Un visionario del arte y del dinero
Produjo 33.000 obras y, medio siglo después de su muerte, sus precios siguen subiendo. Picasso hizo gala de una gran habilidad empresarial y entendió que empezaba a crearse un mercado del arte contemporáneo. De la primera gran exposición de París a ‘Mujeres de Argel’, el picasso más caro vendido en subasta, y la tokenización de ‘Niña con boina verde’, una historia fascinante.
Fueron 11 minutos de batalla hasta que Jussi Pylkkänen, presidente de la casa de subastas Christie’s, golpeó con la gabela su atril de madera de roble y exclamó: “¡Sold!” (“¡Adjudicado!”). La sala neoyorquina bramó como si una guerra hubiera terminado y alguien anunciase el armisticio. Los aplausos iban dirigidos al óleo Les femmes d’Alger (Mujeres de Argel, Versión O, 1955), de Picasso, que acababa de venderse por 179,3 millones de dólares (unos 185 millones de euros en la actua...
Fueron 11 minutos de batalla hasta que Jussi Pylkkänen, presidente de la casa de subastas Christie’s, golpeó con la gabela su atril de madera de roble y exclamó: “¡Sold!” (“¡Adjudicado!”). La sala neoyorquina bramó como si una guerra hubiera terminado y alguien anunciase el armisticio. Los aplausos iban dirigidos al óleo Les femmes d’Alger (Mujeres de Argel, Versión O, 1955), de Picasso, que acababa de venderse por 179,3 millones de dólares (unos 185 millones de euros en la actualidad). El precio más alto en aquel momento —mayo de 2015— conseguido por una obra de arte en una subasta (y hasta el día de hoy, el récord para un picasso vendido de esa forma). Pero antes había transcurrido una existencia entera.
Muy pronto en la vida de Picasso fue demasiado tarde. Tarde para ser uno más de las decenas de artistas que se instalaban en la bohemia parisiense de principios del siglo pasado buscando atención y encontrando miseria. El artista malagueño, con 25 años, ya se encaminaba a la riqueza. “Su entusiasmo por ganar dinero solo se moderó por su deseo de rechazar las convenciones sociales que la burguesía atribuía al lujo”, cuenta Michael Fitzgerald, profesor de Bellas Artes en el Trinity College de Hartford (Estados Unidos). Las ventas eran importantes porque le permitían llevar su obra al límite. Fue igual que el cubismo. Estaba ahí, en la frontera, blanca, del lienzo; aguardando.
Picasso tenía una gran habilidad empresarial y entendió que empezaba a crearse algo similar al mercado contemporáneo. En 1902, en pleno Periodo Azul, pintó imágenes —como dos jóvenes madres cuidando a sus hijos— porque gustarían. “Vivía en la calle de Champollion [de París]. Quería hacer algo para ganar dinero. Me da un poco de vergüenza admitirlo, pero fue así”, reconocerá Picasso. Incluso cuando tuvo su primera gran exposición en la capital francesa, en la galería Vollard, en junio de 1901, muchos de sus 64 óleos, pasteles y dibujos —terminados algunos en menos de tres semanas— proponían motivos españoles y coloristas. Fáciles. Vendió 15 piezas.
Este era el joven Picasso. Un artista capaz de pintar 1,3 obras de media al día entre 1907 y 1914. Un demiurgo. “Poseía una inmensa capacidad de trabajo y asumía enormes riesgos. E intuyó con rapidez el sistema del arte”, resume Eugenio Carmona, comisario de la exposición Picasso 1906: la gran transformación, con la que el Museo Reina Sofía conmemorará entre noviembre de 2023 y marzo de 2024 el 50º aniversario de su muerte. Sin embargo, la construcción del mito exige un marchante.
El 11 de julio de 1908, el legendario galerista alemán Daniel-Henry Kahnweiler abre un espacio en la calle de Vignon de París. Inaugura con Braque, Van Dongen, Derain, Vlaminck. El primer cuadro que verá —sin terminar— del pintor malagueño es Las señoritas de Aviñón (1907). Pasarán 17 años hasta que lo compre el modista Jacques Doucet por 25.000 francos. “Pese a inventar el cubismo, no se vende bien”, matiza José Lebrero, director artístico del Museo Picasso de Málaga. ¡Qué importa! El genio tiene en sus manos el arte del siglo XX. En 1908 la prensa estadounidense escribe sobre Los salvajes de París. El texto reproduce Las señoritas de Aviñón. Pablo Picasso, convertido en titular.
Kahnweiler diseña una estrategia brillante. Crea una red de marchantes del artista en Alemania, Austria, Suiza, Reino Unido y Estados Unidos. Francia queda fuera. Nunca expondrá en los salones de París —aborrecía sus propuestas reaccionarias— y apenas mantiene coleccionistas en la ciudad. En diciembre de 1912 firma un contrato por tres años con el pintor por unas cifras increíbles. El precio de un dibujo son 100 francos, el valor de 25 pinturas (81 × 65 centímetros) empieza en 1.000 francos cada una y 60 telas (130 × 97 centímetros) cuestan 3.000 francos. George Braque, por comparar, gana un 75% menos. Al final del acuerdo, sus precios se han triplicado, y también los coleccionistas y sus nacionalidades. Estadounidenses (Stein, Barnes), rusos (Shchukin, Morosov), alemanes (Uhde, Rupf, Persl), franceses (Gasquet)…
Pese a todo, Picasso detestaba a los marchantes y sus regateos y, sobre todo, detestaba desprenderse de los cuadros. “Resulta comprensible ese odio”, justifica Enrique Mallen, experto en el maestro. “Salvo unos pocos escrupulosos, la mayoría de quienes estaban dispuestos a arriesgarse con un joven artista eran casi extorsionadores que se aprovechaban de su desesperación para forzar los precios aún más a la baja”. Picasso se vengará pronto. Los enfrenta o los ignora. Mallen recuerda ese desprecio inicial. El marchante estadounidense Samuel Kootz voló en 1946 desde Nueva York para ver a Picasso con la esperanza de comprar algún cuadro. Cuando llegó, todavía dormía, por lo que le recibió su secretario, Jaume Sabartés. “¿Otro americano?”. “¿De dónde demonios lo has sacado?”.
Aquí empieza el mercado del genio. Casi 70 años después de pintar Versión O, sus precios conservan el toque dorado. Entre 2018 y la mitad de este año —de acuerdo con la plataforma Mutual Art— vendió 2.323 millones de dólares (2.267 millones de euros al cambio actual) en subasta. El calendario de 2018 fue el mejor (729,3 millones de dólares), y 2020, el más débil (242,8 millones). En plena pandemia, pocos arriesgan por sus obras. Pero durante 2021 se ofrecieron 5.504 piezas y se remataron 3.970. Un 72%. Picasso siempre regresa, y su mercado sale indemne de ciertas críticas al trato que daba a las mujeres. Su segundo mejor resultado (115 millones de dólares, en 2018) muestra a una prostituta menor de edad (Linda) desnuda sosteniendo un cesto de flores, Fillette à la corbeille fleurie (1905). El cuadro perteneció a la escritora Gertrude Stein, quien se quejó de sus “pies de mono”. “Eran otros tiempos. Los ambientes de la bohemia estaban impregnados de anarquismo y se practicaba el amor libre”, defiende Enrique Carmona.
La contabilidad en subasta del genio se bosqueja con rapidez. Su escultura más cara es Tête de femme (Fernande), de 1908. La vendió el Metropolitan en mayo de 2022 por 48,4 millones de dólares (casi 50 millones de euros). El aguafuerte de precio inalcanzable es Le repas frugal (1904). Picasso lo grabó con 24 años. Aunque en marzo pasado superó los seis millones de libras. Y la obra sobre papel Composition au Minotaure (1936) sedujo a un coleccionista durante 2014 hasta pagar 10,3 millones de libras (11,7 millones de euros). Picasso habría sonreído y recordado el azul de la pobreza. Otro gesto dibujaría al saber que una de sus grandes subastas sucedió en 2021, en Las Vegas, la ciudad del juego. Once cuadros y cerámicas expuestos durante dos décadas en el restaurante del hotel Bellagio se vendieron por 110 millones de dólares (más de 113 millones de euros). Tampoco le habría gustado al genio uno de sus nuevos coleccionistas, Steven A. Cohen (el mago de los fondos de alto riesgo), quien enajena las obras a la velocidad de las acciones de Boeing.
Sin desearlo, el dinero ha perseguido a Picasso. Juntos han vivido situaciones excepcionales. La tela Busto de mujer joven (1906) incautada al expresidente de Bankinter Jaime Botín, después de que el Constitucional confirmara que intentó exportarla ilegalmente, demuestra el acierto de la compra en 1977 (ya cuelga en el Reina Sofía) y el error de sus asesores al situar el domicilio del cuadro en Pozuelo de Alarcón (Madrid), donde reside el exbanquero, en vez de en su barco con bandera inglesa. La prohibición del Estado —dada su importancia— era de libro. Y sacarla por mar para, según la acusación, colocarla en Suiza era contrabando. “El problema ha sido que no ha estado bien informado de la venta ni de las jurisdicciones implicadas”, analiza Laura Gaona, fundadora del bufete Calíope Art Law. El lienzo, en vez de la imagen de una chica de la época de Gósol (una localidad leridana donde Picasso residió tres meses antes de inventar el cubismo), es, simbólicamente, la polaroid de una pistola humeante. La Administración valoró el cuadro en 26,2 millones de euros, pero fuera superaría los 100 millones.
Quizá sea el último rescoldo de otra época. La tecnología ha cambiado el sentido de poseer un picasso. El coleccionista Javier Lumbreras atesora dos: Niña con boina verde (1964) y Busto de mujer (1939). Ambas pinturas miden 65 × 54 centímetros y “se adquirieron como inversión”, admite. Su destino es conseguir fondos para un proyecto cultural en Arévalo (Ávila). Niña está tokenizado. Ha creado 4.000 tokens (participaciones individuales) que cotizan a 1.117 francos suizos (1.152 euros). Lo que valora el cuadro en 4.668.000 euros. En 10 años se venderá la tela y la rentabilidad dependerá de los tokens que posea el inversor.
Resulta posible comprar picassos sin ser rico. Los grabados y las cerámicas son las mejores opciones. Una punta seca de 1905 o 1906 (Los saltimbanquis), con una tirada de 250 ejemplares, o una cerámica sobre 500 se pueden adquirir por unos 3.000 euros. Mejores precios se consiguen en casas de subastas menos conocidas como Hindman, Wright, Westport, Santa Fe o Heritage Auctions. Picasso produjo 33.000 obras. “Parece un número alto, pero muchas se encuentran en colecciones privadas y museos”, explica Keith Gill, experto de Christie’s Londres. Sin embargo, en grabados y artes decorativas todavía surgen posibilidades.
Es como si Picasso hubiera dejado, a propósito, una puerta abierta a la entrada de su mente, su hogar. Cuando en 1958 compró el Château de Vauvenargues (en la región francesa de Provenza-Alpes-Costa Azul), le preguntaron por qué se sentía en casa en un lugar tan lúgubre. “Soy español y me gusta la tristeza”, respondió. Aprendió de la miseria que el dinero nunca cura la desolación.