La rebelión de Héctor Abad

El tema de su última novela, ‘Salvo mi corazón, todo está bien’, no puede ser más anacrónico en apariencia, más incorrecto: la historia de un cura bueno

No debería extrañar que el aria más hermosa del mundo contenga una incitación al asesinato, según ocurre en La flauta mágica, de Mozart, cuando la Reina de la Noche irrumpe en el cuarto de su hija y le entrega un puñal con la exigencia de que mate a su padre, Sarastro. No debería extrañar: la belleza y el mal se hallan íntimamente unidos. Georges Bataille argumentó que en el interior de todo ser humano habita una bestia. “Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un esclavo”, escribió. “Hay una puerta: si la abrimos, el animal se escapa como el esclavo que encuentra un...

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No debería extrañar que el aria más hermosa del mundo contenga una incitación al asesinato, según ocurre en La flauta mágica, de Mozart, cuando la Reina de la Noche irrumpe en el cuarto de su hija y le entrega un puñal con la exigencia de que mate a su padre, Sarastro. No debería extrañar: la belleza y el mal se hallan íntimamente unidos. Georges Bataille argumentó que en el interior de todo ser humano habita una bestia. “Hay en cada hombre un animal encerrado en una prisión, como un esclavo”, escribió. “Hay una puerta: si la abrimos, el animal se escapa como el esclavo que encuentra una salida; entonces el hombre muere provisoriamente y la bestia se conduce como una bestia”.

Esa alimaña constituye nuestra parte maldita: liberada, vuelve invivible la vida; pero no es posible reprimirla por completo: tarde o temprano, de uno u otro modo, acaba aflorando. La literatura (el arte en general) es el lugar de la parte maldita: ésta, en la literatura, se puede expresar con plenitud, transformada en belleza y sentido; ahí es posible dar rienda suelta al dolor, a la furia, al odio, a los deseos de venganza, a todos esos sentimientos que todos hemos experimentado alguna vez, porque forman parte de lo que somos; ahí encuentra su expresión y su sentido nuestra parte maldita, y así podemos dominarla, purificarnos de ella. Por eso, entre otras razones, es útil el arte. Por eso en un mundo perfecto no existiría la literatura (o sería tan mala que no merecería su nombre). Por eso escribió André Gide que con los buenos sentimientos sólo se escribe mala literatura.

Parte esencial de la obra de Héctor Abad Faciolince parece un acto de rebelión contra ese precepto. Colombiano de nacimiento, poeta mayor, diarista imprescindible, articulista combativo, Abad es ahora mismo uno de los escritores fundamentales de nuestra lengua, conocido sobre todo por sus novelas y en particular por El olvido que seremos, libro donde evoca su relación con su padre, Héctor Abad Gómez, médico y activista social asesinado por paramilitares en 1987. Su última novela, Salvo mi corazón, todo está bien, podría leerse como una réplica de El olvido. Su tema no puede ser más anacrónico en apariencia, más incorrecto: la historia de un cura bueno; su argumento no es lo esencial: Luis Córdoba, un sacerdote a la espera de un trasplante de corazón, se muda a una casa donde convive con dos mujeres abandonadas y tres niños, y en ese interregno descubre su vocación de marido y padre de familia. Lo esencial es otra cosa.

Fernando Trueba, autor de la versión cinematográfica de El olvido, declaró que, mientras filmaba su película, se sentía como el escultor a quien encargan erigir una estatua de un hombre bondadoso; no descarto que Abad haya sentido algo semejante mientras escribía Salvo mi corazón. Su protagonista, sin embargo, no es un santo, y mucho menos un místico; al contrario: es hombre glotón, bienhumorado, melómano, cinéfilo, militantemente hedonista y profundamente vitalista, que siente que la vida es ante todo un regalo maravilloso y que “el único pecado que se puede cometer es el de no recibir y honrar ese regalo, es decir, el de no ser felices en la vida, con la vida”, un individuo que anhela ser feliz “porque sabía que la felicidad a todos nos hace ser más buenos” y cuyo entusiasmo y cuyo ánimo “contagiaban a los decaídos” y “levantaban a los malheridos por las derrotas del amor o de la vida”. Córdoba no es un católico proselitista; Abad, aclaro, tampoco: de hecho, aunque toda la novela esté narrada por un sacerdote amigo de Córdoba, el punto de vista dominante en el relato es el de un ateo que siente que el catolicismo es cosa del pasado, una religión derrotada, y que asiste, en medio del horror cotidiano del mundo, entre perplejo y admirado, al enigma anónimo y silencioso de la bondad.

Es cierto: la literatura nos alivia del mal, nos permite observarlo, entenderlo y asumirlo, y así nos previene y nos protege de él, fortaleciéndonos; pero quizá el misterio de verdad no radica en el mal, que es común, sino en el bien, que es excepcional. La obra de Abad es un ensayo valeroso de explorar ese misterio.

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