Salman Rushdie, los agelastas y la felicidad

Proteger a Rushdie es proteger la alegría, la risa, las ganas de vivir. Proteger a Rushdie es proteger la civilización. Es protegernos

Conocí a Salman Rushdie en septiembre de 2018, justo 30 años después de que publicara Los versos satánicos y el ayatolá Jomeini lanzara su fetua contra él. Fue en Nancy, donde se celebra cada año el gran festival literario de la rentrée francesa. Ambos acabábamos de publicar una novela en Francia, y al mediodía compartimos un almuerzo multitudinario organizado por Le Point. Cu...

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Conocí a Salman Rushdie en septiembre de 2018, justo 30 años después de que publicara Los versos satánicos y el ayatolá Jomeini lanzara su fetua contra él. Fue en Nancy, donde se celebra cada año el gran festival literario de la rentrée francesa. Ambos acabábamos de publicar una novela en Francia, y al mediodía compartimos un almuerzo multitudinario organizado por Le Point. Cuando me lo presentaron, me mostró la portada del semanario, donde aparecía una enorme caricatura de ambos, y soltó una carcajada estruendosa, como si le pareciéramos los dos tipos más ridículos del mundo. Me cayó bien. No vi que el escritor fuera acompañado de escoltas, así que, al terminar la comida, le pregunté a la responsable de nuestra editorial común si la fetua había sido revocada. Ella negó con la cabeza. Me explicó que Rushdie no aceptaba llevar protección en Nueva York, donde reside desde hace años; pero que, en cuanto se anunció su visita a Francia, la policía gala había convocado a la editorial para armar un dispositivo de escolta. “La fetua sigue vigente”, dijo.

Aquella misma noche cené con él, con el escritor Nicolas Mathieu y con dos responsables de la editorial. Fue una cena larguísima, durante la cual Rushdie derrochó alegría y vitalidad (de hecho, tuve la impresión de que, por él, la cena se hubiera prolongado hasta el amanecer); también derrochó sentido del humor, que es, junto con la fantasía, el elemento más definitorio de su literatura: devoto de Cervantes, heredero directo del realismo mágico latinoamericano, Rushdie es un humorista, y la mayoría de sus novelas, empezando por la más celebrada —Hijos de la medianoche—, son a su modo novelas cómicas (el humor permea incluso su libro más dramático, que también es el mejor: se titula Joseph Anton y el escritor narra en él, con una franqueza a ratos estremecedora, sus años de clandestinidad tras la fetua). En determinado momento de la cena, ­Rushdie contó que sólo había hablado una vez con Gabriel García Márquez, por quien profesaba una admiración total: según contó, lo hizo por teléfono y, aunque él no habla una sola palabra de español y García Márquez no hablaba una sola palabra de inglés, se entendieron a la perfección. En otro momento, tras presentarme sin pruebas como el último español que duerme la siesta, anuncié mi propósito de escribir una apología incendiaria de esa costumbre en extinción, un libro condenado a convertirse en un best seller mundial, y Rushdie me regaló un arranque imbatible: “Me acosté”. En otro momento me pregunté dónde andaban los escoltas de Rushdie, hasta que reparé en que el inmenso comedor donde cenábamos se hallaba desierto. Fue entonces cuando comprendí que había una lógica de hierro en el hecho de que los islamistas quisieran acabar con la bonhomía, la risa, la fraternidad instantánea y la imaginación de tipos como Rushdie, y cuando me acordé de unas palabras que éste pronunció sobre el puritanismo, que es la antesala del fanatismo, que es la antesala de la violencia: “El puritanismo es temer que alguien en algún lugar del mundo esté siendo feliz. La mejor respuesta al puritanismo es la felicidad. No tenemos, de ninguna manera, que convertirnos en el espejo de las personas que nos odian. Tenemos la obligación de ser felices”. Dos años después de aquella noche en Nancy, la Feria de Guadalajara, México, nos invitó a los dos a conversar sobre literatura, y hablamos acerca de la utilidad de las novelas; al principio discrepamos: ­Rushdie pensaba que la literatura no es útil; yo, que sí lo es (siempre y cuando no se proponga serlo, claro está), y que una prueba irrefutable de ello es que pocas cosas odian tanto los fanáticos como las novelas. Rushdie, entonces, se mostró de acuerdo. “Quizá lo que no es útil es nuestro concepto de utilidad”, concluyó.

La palabra “agelasta” significa en griego “el que no sabe reír”. No hay nadie más temible. Los agelastas llevaban 30 años buscando a Rushdie, y este verano lo encontraron. Debemos proteger a toda costa a Rushdie. Proteger a Rushdie es proteger la alegría, la risa, las ganas de vivir. Proteger a Rushdie es proteger la civilización. Es protegernos.

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