurre con mi familia, que empezó a venir al hotel desde que abrió en 1923. Yo conozco Río y el hotel bien y nunca deja de sorprenderme la calidad humana con la que me encuentro aquí”.
Ahora todo lo demás.
Veámoslo.
Todo lo demás puede ser beberse una botella de champán en la piscina semiolímpica —”nuestra legendaria piscina”, repiten siempre en el Copacabana; “legendaria” siempre delante de “piscina”— donde una madrugada de 1991 nadó sola Lady Di mientras el príncipe Carlos, a una distancia continental, disfrutaba de la Amazonia o donde en 1970 Janis Joplin, meses antes de morir de una sobredosis de heroína en Los Ángeles, supuestamente se metió desnuda y supuestamente fue “convidada a dejar el hotel”, hitos referidos en Copacabana Palace. A Hotel and Its History (DBA, 2009), crónica del periodista Ricardo Boechat (1952-2019).
De modo que todo lo demás puede ser beber champán en la legendaria piscina y que la botella sea una botella brasileña de unos 40 euros o una francesa de 1.200, igual que todo lo demás puede ser hacer noche por 500 euros o por 7.000. Este año, los World Travel Awards distinguieron sus suites como las mejores de Sudamérica. E, independientemente de la categoría del cuarto, todo cliente tiene a su disposición un cuidado “menú de almohadas” con opciones como la “almohada relajante con aroma de camomila” o la “almohada aloe vera de tecnología regenerativa”.
Lo de las almohadas es conveniente para levantarte bien descansado, abrir los ventanales y ver a tus pies la playa de Copacabana mientras te ahoga de golpe esa atmósfera de aire cálido, fragante, recargado de mar salada, de sucia urbe, de trópico, tú frente a la extensión-azul-inmensa del océano Atlántico. Esto podría decirse que no forma parte de todo lo demás sino de lo primero, de lo público y universal de Río de Janeiro, de la misma cosa que el ánimo dorado y ancho de Luiz Filipe Ribeiro, quien por cierto lleva una década en el Copa, empezó en limpieza, se asentó como camarero y estudia Análisis de Desarrollo de Sistemas para especializarse en la utilización de big data en la hostelería de lujo.
Lo que, sin duda, sí sería parte de todo lo demás es pedir que orienten tu cama hacia el ventanal para desperezarte entre sábanas blancas viendo salir el sol de Brasil, como hizo, en 1971, el bailarín de los Urales Rudolf Nureyev; pedirlo y que, por supuesto, tu deseo sea satisfecho.
Todo lo demás son, también, sus dos restaurantes con estrella Michelin, el panasiático Mee, el italiano Cipriani. Su restaurante Pérgula, situado junto a la piscina, que sirve un desayuno merecedor de un aplauso operístico por su viennoiserie, sus dulces brasileños, su compota de cajá, su curaduría de mieles de diversas regiones de la república, sus sucos (zumos), su fruta, abacaxi (piña), mamão (papaya), melancia (sandía), melão (melón), su fruta que tanto gusta a Alberto de Mónaco, uno de sus distinguidos y fieles huéspedes. En el Pérgula los sábados son días de feijoada; de todos modos, se echa en falta que los platos clásicos de la cultura popular brasileña no tengan una presencia más central en el esquema gastronómico de un emblema nacional como es el Copacabana Palace; tal vez valdría que al menos uno de sus dos restaurantes de alto nivel estuviese dedicado a la nueva cocina de Brasil, un país de 8,5 millones de kilómetros cuadrados y cuya selva amazónica representa, dixit Ferran Adrià, “la última frontera del sabor”.
Puede que sea un poso de la mentalidad inicial de esta gloria hotelera, concebida mirando hacia fuera.
El presidente Epitácio Pessoa quiso que en 1922, centenario de la independencia, Río, entonces capital, recibiese a sus invitados con un alojamiento fastuoso. El mandatario embarcó en el proyecto a Octávio Guinle, dueño de hoteles y miembro de una de las fortunas familiares más grandes del país. El edificio no estuvo a tiempo para el centenario. Su apertura se retrasó hasta 1923 por el tamaño de la obra y por el tiempo que llevó recibir tanto material importado: mármol de Carrara, lámparas de Checoslovaquia, muebles franceses y suecos, alfombras inglesas, hasta el cemento se trajo de Alemania. El arquitecto Joseph Gire, francés, diseñó su fachada ecléctica al estilo del Carlton y del Negresco, los hoteles de la Costa Azul que habían impresionado al presidente Pessoa en su viaje a Europa para la firma del Tratado de Versalles.
Fue una idea exagerada levantar aquel edificio monumental beaux arts en Copacabana, que apenas empezaba a ganar tracción como zona de segundas residencias y estaba alejado del centro de la ciudad. Fue una idea exagerada. Y fue un acierto que dio forma al Río contemporáneo. Como escribió en el prólogo a la estupenda crónica de Boechat el periodista Maneco Müller (1923-2005): “El viejo Copa es parte de la historia de Río e incluso de su geografía. Después de todo, no fue la playa de Copacabana la que puso al hotel en el mapa, sino que fue el Copacabana Palace el que puso a la playa en el mapa”.
El Copacabana no tardó en volverse una referencia más allá de Brasil. En 1933, con su multimillonario casino en marcha y solo 10 años después de la inauguración del hotel, Hollywood consagraba mundialmente su imagen con Flying Down to Rio, el musical con Ginger Rogers, Fred Astaire y Dolores del Río para el que se recrearon espacios del Copa en los estudios de RKO en California.
“Para mí, el periodo de mayor esplendor del hotel fue el de la edad dorada del viaje, la era de la aventura y los descubrimientos que llegó hasta las primeras décadas del siglo pasado”, opina Francisca Matteoli. De aquellos tiempos es su anécdota preferida, cuando en 1930 su abuelo chileno llegó al hotel cargado de maletas y un grupo de fans lo confundió con el actor Tyrone Power, cuya llegada se esperaba para la misma hora. El abuelo de Matteoli, lejos de apurarse a resolver el equívoco, se paró a firmar autógrafos. Para entonces, el hotel ya era una máquina de fabricar episodios literarios. Fue serio lo que sucedió en 1928 con el presidente Washington Luís. Según relata Boechat, quiso entrar a la fuerza en la suite de Yvonette Martin, una mujer francesa con la que tenía una relación sentimental, y ella le pegó un tiro en el abdomen. El presidente fue hospitalizado y se dijo que había sido operado de apendicitis.
Los cuentos del Copa no tienen fin. Basten muestras como lo de Marlene Dietrich en el camerino del Golden Room, la sala de conciertos del hotel, solicitando una cubeta de hielo llena de arena de la playa de Copacabana para orinar, lo de Orson Welles arrojando muebles por la ventana a la legendaria piscina —incluida su máquina de escribir, según algunas versiones— tras una riña telefónica con su pareja, Dolores del Río, o lo del incendio de 1953 que causó grandes daños sin que Guinle perdiese la compostura: con las llamas vivas en parte del complejo, el abundante equipaje de la princesa Ragnhild de Noruega estuvo listo en el vestíbulo justo a la hora de partida prevista. Guinle era un perfeccionista que dirigía un equipo de 1.400 empleados atento a cada detalle. Su lista de normas para los trabajadores establecía, por ejemplo, evitar cualquier crítica al cliente, “incluso indirecta”, o “nunca, ni mediante palabra ni mediante gestos, mostrar que se tiene conciencia de sus excentricidades”.
Hoy el director es el portugués Ulisses Marreiros, un hombre templado, de elegancia cordial, que empezó a currar a los 15 años en un súper y pronto inició una carrera que lo ha llevado desde la base —”mi primer hotel en el sur de Portugal fue un tres estrellas con 1.380 habitaciones, número uno de la región en venta de cerveza y patatas fritas”— hasta una mesa del Cipriani donde afirma, entre bocados exquisitos y un pasmoso maridaje de vinos: “La hostelería es una experiencia antropológica, y en el sector del lujo aún más”, mientras con un gesto llama a un camarero para indicarle, discreto, que debe explicarle a un rubio y fornido comensal que no vale pedir que le llenen la copa de champán hasta el borde. El precio de la botella que le servían justificaba la intervención: “Como comprenderás, aquí no estamos en el negocio del milkshake”.
Marreiros advierte que el comportamiento de los huéspedes suele ser bastante correcto, que apenas hay excepciones. No le han tocado crisis como el partido de fútbol que organizó la estrella Rod Stewart en 1977 en la suite presidencial. Debido a los desperfectos causados por su fútbol escocés, el músico, como antes Joplin, también fue —adorable eufemismo— “convidado a dejar el hotel”. Durante nuestra visita, estaban alojados los Red Hot Chili Peppers. Su presencia era imperceptible, quitando el vocerío algo montuno de parte de su tropa durante un brunch en el sosegado Pérgula.
Cenando en el Cipriani, el director cuenta a grandes rasgos los mayores cambios en la historia del hotel. Octávio Guinle murió en 1968. Lo sucedió su esposa, dona Mariazinha, que heredó un modelo de gestión anacrónico, con unos gastos disparatados y en competencia con nuevos hoteles de cinco estrellas en un Río que, encima, venía decayendo desde que en 1960 la capital pasó a ser Brasilia. Ella se resistió a vender hasta que en 1989 aceptó la oferta de James Sherwood, que integró el Copacabana en su grupo Orient-Express, luego Belmond, que en 2018 fue adquirido por LVMH, propietario del hoy denominado, formalmente: Copacabana Palace, A Belmond Hotel, Rio de Janeiro.
Desde que Sherwood se puso manos a la obra hace tres décadas, la renovación no ha cesado. Lo más reciente, la reapertura en 2022 del teatro. Llevaba 27 años cerrado. Lo rehabilitó el arquitecto Ivan Rezende. “Todo se había perdido tras el incendio de 1953 y la reforma posterior. Tuvimos que hacer un trabajo arqueológico para interpretar cómo había sido”, explica. El resultado es un espacio cúbico de maderas autóctonas con relieves superficiales que ayudan a mejorar la reflexión y la absorción del sonido. Acabada la reforma, un día pasó por allí Caetano Veloso para una entrevista. Impresionado por la acústica, el mito se lamentó de no tener con él la guitarra: “Mas como é que eles me trazem aqui sem o meu violão!”.
El Copacabana evoluciona manteniendo su esencia, conserva su clasicismo y se actualiza. Es un hotel de lujo del siglo XXI habitado por fantasmas, formidables espectros como Jorginho Guinle, sobrino de Octávio, un playboy que sirvió de puente con las estrellas de Estados Unidos y Europa, primo cicerone del hotel donde vivió y derrochó con esmero. Un día de 2004, moribundo en el hospital, el viejo Jorginho dio orden de que lo trasladasen “ao céu”, a su suite 153 del Copacabana Palace. Pidió un batido de vainilla con caramelo, cenó strogonoff de pollo, de postre tomó un sorbete de frambuesa y de madrugada murió satisfecho y arruinado, dorado y ancho como el alma carioca.