Contra el ‘globañol’
Quieren convertir un fabuloso idioma caleidoscópico en una franquicia de palabras de plástico. No deberíamos dejarnos
Hace unas semanas estuve en Santo Domingo en el festival Centroamérica Cuenta. En una de las mesas, mi amigo y genial escritor mexicano Benito Taibo y yo nos pusimos a discutir. A él le irritaba que en las series de televisión dobladas al español se dijera, por ejemplo, chiringuito (explicaré, para los amigos de allende los mares, que es un bar instalado en una playa, y, por extensión, c...
Hace unas semanas estuve en Santo Domingo en el festival Centroamérica Cuenta. En una de las mesas, mi amigo y genial escritor mexicano Benito Taibo y yo nos pusimos a discutir. A él le irritaba que en las series de televisión dobladas al español se dijera, por ejemplo, chiringuito (explicaré, para los amigos de allende los mares, que es un bar instalado en una playa, y, por extensión, cualquier tenderete para beber y comer al aire libre), y opinaba que había que suprimir esos localismos castellanohablantes que le parecían una imposición. Yo, por el contrario, pensaba que el problema no era que se dijera chiringuito en una serie, sino, en todo caso, que se utilizara en el 90% de los doblajes; es decir, que se abusara de una sola forma del español, en vez de disfrutar y alardear de la increíble riqueza de nuestra lengua. Para hacernos una idea: en Argentina, chiringuito se dice parador; en Bolivia, quiosco; en Colombia, chuzo playero; en Costa Rica, rancho; en Cuba, chinchalito; en Ecuador, puesto de playa; en El Salvador, chalet; en Honduras, champa; en México, palapa o changarro; en Panamá, tiendita; en República Dominicana, caseta o (¡sorpresa!) también chiringuito; en Venezuela, el caney… Qué maravilla: todas estas palabras ruedan por mi lengua como caramelos. Por cierto, recomiendo entrar en una página de la Wikipedia en donde hay un delicioso glosario de palabras coloquiales según las distintas hablas hispanas; de ahí he sacado el bonito ramillete de chiringuitos varios (basta con googlear “anexo: diferencias de vocabulario estándar”).
En el mundo hay 21 países que tienen el español como idioma oficial (incluida Guinea Ecuatorial). Más de 485 millones de personas son hablantes nativos, lo que nos convierte en la segunda lengua del mundo, después del chino (los ingleses nativos son unos 373 millones). Pero insisto en que la magia reside en que lo hablamos en un montón de naciones diferentes, cada una con sus peculiaridades gramaticales, de léxico y fonéticas. La lengua es como la piel de una sociedad; nos sentimos orgánicamente apegados a ella y a veces surgen roces que por desgracia son fomentados por razones políticas. Siempre me ha sorprendido, por ejemplo, que entre Portugal y Brasil haya un abismo idiomático que desde luego la lengua no justifica. Porque los libros se traducen de manera distinta al portugués de Portugal y al de Brasil, e incluso las novelas de autores portugueses son tuneadas al brasileño antes de ser publicadas allí (José Saramago se negaba por contrato a que tocaran sus textos). En cambio, nosotros, que somos muchísimos más, creo que seguimos teniendo la clara voluntad de entendernos y de disfrutar de esa pluralidad maravillosa.
Curiosamente, la dictadura nos ayudó con eso por carambola. Varias generaciones de españoles crecieron leyendo libros prohibidos en el franquismo a los que sólo se podía acceder en versiones mexicanas o argentinas. Y luego llegó el boom latinoamericano, y otros muchos aprendimos que la mejor literatura contemporánea se escribía en todas esas versiones del idioma, poderosas, multicolores y tintineantes. Nunca fue un problema entender por contexto.
Pero ahora viene lo malo. Sé por algunos autores, como Martín Caparrós, que después del boom, en las últimas décadas, ha habido también algún intento por parte de las editoriales españolas de “neutralizar” las lenguas del otro lado. Y, tras escuchar aquella mesa con Benito Taibo, Luis García Montero, director del Instituto Cervantes, me mandó un libro que han hecho en colaboración con Netflix, un estudio fascinante de la influencia de lo audiovisual en el lenguaje titulado Nuevo nuevo mundo. Hay un capítulo extraordinario de Francisco Moreno Fernández que habla de la tendencia de Netflix (y en general de todos los productores audiovisuales) a crear dos doblajes, uno de español de España y otro de español latinoamericano que en realidad es un mexicano neutro y deslavazado, un globañol. Mil gracias, Luis García Montero, por avisarme de este estropicio que se avecina y por estudiarlo y documentarlo en el Instituto. Como poeta (hermosa su última obra, Un año y tres meses) supongo que le duele tanto como a mí esta mutilación de nuestra lengua plural y fraternal. Quieren convertir un fabuloso idioma caleidoscópico en una franquicia de palabras de plástico. No deberíamos dejarnos.