La palabra anarcocapitalismo
Es una contradicción flagrante, una de las mayores falacias de esta época de identidades falaces
Es fea. Para empezar es fea, horrible: cocapí y todas esas cosas, anar, talista. Para seguir, es el engaño más cochino.
Hay, a veces, palabras que aparecen y se imponen a la lógica y se difunden aunque lo que dicen sea imposible y, entonces, cada vez, se ríen del que las pronuncia. Se divierten: palabras que se miran y se guiñan un ojo y dicen uy qué bruto, ya me dijo otra vez. Pensemos en microgigantes, barbilampiños, polipieles: palabras que contienen su propia negación. O palabras inverosímiles, como si yo me definiera calvopitt: un Brad Pitt con la cara de torta, los ojos pardos arr...
Es fea. Para empezar es fea, horrible: cocapí y todas esas cosas, anar, talista. Para seguir, es el engaño más cochino.
Hay, a veces, palabras que aparecen y se imponen a la lógica y se difunden aunque lo que dicen sea imposible y, entonces, cada vez, se ríen del que las pronuncia. Se divierten: palabras que se miran y se guiñan un ojo y dicen uy qué bruto, ya me dijo otra vez. Pensemos en microgigantes, barbilampiños, polipieles: palabras que contienen su propia negación. O palabras inverosímiles, como si yo me definiera calvopitt: un Brad Pitt con la cara de torta, los ojos pardos arrugados, ni un pelo en el cráneo pero sí, algo en los lóbulos que se parece a las orejas del americano. Las personas, es obvio, se reirían de mí. Por eso esas palabras-chasco suelen tener una carrera corta. Pero ahora hay una que demasiada gente acepta y lanza y reproduce sin reírse: anarcocapitalismo, dicen, como si dijeran algo. Calvopitt.
La palabra anarcocapitalismo es un invento que se mantuvo décadas en merecidas sombras. La acuñó Murray Rothbard, un troglodita norteamericano. Nació en el Bronx en 1926, hijo de inmigrantes judíos europeos; aplicado, hacendoso, se volvió economista, matemático, politólogo, y empezó a dar clases y escribir libros. En uno de ellos, hacia 1955, intentó definir el “anarco-capitalismo”: un sistema donde “anarco” significaba que el Estado debía desaparecer para que “el Mercado” pudiera actuar sin regulación, porque el único derecho inalienable, decía, además de la vida, es la propiedad privada, y el Estado la viola recaudando impuestos, apoderándose de los bienes de todos. “El Estado es una banda de ladrones, compuesta por los individuos más inmorales, codiciosos y sin escrúpulos de cada sociedad”, escribió. Y se apropió de la palabra anarquismo y la despojó de todos sus sentidos y se guardó uno solo: el de rechazar el Estado.
Sin Estado, decía, solo “el Mercado” puede definir y validar las relaciones entre las personas: todos tienen derecho a vender su trabajo y sus propiedades —incluido su cuerpo o partes de su cuerpo— si se les canta o antoja, y nadie tiene la opción de impedirlo: es su libertad. Aquellos que lo sepan hacer bien vivirán bien; los que no, mala suerte muchachos. Comerán los que puedan vender o venderse; los otros, vaya usted a saber, que pedaleen o roben o se mueran. Es la definición de una sociedad hiper-individualista, donde solo vale el triunfo personal y toda forma de solidaridad es una afrenta. Nada podría estar más lejos de la idea de anarquismo, tanto más compleja que el borrón de Rothbard. El anarquismo tuvo su gran momento en el siglo XIX, impulsado por pensadores/militantes como Proudhon, Bakunin, Malatesta, Kropotkin y tantos otros: en esos días era, junto al socialismo, la forma más habitual de rebelarse contra las instituciones y su base económica, el capitalismo.
El anarquismo no se definía contra el Estado: se definía contra el poder. Los sindicatos y grupos anarquistas rechazaban todas sus formas: el dinero, los patrones, los sacerdotes, las armas. El anarquismo no se opone al Estado porque sí ni porque cobra impuestos o impide hacer negocios: lo combate porque es la herramienta de dominio que permite ejercer todos los demás poderes.
El anarquismo nunca se pensó como un sálvese quien pueda: al contrario, se definía como “el orden menos el poder”, sociedades autorreguladas por la solidaridad y colaboración de todos sus miembros para instaurar un orden colectivo igualitario y acabar, precisamente, con el imperio del dinero. Cuya forma más eficaz y difundida es, en nuestras sociedades, el capitalismo. Por eso “anarco-capitalismo” es una contradicción flagrante, una de las mayores falacias de esta época de identidades falaces. Es obvio que no se puede ser anarquista y capitalista al mismo tiempo. Pero tantos lo repiten, lo aceptan como si fuera siquiera pensable. Habría que evitar la vergüenza de decirlo como, por ejemplo, convendría evitar la de decir catolicateo o pacibelicista. O la de hablar de “libertad” cuando uno solo quiere tomarse una cerveza —o que lo exploten. O llamar “cambio” a lo que hicieron los ricos neoliberales de los 90, cuando recuperaron viejos privilegios. No por nada: solo para mantener cierto respeto por uno mismo, para no ser hablado por el lenguaje de los medios baratos, por el idioma de los amos. Para saber —o disimular que uno no sabe— qué dice cuando habla.
Y me disculpo por los exabruptos: pocas cosas me ponen más nervioso que escuchar cómo millones dicen lo que unos pocos quieren que repitan. Eso, exactamente eso, es lo que esa forma de educación llamada anarquismo siempre quiso evitar.