El drama del pulmón verde de Murcia, ahogado por el urbanismo y la industria
La Huerta de Murcia, un inmenso tapiz de agricultura tradicional y acequias árabes que rodea la ciudad, la protege contra la desertización y el cambio climático
A dos pasos de Murcia, tan cerca que forma parte indisoluble de la ciudad y sus pedanías, crece un cinturón verde que rodea la urbe, la protege de la desertización y el cambio climático, disminuye el calor en los tórridos días veraniegos, ofrece una reserva de suelo fértil y es sumidero de dióxido de carbono (el principal gas de efecto invernadero). Conocido como la Huerta de Murcia, este inmenso parque de frutales y verduras de temporada se entremezcla con la vegetación de ribera que crece en los márgenes de las acequias, la ingeniosa red de riego creada por los árabes en el siglo X (de 310 k...
A dos pasos de Murcia, tan cerca que forma parte indisoluble de la ciudad y sus pedanías, crece un cinturón verde que rodea la urbe, la protege de la desertización y el cambio climático, disminuye el calor en los tórridos días veraniegos, ofrece una reserva de suelo fértil y es sumidero de dióxido de carbono (el principal gas de efecto invernadero). Conocido como la Huerta de Murcia, este inmenso parque de frutales y verduras de temporada se entremezcla con la vegetación de ribera que crece en los márgenes de las acequias, la ingeniosa red de riego creada por los árabes en el siglo X (de 310 kilómetros de longitud solo en el municipio de Murcia). Un valioso ecosistema que se encuentra en grave riesgo de desaparecer ante el implacable empuje urbano. Aquí y allá, ha crecido una maraña desordenada de viviendas y naves industriales, muchas ilegales, e infraestructuras como el AVE o carreteras y autovías. El abandono de la agricultura tradicional y el escaso o nulo control de la Administración pública cierra el voraz círculo, que ha engullido, además, un importante patrimonio cultural.
—Por ahí corre una acequia —señala al asfalto de una carretera Ángeles Moreno Micol, fundadora de la Asociación para la Conservación del Patrimonio de la Huerta de Murcia (Huermur), en lucha desde 2008 por salvar el entorno.
—Y continúa bajo esos edificios —añade dirigiendo la vista hacia unas viviendas construidas donde antes crecían limoneros.
No se ve, pero la acequia sigue allí, bajo tierra, embutida en un conducto de hormigón. El único vestigio del cauce que antes discurría al aire libre es el agua que se arremolina alrededor de los restos del molino del Batán y de una fortificación de origen musulmán del siglo XII-XIII. En otros lugares, una rejilla en un camino o un tablacho abandonado —compuerta que permite la entrada de agua en los cultivos— dan la pista de por donde circulan otros canales ahora enterrados. Y sin ellos, el centenario ecosistema desaparece y con él la flora (olmos, sauces, higueras, espinos…) y la fauna (galápagos, ranas, barbos, carpas, patos, insectos…) que encontraban allí refugio. Las ruinas de la mayoría de los 36 molinos que funcionaban en el entorno o de las casas torres asociadas a la huerta evidencian aún más el descuido generalizado.
El maltrato a la Huerta de Murcia —agricultura tradicional en minifundios que no se debe confundir con las grandes explotaciones intensivas de otros lugares de la región— comenzó hace décadas, en los años setenta, y se intensificó en 2006 tras la modificación del Plan General de Ordenación Urbana para adaptarlo a la Ley del Suelo de la región. En el proceso han desaparecido extensos tramos de acequias y azarbes para obtener suelo y trazar caminos. Un estudio realizado en 2021 por Huermur sobre 121 kilómetros de la red concluye que se han tapado o cimbrado más de la mitad de las acequias de la parte central y oeste de la huerta, las zonas más antiguas.
Pero todavía existen rincones en los que es posible apreciar la belleza y el valor de la huerta. En Aljucer, pedanía situada a 10 minutos en coche del centro de Murcia en la que confluyen varios canales, vive Noelia Cano, estudiante de Anatomía Patológica de 21 años. La primera planta de la casa la ocupa su abuela, y ella y su madre la segunda. A unos tres metros de la vivienda, baja la acequia mayor Alquibla o de Barreras, una de las dos arterias principales de la red, sin tapar, excavada en la tierra como era originalmente y rodeada de vegetación. Ella no lo ha conocido, pero su madre cuenta que las personas se bañaban allí, “era la piscina de Aljucer”. Tiene muy claro que no viviría en otro lugar. “Aquí hay naturaleza, peces como carpas y cangrejos de río y muchos patos”, asiente segura.
El agua que discurre por este inmenso tapiz de riego se toma del río Segura. De un azud situado en la Contraparada, en un bello y cuidado paraje natural utilizado por los murcianos como lugar de esparcimiento, parten las dos acequias mayores, declaradas bien de interés cultural en diciembre pasado: la Aljufía, que riega la parte norte, y la Alquiblia o de Barreras, que discurre por la zona meridional. Estas se bifurcan en más de 40 acequias menores para luego trazar hijuelas, brazales, regaderas… hasta alcanzar la última parcela huertana. Una vez saciada la sed de los cultivos, otros cauces recogen el excedente del riego para devolverlo al río. Anualmente toman del Segura 62,60 hectómetros cúbicos, la cantidad autorizada por la Confederación Hidrográfica del Segura, organismo estatal de cuenca que vela para que no se supere ese volumen.
En la Contraparada nació Benito Abellán, exsobreacequiero de la Junta de Hacendados (persona encargada de la supervisión de las acequias). Aunque está jubilado, su móvil no para de sonar. Una tormenta ha dejado cauces obstruidos, cables eléctricos en el suelo… “¿Has visto el álamo caído?”, le consultan junto a la acequia, mientras unos operarios se afanan en sacar el lodo y las cañas acumulados del canal. “He conocido esto como un vergel”, evoca. Eran otros tiempos, cuando una familia salía adelante con dos tahúllas de terreno (medida agraria equivalente a 1.118 metros cuadrados). “Pero eso ya no tiene sentido, la gente quiere otra forma de vivir”, opina.
En la actualidad quedan 8.000 hectáreas de huerta, lejos de las 14.000 de antaño. Las cultivan 22.000 agricultores que abonan 22 euros anuales por tahúlla para el mantenimiento de las acequias —el agua es gratuita— a la Junta de Hacendados, la comunidad de regantes que gestiona la distribución del agua. Trabajan las tierras agricultores aficionados como José María Fuster, que adquirió un pequeño huerto para consumo propio; profesionales como Alfonso Ruiz, con unas 15 tahúllas de producción agroecológica, o Jesús Ángel Rodríguez, que comenzó a comprar pequeñas parcelas y cuenta ahora con unas 72 tahúllas (ocho hectáreas) de hortalizas. “La gente joven se ha ido y esto parece más una zona residencial que una huerta”, describe Rodríguez. El proceso de colonización para él está claro: “Primero dejas la ciudad, te haces una casa de madera y la piscina de plástico, y después lo cambias por construcciones de obra”.
Romper el bucle que ha transformado la huerta en una especie de urbanización-jardín caótica y sin cultura de disciplina urbanística es complicado. El catedrático de Ecología de la Universidad de Murcia Miguel Ángel Esteve estudia desde hace años el proceso. “Sería necesario más control, el reconocimiento de los suelos como un recurso natural a preservar, apoyo agrario desde la Administración, campañas entre la gente joven, explotaciones con mayor superficie…”, enumera. Con todo ello, calcula, se perdería huerta, pero a menor velocidad, y podría ser que con el cambio generacional se lograran mantener 4.000 hectáreas (la mitad de la extensión de la actual).
El secretario general letrado de la Junta de Hacendados, Juan Jesús Sánchez, reconoce que se ha abusado de la entubación de las acequias y asegura que en los últimos años se ha producido un cambio de percepción. Hasta se declara “antitubo”. Culpa del problema al urbanismo, que los ha obligado a hacer caminos, y a las peticiones de los regantes para acceder a sus parcelas. La Junta de Hacendados apuesta ahora por canales a cielo abierto para transportar el agua, pero encauzados en hormigón, no de tierra. De esta forma no se pierde agua y se evitan fugas a parcelas colindantes, arguyen. Esteve discrepa: “Quien propone semejante solución no comprende el sistema hídrico de la zona, que permite la infiltración del agua en la tierra y su recirculación para luego drenar al río de forma que hasta se descontamina en parte. Solo ven un canal de agua y que las plantas crecen para luego comerlas”.
Los conservacionistas proponen la opción de paredes de mampostería de piedra, un método tradicional de construcción, pero manteniendo el suelo de tierra. Sin embargo, Sánchez lo rechaza como solución para todo el espacio que gestionan, porque no tienen capacidad económica y no lo consideran eficiente. Destinan el 70% de su presupuesto de 1,2 millones de euros a la limpieza y mantenimiento de los cauces.
El arquitecto Fernando de Retes, miembro de la organización conservacionista Huerta Viva, reside en la huerta. “Soy de los que empezaron a estropearla al venirme a vivir aquí”, sonríe. A pesar de la autocrítica, su casa respeta el entorno. Está rodeada de árboles y conserva un pequeño huerto para abastecimiento personal. “La huerta”, explica, “continúa siendo el lugar de extrema belleza de antaño mezclado con una parte insalubre y horrible”. De Retes considera que la ciudad “ha digerido” a la huerta, porque todo se construye basándose en la urbe, igual que en otros lugares. “Los políticos lo han convertido en un territorio que intenta olvidar su pasado. Por mucho que una vez al año se celebre una fiesta y se vistan de huertanos, realmente no le interesa a nadie, salvo a las asociaciones y a unos cuantos. Es un residuo de la ciudad y debería ser un ente con personalidad propia”, advierte.
Juan Hernández y su esposa, Fina Moreno, de 81 y 79 años, respectivamente, son testigos directos de la transformación huertana. Él es agricultor y lleva “toda una vida entre estas paredes” y su huerto de cuatro tahúllas, relata a la puerta de su casa en la pedanía de Alquerías. Tras unas cortinillas de plástico asoman su nieto y su hijo, que comenta: “Aquí se han perdido muchas zonas y se han modificado caminos y acequias para construir la autovía”. La vía rápida llamada del Reguerón (MU-30) cruza el valle de este a oeste y les ha dejado otro regalo: “Antes no se oía nada, pero han puesto mal las pantallas antirruido y el sonido rebota y llega aquí”. Su padre asiente y rememora el lugar cuando “era una maravilla, un huerto continuo de frutales, moreras, palmeras”. El camino que pasa delante de la vivienda está limitado a vehículos de 14 toneladas, “pero da igual, por aquí pasan hormigoneras, camiones…”. En una de las esquinas se amontonan la basura, plásticos, neumáticos y, cómo no, hay una acequia entubada.
No son los únicos afectados por infraestructuras que cruzan el fértil valle del Segura. A unos metros de la MU-30 se encuentra la casa de María Paredes, de 58 años, que ha pasado “de vivir en la huerta a estar entre la autovía y el AVE”. Delante de la vivienda, un charco inmenso, resto de la tormenta del día anterior, casi impide el paso. “Antes de las obras el agua tiraba para el camino, pero ahora se viene para acá”, responde Paredes a las preguntas desde la ventana del segundo piso, situado más o menos a la misma altura que el viaducto. En ese cajón del “antes” también existían vecinos: “Dos allí y otros dos allí con sus limoneros”, señala. A ellos los expropiaron por las obras, pero la finca de Paredes no entró en el paquete. De los limoneros no queda ni rastro y ella ya no pasea por la degradada zona. Ni los conservacionistas ni los regantes se explican la razón por la que el AVE no se planteó por el norte en vez de por el medio de la huerta.
Andrés Guerrero, concejal de Urbanismo y Transición Ecológica del Ayuntamiento de Murcia, del PSOE, responde que ellos “se encontraron con esta situación” tras más de 26 años de un Gobierno del PP. Centra el problema en el actual Plan General de Urbanismo, que “no solo no paró el deterioro de la huerta, sino que se aceleró, y hoy prácticamente se puede edificar en todos los caminos e incluso dictó una amnistía a construcciones ilegales”. Tienen previsto comenzar el proceso participativo, previo a la revisión del plan general, en el que se expondrán los trabajos realizados. La falta de recursos impide el conocimiento real de la situación y, por lo tanto, la adopción de soluciones. El Ayuntamiento no cuenta con un censo sobre las construcciones que existen ni las actividades que se desarrollan, ya sean legales o ilegales. “El programa de gestión es muy malo”, observa el concejal. Uno de sus objetivos es convencer a los ciudadanos de que no se puede utilizar un terreno para lo que se quiera, porque hay normativas que cumplir.
Lo cierto es que ya se perciben ciertos cambios de actitud. Las redes sociales también ayudan. Un grupo de vecinos ha abierto en Twitter el perfil En un lugar de la huerta (@enunlugardelah1). Son andarines y en sus rutas descubrieron sitios que decidieron mostrar. Han comprobado que “donde hay una acequia viva, existe fauna y flora y sombra fresca”. Y han contemplado cómo se destruyen los canales. Primero se elimina la vegetación de los márgenes para colocar los tubos e introducir la acequia y luego asfaltar. Al ser accesible el terreno, aparecen después los escombros, las casas y las naves. “Lo que es un oasis se convierte en un desastre”.
La confederación hidrográfica sostiene que no es realista la visión de los ecologistas de mantener el regadío como en la época medieval, debido a que el crecimiento poblacional ha provocado que las acequias se encuentren en terrenos urbanizados y eso ha motivado su cubrimiento para optimizar el transporte de las aguas, por seguridad y por salubridad. Moreno Micol rechaza la acusación: “No estamos en contra del desarrollo ni de la construcción, solo pedimos que las edificaciones e infraestruacuras sean legales, en zonas como, por ejemplo, la parte norte de la ciudad, y que no se destruya el suelo fértil”. A pesar de las discrepancias, el discurso conservacionista sobre la importancia de salvar la huerta va calando. Ahora falta invertir los términos y que no sea la ciudad la que marque el paso, advierte el arquitecto Fernando de Retes.