La palabra nube
Si nos engañan es porque queremos: siempre quisimos creer en nubes; durante siglos, allí habitaron extraños personajes
Decimos que allí estamos cuando no sabemos qué decimos: no, ése está en las nubes. Pero saber ayuda: las palabras, más que nada, nos timan —y lastiman. Ahora nos engañan, por ejemplo, con la palabra nube. Nos dicen que nuestro contenido —nuestros mensajes, nuestras fotos, nuestros secretos y revelaciones, nuestro trabajo y nuestros ocios— vive en esa “nube” que nos venden los patrones informáticos: que el verdadero mundo es esa nube.
Desde...
Decimos que allí estamos cuando no sabemos qué decimos: no, ése está en las nubes. Pero saber ayuda: las palabras, más que nada, nos timan —y lastiman. Ahora nos engañan, por ejemplo, con la palabra nube. Nos dicen que nuestro contenido —nuestros mensajes, nuestras fotos, nuestros secretos y revelaciones, nuestro trabajo y nuestros ocios— vive en esa “nube” que nos venden los patrones informáticos: que el verdadero mundo es esa nube.
Desde el principio la internet se presentó como una construcción inmaterial, etérea, hecha de conexiones en un “cyberespacio” misterioso. Y la metáfora de la nube le sirvió para completar esa ilusión; solo que esa supuesta nube donde ahora pasamos gran parte de la pequeña vida es una enorme maraña de cables escondidos, más de un millón de kilómetros de cables que atraviesan los mares para llevar sus bips a esos centros atiborrados de máquinas de punta, hectáreas y más hectáreas de materia pesada que consume el 20 por ciento de toda la electricidad que el mundo usa —y consigue que nos creamos en el éter celeste.
Ahí la palabra nube sirve para hacernos pensar en cielo y angelitos. Hay pocos engaños más brutales en este mundo de engaños que hemos construido. Si nos engañan es porque queremos: siempre quisimos creer en nubes; allí, durante siglos, habitaron extraños personajes. Pero ahora estoy en otras nubes: voy volando. O, más bien, lo hace un avión en el que estoy sentado. Y miro y, como tantas veces, deslumbrado, me pregunto cuándo decidimos que era banal mirar el mundo desde arriba. ¿Cómo nos olvidamos de que, desde el principio de los tiempos, los hombres y mujeres no pudieron, que somos los primeros? Y ahora que podemos no lo hacemos. ¿Por qué se marchitó la maravilla?
Yo trato de recordarla cada vez, y esta tarde, sobre la Guayana, me cautivan las nubes. Las nubes, allá abajo, son copos de algodón desperdigados sobre una selva interminable: casi toda la tierra está soleada y solo de tanto en tanto la sombra de una nube mancha un trozo —cuyo tamaño, desde 12.000 metros de altura, no logro calcular. Hasta que de pronto veo que, en una de esas sombras, bajo una nubecita casi nada, hay un poblado. No sé qué es: unas calles de tierra, algunas casas, unos caminos que llegan o se van —y todo ensombrecido por su nube. A veces me sucede: creo que entiendo algo. Algo menor, siempre, algo muy bobo, pero aún: seguramente todo ese pueblo, todas esas personas bajo su nubecita creen que el cielo está cubierto. Los imagino molestos o aliviados, comentando este tiempo tan raro, inquietos o deseosos de la lluvia: viviendo la realidad de vivir bajo esa nube. Para mí, mirando desde arriba, está claro que la tierra está soleada y que esa nube es solo un accidente chiquitito, una sombra de nada. Para ellos, ahora mismo, es todo.
¿Cómo es mirar, en qué consiste ver? ¿Es más cierto que esta tarde resplandece el sol, como yo puedo comprobar desde la altura, kilómetros y kilómetros de tierra iluminada? ¿O es más cierto que esta tarde está nublada, como saben y viven los habitantes de ese pueblo que ya se quedó atrás?
¿Qué es más cierto cuando nada es tan cierto? ¿Qué es verdad, qué es verdadero entonces? ¿Me pongo majestuoso y digo que ellos no saben que su percepción es solo un accidente y que yo, en cambio, desde arriba, puedo ver todo el panorama y conocer la realidad real? ¿Me pongo necio, henchido de saber? ¿O acepto que alguien puede mirarme desde más arriba o ver desde otro avión mi avión moviéndose y dudar de mi posibilidad de entender nada a 1.000 kilómetros por hora, a esa distancia, y ver algo que yo no puedo ver y captar una realidad que yo no sé? ¿O será que, aun siendo el mismo cielo, el azul y el nublado son igualmente ciertos, uno para mí, otro para ellos, y que todo depende de quién lo mire y cómo lo mire y que cualquier intento de hacernos creer que hay una sola realidad, una sola verdad, es un engaño?
¿Y si es así qué digo, qué decimos? ¿Vale la pena seguir tratando de saber? Saber es intentarlo, es saber que todo saber es una duda, e intentarlo aun así.
Nubes, son solo nubes, que pasan y se pasan. El sol se queda, pero también se va.
Estamos —siempre estamos— por saber.
Y después llueve, y otra vez.