Los niños de la guerra: el horror que no cesa
Se produjeron más de 266.000 violaciones graves contra la infancia entre 2005 y 2020 en más de 30 guerras en todo el mundo. La historia se repite una y otra vez. Incluso los afortunados, los supervivientes, habrán perdido una de las mayores patrias de la humanidad: una niñez en paz.
Una sola imagen sirvió para resumir la guerra de Vietnam y, a la vez, para acelerar su final. La tomó Nick Ut, fotógrafo de Associated Press, el 8 de junio de 1972 en la Carretera Número 1, que enlazaba Vietnam con Camboya y era la más bombardeada del mundo. Tras un intenso ataque estadounidense con napalm, vio emerger detrás de una espesa cortina de humo a una niña, desnuda y abrasada por la gasolina quemada. Aquella niña se llama Kim Phuc, tiene actualmente 59 años y sobrevivió a unas herid...
Una sola imagen sirvió para resumir la guerra de Vietnam y, a la vez, para acelerar su final. La tomó Nick Ut, fotógrafo de Associated Press, el 8 de junio de 1972 en la Carretera Número 1, que enlazaba Vietnam con Camboya y era la más bombardeada del mundo. Tras un intenso ataque estadounidense con napalm, vio emerger detrás de una espesa cortina de humo a una niña, desnuda y abrasada por la gasolina quemada. Aquella niña se llama Kim Phuc, tiene actualmente 59 años y sobrevivió a unas heridas de las que no se ha recuperado y que nunca han dejado de causarle dolor. Vive en Canadá y preside una fundación para ayudar a los niños víctimas de las guerras.
“Llevo las consecuencias de la guerra en el cuerpo”, escribió en un artículo en The New York Times con motivo del 50º aniversario de aquella imagen que cambió el curso de la historia. “Esas cicatrices, físicas o mentales, no se olvidan nunca. Agradezco el poder de esa fotografía a los nueve años, tanto como agradezco la travesía de mi vida desde entonces. Mi horror —que apenas recuerdo— se volvió universal”. El dolor de Kim Phuc resume el sufrimiento de todos los niños en todas las guerras: son mucho más fuertes de lo que nadie pueda pensar y su capacidad de recuperación es sorprendente, pero algunas cicatrices no se cierran nunca.
Gervasio Sánchez, reportero español que ha pasado toda su vida reflejando no tanto las guerras como las consecuencias que los conflictos tienen sobre humanos concretos, muchas veces niños, narraba en el documental Álbum de posguerra la historia de varios supervivientes del asedio de Sarajevo (1992-1996). Alguno de ellos había protagonizado alguna de sus fotos más icónicas de la guerra de Bosnia, como aquella en la que un niño y una niña jugaban en la nieve ante un blindado de Naciones Unidas durante el cerco. “Nunca olvidaré a un niño en El Salvador que me pidió que le contase cómo era un país sin guerra”, explicó cuando se estrenó el documental. “Las vidas de las personas afectadas por la guerra acaban muy destruidas, la memoria juega muy malas pasadas. Ha pasado un cuarto de siglo sin que caiga una bomba sobre esa gente y siguen muy marcados”, agregó sobre aquellos niños que conoció en Sarajevo y que ahora, como adultos, llevaban un peso difícil de imaginar.
Pero no se trata de Vietnam o Sarajevo, de la guerra civil española o del Holocausto; la tragedia es que el sufrimiento de los niños en los conflictos, que marcará toda la vida de los supervivientes, no se acaba nunca. Entre 2005 y 2020, según datos de Naciones Unidas, se produjeron más de 266.000 violaciones graves contra la infancia en más de 30 guerras en África, Asia, Oriente Próximo y América Latina, según un informe de Unicef publicado en junio y titulado 25 años de conflictos armados y la infancia: Actuar para proteger a los niños y niñas en la guerra. La ONU ha constatado que niños y niñas han sido asesinados, mutilados, reclutados como soldados, violados, casados a la fuerza, explotados sexualmente y víctimas de otras formas de violencia sexual. Este informe no recoge todavía lo que ocurre en Ucrania, donde de nuevo los civiles —y, por tanto, los niños— se han convertido en un objetivo del terror indiscriminado ruso.
Y se trata solo de la punta del iceberg, porque a muchos lugares no llega ningún observador, son agujeros de sufrimiento alejados de las miradas de la prensa y de las ONG, en los que la vida cotidiana de los niños es un infierno, en los que no existe nada parecido a la infancia tal y como se conoce en el mundo desarrollado. En otros países no existe una guerra abierta, pero tampoco nada remotamente parecido a la paz, como Afganistán, un Estado en el que los niños —y, en este caso, particularmente las niñas desde el regreso de los talibanes al poder— no han conocido otra cosa más que la violencia y la discriminación.
Tanto en la guerra civil española como en la II Guerra Mundial o en Indochina, Robert Capa —el gran padre del fotoperiodismo bélico— retrató muchas veces a los niños para contar lo que estaba ocurriendo, para mostrar la dimensión del sufrimiento en un conflicto. Aunque se arriesgaba muchísimo —”Si tu foto no es lo bastante buena, es que no estás lo bastante cerca”, era su lema, y lo cumplía—, gran parte de sus instantáneas mostraban la retaguardia. Ha sido el fotógrafo de guerra más famoso de la historia, pese a que sus imágenes de combate son escasas, aunque icónicas: el miliciano herido de muerte en Córdoba al principio de la Guerra Civil o la playa de Omaha durante el desembarco de Normandía, el 6 de junio de 1944.
Pero las fotografías que muestran la dimensión de la tragedia republicana no reflejan una batalla, sino la retaguardia: los refugiados que salieron de Cataluña hacia Francia en 1939. Y en ellas aparecen muchos niños: resignados, cansados, asustados. La más famosa muestra a una niña reposando sobre unos sacos, cubierta con un abrigo que le viene muy grande, a la espera de un transporte para huir del avance fascista (sin saber que se trataba de una huida que tardaría muchos años en terminar). Su hermano Cornell Capa y su biógrafo Richard Whelan recogieron en un libro todas esas fotos: Enfants de la guerre, enfants de la paix (Natham). Es extraordinario comprobar cómo en esas 100 fotografías aparecen muchos críos jugando, incluso en los peores momentos. De hecho, en la famosa imagen de la casa bombardeada del barrio madrileño de Vallecas, los niños se ríen y se divierten sobre un paisaje de destrucción, ante una casa destrozada por la metralla. Y lo mismo ocurre con otra imagen, tomada poco después, en la que una niña sonríe mientras hace ganchillo refugiada con su familia en el metro de Madrid de los bombardeos.
El escritor Juan García Hortelano contaba que el Madrid de la Guerra Civil fue el gran campo de juegos de su infancia, pese a que vivía en el barrio de Argüelles, que estaba muy cerca del frente. Algo parecido refleja la obra de teatro de Fernando Fernán Gómez Las bicicletas son para el verano. Recientemente, el dibujante Carlos Giménez, que acaba de terminar la serie Paracuellos, en la que relata su niñez en la posguerra en diferentes auxilios sociales de la Falange, donde campaban a sus anchas la violencia y el hambre, explicaba: “Tuvimos una infancia de mierda, pero los niños juegan pase lo que pase”.
Pero detrás de esas sonrisas, de esos juegos que nada puede detener, queda algo que no se irá nunca. Hace años, entrevistaron en televisión a un superviviente francés del Holocausto que, como tantos niños judíos de París, fue detenido en la tristemente famosa razia del Velódromo de Invierno, en el verano de 1942. Narraba que había pasado una parte de su vida adulta yendo a un psicólogo. Un día le preguntó: “¿Cree que alguna vez seré una persona normal?”. A lo que el psicólogo le respondió: “Cómo va a ser una persona normal si ha sobrevivido a Auschwitz”. Aquel testigo contaba que tuvo una familia, una vida feliz, incluso rutinaria, pero que siempre hubo algo que no encajaba. Pero que aquella conversación le tranquilizó mucho: sabía que iba a pasar toda su existencia aprendiendo a convivir con el pasado.
En el prólogo del libro sobre los niños supervivientes del Holocausto L’enfant-Shoah (Presses Universitaires de France), coordinado por Ivan Jablonka, el filósofo Boris Cyrulnik escribe: “Una de las cuestiones más delicadas concierne al futuro de los niños. ¿Qué va a ser de ellos? Después de la guerra, incluso si su supervivencia está garantizada, deberán superar muchas pruebas: crecer sin padres, integrarse socialmente, asumir un pasado cargado por el duelo”. Cyrulnik sabe de lo que habla: no solo porque haya estudiado a fondo el concepto de resiliencia, que trata de explicar la capacidad de resistencia humana, sino porque él mismo es un niño-Shoah, un superviviente del Holocausto, que se salvó de acabar en los campos de exterminio porque se escondió en los baños de la gran sinagoga de Burdeos durante una redada.
Cientos de miles de niños se enfrentan a experiencias parecidas en todo el mundo: cada mañana no saben si comerán, si sobrevivirán, si volverán a ver a sus padres… Son capturados, violados, agredidos, convertidos en soldados obligados a matar. Es un horror que no cesa. Incluso los afortunados, los supervivientes, los que vivan para contarlo, habrán perdido una de las mayores patrias de la humanidad: una infancia en paz.
Un cuarto de siglo en cifras
— En el informe 25 años de conflictos armados y la infancia, publicado en junio, Unicef reúne datos recogidos entre 2005 y 2020. Una de las cifras más negras son los niños muertos o mutilados en situaciones de conflicto armado en este periodo en todo el mundo: más de 104.100.
— De 2016 a 2020, los conflictos en Afganistán, Nigeria, Somalia, Siria y Yemen han sido los más mortíferos para la infancia, con más de 13.000 víctimas mortales infantiles.
— Más de 93.000 niños y niñas han sido reclutados y utilizados por partes en conflicto en este periodo de 25 años. Y al menos 25.700 menores han sido secuestrados.
— Naciones Unidas ha verificado desde 2005 más de 13.900 ataques contra instalaciones educativas y médicas.