Mariscadoras, las hijas de la ría
Las mujeres de Cambados rastrillan y cosechan como siempre, pero desde hace años arrastran carros de aires retrofuturistas que facilitan su labor. Esta es la historia de cómo un invento casero se convirtió en un símbolo de empoderamiento
Quien entre en la versión satélite de Google Maps y busque la playa de A Mouta, en Cambados, Pontevedra, comprobará que de su arena sale una línea recta que penetra en el mar y luego se bifurca como si fueran venas. En realidad son caminos, bien marcados en el mapa pese a estar bajo el agua, que terminan en un lugar llamado Prado do Mar. El microtopónimo —también conocido como Os Pelos— no puede ser más ilustrativo: señala u...
Quien entre en la versión satélite de Google Maps y busque la playa de A Mouta, en Cambados, Pontevedra, comprobará que de su arena sale una línea recta que penetra en el mar y luego se bifurca como si fueran venas. En realidad son caminos, bien marcados en el mapa pese a estar bajo el agua, que terminan en un lugar llamado Prado do Mar. El microtopónimo —también conocido como Os Pelos— no puede ser más ilustrativo: señala una zona recubierta de vegetación en medio de la ría de Arosa, que emerge dos veces al día, cuando baja la marea. Lo que aquí llaman la seca. Desde allí hasta la orilla de la playa se extiende un enorme vivero natural de marisco, una despensa enterrada apenas unos centímetros en el lecho cuando el mar se retira y deja al descubierto un enorme arenal salpicado de algas, conchas y gaviotas graznando. Es el banco marisquero de O Serrido, el más grande y productivo de Cambados.
“No sé decirte cuánto ocupa, pero desde que entro hasta que salgo el reloj me marca 12.000 pasos”, dice Natalia Arosa, una de las 200 mariscadoras que trillan esos caminos mágicos, ojos verdes, pendientes de perlas, gorra y pañuelo. En línea recta se vislumbra la isla de La Toja y, delante, La Toja Pequeña: es la otra orilla, a la que a veces se puede llegar a pie. “Tenemos demasiada playa para andar”, resume Sonia Charlín, de 51 años, enfundándose unos escarpines de neopreno.
Son las ocho de la mañana y a la agrupación de mariscadoras de Cambados van llegando decenas de mujeres. Sonia, como el resto, se prepara para salir a faenar. Y empieza a localizar con el dedo los recovecos de la ría para comparar las dimensiones de su área de trabajo: “Las de Castrelo están al lado del agua y, si quieren moverse, las llevan en barco. O Grove, Vilaxoán, Vilanova, igual. Nosotras, en una buena seca, para llegar al mojado tenemos tres kilómetros. Imagínate lo que es volver hasta arriba de almejas”, añade. Por eso hace dos décadas, al mismo tiempo que se profesionalizaban, en un ejemplo de empoderamiento laboral y social estudiado aún hoy con perspectiva de género, también idearon métodos para facilitar su trabajo. Y también inventaron algo tan simple como simbólico, un vehículo para transportar material y marisco que ahora acompaña la tradicional imagen de la mariscadora de Cambados: un carrito de acero de singular factura que ellas cuidan como un tesoro personalizado.
“Vane” se lee en el frontal de uno, con las letras soldadas en hierro. Otro, más tuneado, lleva una matrícula con el nombre de la dueña, y también expone varias muñecas y luces de Navidad cuando toca. Elena Hermida, de 59 años, habla del suyo, que asoma entre el resto: “Lo hizo mi marido, lo soldó todo él y le puso ruedas diferentes del resto”, relata en el gallego cantarín de las Rías Bajas. Al lado, otro vehículo del que cuelga un ramillete de redes de colores formando la bandera arcoíris: “Mira, el mío lo llevo con mucho orgullo”, dice con retranca Pilar Serto, una de las pioneras de la agrupación. No aparece en los libros de historia, pero ellas dicen que el primero lo construyó alguien llamado José para su esposa, Lola. Y luego fueron evolucionando por imitación hasta llegar a los actuales.
Se trata básicamente de un armazón con espacio para colocar el capazo o bañeirón, donde se guardan los cubos que se llenarán de bivalvos hasta colmar el cupo permitido. También lleva enganches para colgar los aperos y, a veces, también flotadores, lo que le da un aspecto de esqueleto metálico con apéndices imposibles. Y va calzado por dos llamativas ruedas de bicicleta con radios de plástico. Su fuerza artesanal se multiplica por los materiales utilizados y la concepción casera y colorida del asunto, hasta crear una especie de Frankenstein de metal que disparan las referencias estéticas desde el steampunk, el subgénero de ciencia ficción de inspiración retrofuturista, hasta los cadáveres exquisitos, los artilugios de creación colectiva de los surrealistas. Apilados en el galpón de la agrupación, los carritos parecen una montonera del Tour. Las mariscadoras los van bajando para prepararlos y una de ellas sintetiza como un rayo: “Tenemos un trabajo primitivo, pero nos modernizamos a nuestra manera. Y creo que es bonita”.
Hasta hace un par de décadas la estampa tradicional era la de la señora con toquilla y mandilón con un mulido en la cabeza, el rodete de trapo sobre el que colocaban la patela (cesta) y los cubos llenos de moluscos. Hoy es impensable. “Mi abuela venía descalza, mi madre igual. Y mira ahora”, cuenta Elena Hermida, pertrechada con ropa y calzado impermeable. “A mí todavía me cogió esa época y así estábamos con el cuello achatado y las cervicales reventadas”, dice, con la voz ahogada por el ruido de un tractor que pasa junto a la playa. No resulta una imagen extemporánea: al fin y al cabo, estas mujeres, siempre encorvadas, siembran, rastrillan y cosechan el mar. E, igual que en tierra, un vehículo de ruedas lo cambia todo.
A alguien se le ocurrió traer un día una carretilla. No funcionó. Otras trajeron carritos de la compra, tirados incluso por una cuerda. Nada. Luego llegó el primer cochecito antecesor de los actuales, pero con ruedas de bicicleta grande y radios de acero, montado por un ferreiro local. “Pero claro, las llantas se oxidaban y al poco tiempo ya no servían”. Quien habla con pasión de inventor es Quico Noya, dueño de la tienda de bicicletas que lleva su apellido en el centro de Cambados, entre el olor a caucho y grasa de taller. “Encontré una que funciona, de plástico, que no se la come el óxido y tiene el tamaño ideal, y arreglado”. El asunto es que las ruedas son de bicicletas de cross BMX, actualmente una rareza.
Contactó entonces con un proveedor de Taiwán y ya nunca ha parado de hacer pedidos. Primero negras; ahora, también coloridas. Colocadas en los carros recuerdan a Los Bicivoladores (BMX Bandits), una película generacional australiana, con una Nicole Kidman adolescente, que triunfó entre los amantes de las bicicletas en los años ochenta y noventa. Cuenta Quico, yendo al detalle, que las ruedas deben ser las delanteras, para que ocupen menos y sean más ligeras. Y que en mecánica todo es mejorable: “Para la seca hay que desmontarla y meterle un eje de acero inoxidable”, subraya. En Taiwán pensarán que en este otro rincón del mundo hay un repunte del BMX o una fiebre vintage, pero lo cierto es que el trasiego de ruedas es patrimonio de las mariscadoras.
Los carritos ya están preparados. Algunos, con capazos rosas o amarillos a juego con las ruedas de colorines, son una sublimación del estilo feito na casa tan habitual en Galicia, donde se reciclan somieres a modo de cierre de fincas, bañeras como abrevaderos del ganado, tambores de lavadora como macetas. Por eso no resulta para nada extraño ver estos ingenios donde también caben rulos de plástico de piscina para apoyar las artes en el hombro o gomas naranjas del butano como asidero. Practicidad al servicio del marisqueo.
A ello se van, dejando los surcos por los caminos bifurcados, ría adentro. Unas van con el raño (un apero de vara larga y red de metal que arrastra la arena) a la parte más próxima a la torre de San Sadurniño, una ruina medieval convertida en punto caliente instagramero, y las otras van con el rastrillo a la parte más seca. Esas son las artes más utilizadas en el marisqueo a pie en Cambados. Aquí abunda la almeja, especialmente la japónica, criada en bateas y luego sembrada en la ría. Es la que da de comer: cada mariscadora tiene cuatro kilos de cupo por jornada, por solo medio kilo de autóctonas, la fina y la babosa, que escasean. Los berberechos desde hace años solo aparecen cíclicamente, y la navaja, solo cuando hay una seca extrema. Está todo reglado y parece que funciona como un reloj. Pero no siempre fue así.
En 1989, cuando el marisqueo era libre y su regulación espontánea, se vivió la llamada batalla de O Castelete, una disputa entre mariscadoras por una zona fronteriza entre Cambados y Vilanova. Aquello se resolvió a golpe de sacho (azada, que se utilizaba entonces también en el mar), con antidisturbios por el medio y el agua por el tobillo. El episodio marcó el principio de la regulación. En 1999, la Xunta concedió las 220 licencias actuales a Cambados, a las que se accede por un sistema de puntos que premia el estar empadronado en el concello, haber pasado los últimos dos años en el paro y aprobar dos cursillos homologados. Es difícil entrar, pero quien lo logra ya no sale.
Solo cambian los nombres cuando hay una jubilación o una baja, precisamente por problemas físicos, habituales en el oficio pese al carrito. En la agrupación han empezado a aparecer mujeres latinoamericanas y también hombres, unos 20. Uno de ellos es Pablo Santos. Hermano, hijo y nieto de mariscadoras, ya venía de pequeño “para sacar dinero”. “Así compré una gaita y el chándal del Deportivo”, cuenta. Ahora tiene 42 años y lleva tres con licencia después de una vida en la construcción. Algunas no están muy de acuerdo: “Flaco favor nos hacen los hombres”, dice Sonia Charlín, “porque ellos tiran del raño y te dan cinco vueltas; mejor estaban faenando a flote”. Le contesta el propio Santos: “No te creas, la maña es más importante que la fuerza. Mi madre saca más que yo”.
La madre es Mari Carmen Resúa, una de las fundadoras de la agrupación. Lleva 24 años doblando la espalda, 15 días al mes. “Venía mi madre y antes también mi abuela. A veces, vendían lo que cogían, otras lo cambiaban en la aldea por patatas, y ya tenía una comida completa para la familia”. Mari Carmen habla trabajando, mientras se escucha el chapoteo del agua y el tintineo de los calibres que marcan la medida mínima de las almejas. Las ruedas brillan al sol mientras ella sigue rastrillando como un metrónomo. “Esto es una cuestión de paciencia y constancia”, dice, y muestra una japónica. Y vuelta a exprimir riñones. Unas 30 rastrilladas para sacar una almeja. Así es, gota a gota, tracción lumbar, estiramiento de brazos y vuelta a arrastrar. Siempre a la intemperie, sol o lluvia, humedad, viento, agua y arena. Y siempre al horario marcado por la luna.
A unos metros faena su hija, escuchando música. “Pongo Maluma, Daddy Yankee, listas variadas. Todo con tal de estar a mi aire”, dice tímidamente. Nuria, de 38 años, representa a todas aquellas que llegaron tras la Gran Recesión.
—Trabajé en una peluquería, tiendas de ropa, lavé coches, cuidé niños… No se me caen los anillos, pero es verdad que al principio me daba vergüenza venir.
—¿Por qué vergüenza?
—No lo sé, no me veía aquí, pero tuve una hija muy joven y había que mantenerla. Luego estuve muchos meses de baja por hernias discales y dos trombos. Cuando pasé eso, cambié la forma de ver todo.
El discurso se repite: muchas llegaron al marisqueo rebotadas de las depuradoras o de fábricas de costura. Sus vidas parecen sacadas del guion de Matria, la película de Álvaro Gago que ha causado sensación en Galicia. Trata sobre una mujer, interpretada por María Vázquez, que vive en un torbellino diario en el que sostiene trabajo, familia y pareja en un ambiente de opresión y sin concesiones en esta misma comarca de O Salnés. De fondo, está el supuesto matriarcado gallego, en el que las mujeres mandaban en la ría mientras los hombres se embarcaban a pescar o a emigrar. La película pone en duda esa independencia, pese al carácter indómito de la protagonista, que tanto recuerda a las mariscadoras de Cambados.
El grupo de mujeres con sus ropas coloridas, empujando a contraluz los carros retrofuturistas y todo el peso de la comarca sobre la cabeza, tiene una potencia narrativa feroz. Como lo es que ellas mismas posen, barbilla hacia arriba y mirada fija a cámara, para una fotógrafa que ha improvisado un estudio junto al galpón de la agrupación. “El trabajo es gratificante”, dice Sonia. “Trabajamos ocho días por quincena, cuatro horas por jornada y un sueldo de 1.200 euros brutos. Es muy raro que alguien que entre quiera salir. Es un trabajo para toda la vida”. Y recuenta los empleos que tuvo antes: jardinera, orfebre, barrendera. El marisqueo conlleva una labor extra, las vigilancias para evitar que los turistas se lleven un cubito de moluscos a su apartamento —a esos visitantes se los llama fodechinchos en la zona— o para ahuyentar a los furtivos.
La regulación laboral también incluyó la gestión de los recursos naturales, la limpieza, la siembra y el respeto al medio ambiente. Por eso estiman que el futuro es sostenible en cuanto al régimen de capturas, pero están preocupadas por el cambio climático. Al salir de mariscar, después de darse un manguerazo en las piernas, echan el primer cigarro en cuatro horas y se arma un senado en un banco de piedra:
—Ahora el agua está más caliente que en casa —dice Eva Karina, de 48 años.
—Con esta temperatura a la almeja le falta oxígeno, sale y muere —replica una más joven.
—Y luego está la contaminación: el año pasado nos salieron unos granitos que todas nos acordamos cuánto picaban —concluye una tercera.
Finalmente, pesan el marisco y lo mandan a la lonja, donde lo comercializan sin intermediarios, y se van a casa. Horas más tarde, en el centro de Cambados, los reporteros son saludados por una mujer.
—Qué, no me reconocisteis, ¿verdad? A nosotros nos pasa igual: en la calle no nos reconocemos ni nosotras mismas sin nuestra ropa ni nuestro carro. Pero siempre estamos.