Isabel II, reina del tiempo
De niña soñaba con ser un caballo y acabó siendo reina de un imperio. La corona y ella eran uno. En la última época parecía casi inmortal. Isabel II, un icono irrepetible
Sin mayores pasiones en esta vida que coleccionar sellos y perseguir faisanes, la historia ha alabado a Jorge V —muerto en 1936— por devolver a la corona inglesa un saludable aburrimiento. Los tiempos parecían pedirlo. El primer tercio del siglo XX se había llevado por delante a monarcas de tanto carisma como el zar de todas las Rusias, el rey de España, el káiser de Alemania y el emperador de Austria-Hungría. En el propio Reino Unido no habían faltado tumultos con liberales y socialistas, con irlandeses y con indios, pero el rey Jorge —y la reina María— seguían siendo ...
Sin mayores pasiones en esta vida que coleccionar sellos y perseguir faisanes, la historia ha alabado a Jorge V —muerto en 1936— por devolver a la corona inglesa un saludable aburrimiento. Los tiempos parecían pedirlo. El primer tercio del siglo XX se había llevado por delante a monarcas de tanto carisma como el zar de todas las Rusias, el rey de España, el káiser de Alemania y el emperador de Austria-Hungría. En el propio Reino Unido no habían faltado tumultos con liberales y socialistas, con irlandeses y con indios, pero el rey Jorge —y la reina María— seguían siendo tan venerados en su país como en el Imperio. Será que nadie podía dudar de la seriedad con que se tomaban su labor: “Ningún miembro de esta familia”, había dictaminado la reina, “debe ser visto sonriendo en público”. En privado, sin embargo, sí se podía sonreír, y nada aligeraba más la gravedad del viejo rey que jugar con Isabel, la mayor de sus nietas. Ambos se tuvieron uno de esos cariños que son predilecciones. Ella le llamaba “el abuelo Inglaterra”; él nunca pudo imaginar que ella reinaría. Ni que se iba a impregnar misteriosamente, en aquel Buckingham de su niñez, de la formalidad para llevar una corte y de la entrega para reinar como un deber. No es mera especulación. Solo unos años después, bajo las bombas de la II Guerra Mundial, Isabel se negaría a bajar al refugio antiaéreo sin cambiarse: a la futura reina de Inglaterra, según explicó a su atónita nanny, nadie debía verla en pijama. Para entonces, todo un Churchill había escrito, no menos asombrado, sobre “su aire de autoridad y reflexión, que impacta en una niña”.
Con el tiempo, al glosar el carácter de Isabel II (Londres, 21 de abril de 1926-castillo de Balmoral, 8 de septiembre de 2022), más de un comentarista se ha visto frustrado. El duque de Edimburgo podía dejarse llevar por la ira y hacer temblar las paredes con sus palabrotas; la reina madre era tan ligera con el dinero que, al morir, dicen que dejó un descubierto de millones en la banca Coutts. En el caso de Isabel II, sin embargo, echamos de menos la sombra necesaria para el claroscuro: su equilibrio, su serenidad, su madurez —desde tan joven— iban a parecer de una gelidez ajena a las pasiones de los hombres. Su mismo apego a los ritmos de la corte nos hablaría de un temperamento más conservador que inspirador. En 1957, en uno de los ataques más célebres recibidos en su reinado, el historiador Lord Altrincham le reprochó —la reina contaba entonces con 31 años— carecer de “personalidad e iniciativa”. Pero Isabel tuvo de siempre razones para la cautela. Era todavía niña cuando, tras la muerte de Jorge V, vio a Eduardo VIII —su tío, el duque de Windsor— acceder al trono: frente al envaramiento del viejo rey, el nuevo monarca iba a viajar a su Consejo de Ascensión a los mandos de su propia avioneta. Lo propio de un moderno sportsman y, sin duda, todo un manifiesto de “personalidad e iniciativa”. Su reinado, sin embargo, no llegaría al año, entre los amores prohibidos con Wallis Simpson y una afinidad con los nazis que también hubo que prohibir. Así, todavía en la linde de la adolescencia, Isabel se convertía en heredera al trono con varias lecciones de prudencia ya metabolizadas.
Una liturgia nacional
No deja de ser hermoso que a la reina se la viera llorar en público no más que una o dos ocasiones, y que la primera de ellas fuera, justamente, tras visitar al duque de Windsor. Después de todo, tenía sus afectos humanos. En el año de su coronación, 1953, sin embargo, un tercio de sus súbditos aún pensaban que la reina era reina por designio divino, y la propia Isabel —mujer creyente— confesaría, con el tiempo, que lo trascendente para ella de aquella ceremonia fue menos ceñirse la corona que ser ungida con los óleos. Desde entonces, su vida iba a llevar también la regularidad de un monacato, con días iguales los unos a los otros: a las ocho de la mañana, bandeja con el té, apertura de cortinas, baño; antes de las diez de la mañana, vestido y desayuno y peluquero. Luego, mañana de trabajo —audiencias, informes del Gobierno, correspondencia— y, al llegar la hora de comer, el premio de un Dubonnet con ginebra. A las 14.30, pasear a los perros. Después, el té de las cinco de la tarde y el gin tonic —prudente— de las seis, que solo le quitaron a los 95 años. Cena a las 20.15. Y los viernes a mediodía, sin tiempo que perder, la comitiva de jaguars rumbo a Windsor, como cualquier pequeñoburgués que huye al chalet de la sierra.
La santa repetición doméstica iba a tener su reflejo ampliado a escala nacional, con un calendario anual que —a fuerza de repetición durante décadas— se ha parecido en mucho a un año litúrgico. Siempre se sabía dónde estaba la reina. La apertura del Parlamento en Westminster. La honra a los caídos, cada noviembre, en Whitehall. La Navidad en Sandringham, las carreras de Royal Ascot, el desfile de cumpleaños y el placer del verano en su querido Balmoral. En un siglo de dinastías caídas, Isabel II quiso un modelo de monarquía capaz de hacer virtud de lo previsible, capaz de infundir solidez con sus ritmos y su noción de largo plazo, capaz —en fin— de permanecer inmutable, mientras iban y venían los años, como un paisaje de fondo de la vida. Tan criticada siempre por sus escasas pretensiones en materia de cultura —prefería rodearse de corgis que de filósofos—, sabía sin embargo a fuego lo que tenía que saber: el papel constitucional de la corona. Y cómo esta misma corona sirve —según su tratadista de cabecera, Walter Bagehot— para que los países vayan cambiando sin que nadie se dé del todo cuenta.
¿Abuela encantadora? Dama de hierro
Ese rigor y esa impavidez iban a ir trasponiéndose del personaje a la persona. “Tómate la segunda copa de vino si quieres”, le dijo la reina madre en un banquete, “pero recuerda que tienes que reinar toda la tarde”. María, su mayestática abuela, ya le había dado otro consejo para las ocasiones de gran pompa: sentarse cada vez que pudiera e ir al baño en cuanto tuviera oportunidad. Desde entonces —apunta el experto Massingberd— “existe la leyenda popular de que las mujeres de la realeza disponen de vejigas de capacidad superior”. La anécdota puede parecer chusca, pero es elocuente de que con Isabel II estuvimos mucho menos ante una abuelita encantadora que ante una dama, ella sí, de hierro. Era una noción de deber, de realeza obliga, que valía en lo pequeño y en lo grande, tan disciplinada para aguantar horas de saludos —”¿ha venido de muy lejos?”— como para callarse sus opiniones políticas y no comprometer la independencia de la corona. Una muestra de primera: cuando la reina Victoria enviudó, se encerró a cal y canto en Windsor; cuando enviudó Isabel —ya nonagenaria—, prosiguió con su agenda.
Esta fijeza de carácter iba a tener —menuda como era— una inesperada traslación física: Harold Nicolson, escritor de mucho mundo, admitía en su presencia “una cierta tensión similar al respeto reverencial”, y, desde luego, hay muy poca gente a la que se le haya ocurrido, como a Michelle Obama, palmear el lomo de la soberana. Cualquier exceso de confianza —el Tony Blair que le tomó una mano para cantar— se veía pagado con la expresión de hieratismo más lograda desde tiempos de los faraones. Más atenta a la corrección que a la elegancia, las bromas sobre su vestuario iban a toparse con la autoridad de Hubert de Givenchy y su “viste como una reina”. Pero ese guardarropa tan florido también valía para hacer buena una reflexión con doble fondo: “Para que la gente me crea, tiene que verme”. Esto estaba detrás de sus conjuntos amarillo canario, pero también explica por qué no hubo un rincón del Reino Unido que la reina no visitara. Bagehot había hablado de que a veces “hay que pasear la majestad como un desfile”: entraba también dentro del deber.
Isabel y Margarita
Al contemplar una familia con abuelos crapulosos, nueras díscolas, nietos problemáticos e hijos repartidos entre la lujuria y la codicia, la sensación es que Isabel II ha atravesado la vida sin ser tocada por ella, encapsulada en el nido de las pasiones. No extraña así que se le haya querido siempre buscar la humanidad, que se haya intentado ver quién había detrás de la corona, hasta llegar a la conclusión de que Isabel no se desasía nunca de la corona porque la corona y ella eran uno, porque era reina en todo momento y no de nueve de la mañana a cinco de la tarde. ¿Qué hemos sabido, pues, de las emociones verdaderas de alguien a quien le merecía el mismo gesto el palacio de un sultán y una estación de cercanías en Birmingham? Por la parte de la pena, la vimos desorientada, dolida, en 1992: ardía su casa, Windsor. Y dicen que lloró —ya hemos hablado de sus escasas lágrimas— cuando el yate Britannia terminó en el chatarrero. Por la parte de las alegrías, sabemos que, de los tiempos de la guerra, donde llevó camiones, le había quedado el gusto por conducir —más en concreto, por conducir sin cinturón—. Sin embargo, lo que más le gustaba era una afición tan reveladora de su carácter como anudarse el pañuelo a la cabeza y cabalgar en solitario, con su guardaespaldas, también a caballo, imperceptible por detrás. Quizá como recuerdo de una época en la que las niñas de su clase debían aprender equitación y francés, de los caballos a la reina le iba a gustar todo: leía cada día la prensa especializada, mandaba grabar las carreras que no podía ver y los encargados de su yeguada podían molestarle a la hora que quisieran. Los caballos —y los perros— también tendrían otra virtud: le acercarían a Camila.
En esa pedrea de conocimientos que tenemos sobre la reina, hemos llegado a saber que comió en restaurantes —ante todo, Bellamy’s, en Mayfair— dos o tres veces, pero que solo se desmelenó una única vez. Lo hizo además con permiso paterno, el Día de la Victoria, cuando, recién terminada la II Guerra Mundial, se mezcló como una más entre las gentes de Londres. Y al pensar en el extraordinario control que la reina iba a tener sobre todo —sus gustos y disgustos, su propio cuerpo, los trabajos de palacio— es inevitable acordarse de quien nunca quiere acordarse nadie, de su hermana Margarita, bebedora, fumadora, artística y nocturna, complicada y, en última instancia, infeliz. Son misterios que, en una vida, nunca se conocen, pero parecería que, en una contabilidad divina, a Margarita le hubiese tocado la parte de amar y de sufrir —de vivir—, mientras que a Isabel le tocó la de reinar. Es menos arriesgado aventurar, en todo caso, que, de igual modo que el duque de Windsor había sido una cautela para la corona, su hermana —tan querida y tan difícil de querer— había sido una cautela para su vida.
¿Anacronismo o pervivencia?
En su último trecho, el largo plazo al que siempre había jugado la reina pareció devolvérselo todo con honores. Su imagen aparecía en las monedas de Nueva Zelanda y su monograma lucía en las gorras de los policías caribeños. Se empezaron a editar libros: sobre su estilo, su ingenio, su actitud ante la vida. Incluso una escritora se ha hecho rica con Isabel II como detective. Como Churchill o Dunkerque o las Casas del Parlamento, la monarquía —y, aún más, la reina— le ha servido al Reino Unido como icono pop, en esa industria de la anglofilia que es de las diplomacias culturales más rentables del mundo. No todo es The Crown, sin embargo: su prestigio, según se calcula, ayudó a recaudar 1.400 millones de libras para sus oenegés, al tiempo que esa misma imagen sirvió para mantener unida, y con ascendencia británica asegurada, a la familia de naciones que es la Commonwealth. Bagehot justificaba la monarquía en lo útil que le podía ser al Estado.
Hoy es difícil pensar que todo podía haber salido de otra manera, y que no estuvo tan lejos de hacerlo. Es conocida la frase según la cual, de pequeña, Isabel II había dicho que quería ser un caballo. Todo el mundo dice cosas así de niño, claro, pero quizá el testimonio de una de sus mejores amigas de infancia, Sonia Berry, dé en la verdad: “Hubiera preferido, con mucho, vivir en el campo rodeada de perros y caballos”. No era aún adolescente cuando le impusieron otro itinerario para la vida, y lo abrazó con tanta seriedad que, por momentos, pudo perder el contacto de la humanidad común. Le ocurrió con Diana, en sus honras fúnebres. Le había ocurrido con la matanza en una mina, en Aberfan, en Gales, allá por los sesenta. No siempre su dureza fue para bien.
Es justo decir que después intentó compensar por sus errores, pero —por mucho tiempo— hubo una distancia de frialdad entre la reina y la opinión pública. Su acento de otro mundo. Su imagen de otra época. Esos silencios que tanto contrastaban con las ganas de hablar de su familia. Hubo años —décadas, quizá— en que a la reina la época parecía haberle pasado por encima. Y en que sus valores, en un mundo que quería cambio y emoción, inspiración y sentimiento, atraían a la polilla. En 2002, su Jubileo de Oro —proclamado sin los mejores augurios— pareció inaugurar sin embargo un tiempo nuevo. Otra vez, el largo plazo parecía funcionar. Su perfil de estadista comenzó a atraer —lo mismo con Obama que con Trump— la admiración de otros estadistas. Y ella misma parecía seguir brillando en los momentos en que el Reino Unido brillaba —los Juegos Olímpicos de 2012— y en aquellos en los que, quizá, ya no brillaba tanto. Es irónico: en estos últimos años, Isabel II nos parecía tan inmune al tiempo como lo había sido, toda la vida, a las pasiones: parecía inmortal. Y, sin embargo, solo la empezamos a amar cuando la empezamos a perder. A fuerza de años, tras tanto tiempo fuera de la moda y el favor del mundo, había mostrado una cosa a los británicos: que la corona podía no ser un anacronismo, sino una hermosa pervivencia.