Orgullo con todas las letras
Un encuentro para reivindicar la normalidad de la diferencia en torno a la celebración del Orgullo. Ocho personas que encarnan las distintas realidades detrás de las siglas LGTBIQA+ hablan de sus vidas. Coinciden en tres ideas: la necesidad de una educación inclusiva, los desafíos pendientes del colectivo a lo largo y ancho del planeta y la necesidad de unir fuerzas para afrontar el futuro
“Rara” es una palabra que Ángela Vicario (Bilbao, 25 años) escuchó a menudo en su infancia. Cada mañana, cuando llegaba al colegio del pueblo cántabro de Colindres, al que se había mudado con sus padres, un par de compañeros la asaltaban por motivos tan dispares como su aspecto desgarbado o su interés por las clases. “Aunque creía que hacía bien ignorándolos y pude formar mi propio grupo de amigos, el sentimiento de diferencia me acompañó con una mezcla de miedo y vergüenza. Pero, por encima de todo, me preguntaba: ¿diferente a qué o a quién?”. Vicario consiguió sacudirse aquella sensación has...
“Rara” es una palabra que Ángela Vicario (Bilbao, 25 años) escuchó a menudo en su infancia. Cada mañana, cuando llegaba al colegio del pueblo cántabro de Colindres, al que se había mudado con sus padres, un par de compañeros la asaltaban por motivos tan dispares como su aspecto desgarbado o su interés por las clases. “Aunque creía que hacía bien ignorándolos y pude formar mi propio grupo de amigos, el sentimiento de diferencia me acompañó con una mezcla de miedo y vergüenza. Pero, por encima de todo, me preguntaba: ¿diferente a qué o a quién?”. Vicario consiguió sacudirse aquella sensación hasta que años después, ya como alumna de Comunicación Audiovisual y residiendo en Madrid, tuvo su primera pareja y no conseguía sentir ningún impulso sexual. “Yo le hacía ver que no se trataba de que no me gustara, o de que no estuviera cómoda, simplemente prefería hacer otras cosas a tener sexo. Pero obviamente no lo entendió, y poco después rompimos”, recuerda. Tampoco entonces pudo encontrar una explicación porque a ella, como a la mayoría de la población española, no le habían hablado de la asexualidad. Definida como “la falta de atracción sexual” por la AVEN (Asexual Visibility and Education Network), esta misma plataforma aclara: “No es lo mismo que ser célibe, ni lo mismo que ser asexuado o antisexual. No implica no tener libido, no practicar sexo o ser incapaz”. Era, exactamente, lo que a Vicario le había pasado durante toda su vida: “Siempre me había producido ansiedad la idea de tener relaciones porque notaba que estaba a años luz de la emoción con que hablaban de ello mis amigas. Así que un día, después de varias horas buceando en internet, di con la descripción exacta”. Lo siguiente que hizo fue resumir sus hallazgos sobre asexualidad —cuya población afectada se estima en un 1%, según el estudio Entendiendo la asexualidad, del psicólogo Anthony Bogaert— y hablar de ello desde un enfoque personal en un vídeo que hoy suma en YouTube más de 70.000 reproducciones. “Ya que yo no tuve los medios para aceptarme a su debido tiempo, decidí que era justo que las personas que vengan detrás de mí tuvieran al menos un relato en el que apoyarse”.
La ausencia de testimonios como el de Ángela Vicario ha sido lo más habitual para el colectivo LGTBIQA+ (lesbianas, gais, trans, bisexuales, intersexuales, queer, asexuales y otros no cisheteronormativos) hasta que construyese sus cimientos en los años sesenta. El ladrillo más simbólico lo puso un grupo de personas trans, lesbianas y homosexuales, enfrentándose a la policía de Nueva York frente al bar Stonewall Inn la noche del 28 de junio de 1969. Se alzaban contra la violencia sistémica a la que eran sometidos en Estados Unidos, y su protesta sería el embrión de un movimiento global que hoy convoca cientos de manifestaciones en las grandes capitales del planeta. En España se celebró por primera vez en 1977, con el franquismo reciente y cuando la Organización Mundial de la Salud aún catalogaba la homosexualidad como enfermedad. Lo recuerda perfectamente Federico Armenteros (Madrid, 63 años), educador social y presidente de la Fundación 26 de Diciembre, que desde hace una década atiende y acompaña a las personas mayores del colectivo: “Apenas hubo referentes en los medios hasta hace bien poco, aunque recuerdo con especial cariño el león Rodolfo de Mari Carmen y sus muñecos”, bromea. “Supe que era homosexual casi desde que empecé a caminar, pero pronto supe que encontrar mi sitio no iba a ser tarea fácil”. Su primer amago de salir del armario le valió una denuncia de su madre. Más tarde, llegó a ingresar en la Iglesia para convertirse en sacerdote, y no salió de ella hasta después de conocer a una mujer que se convirtió en la madre de su hija. “Di muchos tumbos hasta aceptarme, y aunque pasé vergüenza durante décadas, cuando tomé la decisión de ser libre ya no hubo marcha atrás”. Hoy Armenteros preside una entidad dedicada a los que han vivido la persecución del franquismo, el estigma del VIH y el rechazo; un colectivo donde la vejez es, a menudo, un tema tabú. “Es necesario que celebremos los derechos conseguidos, que reconozcamos triunfos como el proyecto de la ley trans y que esta sea una marcha festiva. Pero las nuevas generaciones tienen que entender que es muy difícil haber llegado hasta aquí, y muy fácil, por desgracia, retroceder si no seguimos luchando”.
Algunos de ellos se conocen, otros se ven por primera vez para este reportaje en un plató al norte de Madrid. Ángela y Federico son dos de los ocho protagonistas que relatan las vivencias de un colectivo que se agrupa simbólicamente bajo las siglas LGTBIQA+. Las cuatro primeras letras se extendieron con facilidad hacia finales de los años ochenta, pero la incorporación de nuevos perfiles en las últimas décadas ha hecho que algunos sectores cuestionen por qué hace falta multiplicar la definición que acoge a una sola comunidad. “No son importantes para quien mira, sino para quien las habita”, replica Kenai White. Cantante y actor salmantino de 21 años, es el más joven de la reunión. “A lo largo mi vida, el tema de ser trans ha sido motivo de alegría y nunca de tristeza, pero sé que yo soy una excepción a una norma de rechazo que aún sigue existiendo hacia tantas personas en el mundo”, explica. “Les dije a mis padres que no me sentía una chica en el momento en que lo supe, y como era tan pequeño no lo conté como algo malo, sino como un paso más en mi vida. Tuve la suerte de recibir amor y aceptación absoluta por parte de ambos”. Su burbuja se rompió cuando comenzó a adquirir relevancia social tras actuar en la serie Dos vidas (TVE) y a subir versiones musicales a TikTok, donde hoy supera los 360.000 seguidores. “Lo que más me sorprende es que la gente necesite un canon concreto para aceptarte: es decir, que para ser hombre trans tengas que hormonarte para tener una voz grave y que te crezca la barba. Entiendo que a alguien le pueda chocar mi voz o mi aspecto porque asumo la educación que han recibido. Pero eso no quita para que yo vaya a seguir presentándome al mundo como un hombre y lo tenga que repetir cada vez que sea necesario, con una sonrisa”.
El pasado 27 de junio, el Gobierno presentaba el proyecto de ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y de la garantía de los derechos de las personas LGTBI, para que fuera sometida a debate y votación en el Congreso de los Diputados. Hasta llegar ahí, ha habido un año de intensos debates entre los socios de Gobierno para consensuar el texto. Pero, más allá, sobre todo, ha abierto una brecha dentro del feminismo: una parte se opone a la incorporación de la agenda queer a la oficial, la del Ministerio de Igualdad. De aprobarse, un menor tendrá la libertad de elegir su identidad de género a partir de los 12 años, quedarán prohibidas las terapias de conversión y se contemplará un conjunto de infracciones y sanciones ante las discriminaciones al colectivo. “Es imprescindible un marco legal, pero, desde luego, lo más importante es que se nos forme en otros valores”, señala White. “Hay que dejar de asociar las infancias trans al sexo o al deseo, porque cuando yo supe que era un chico no tenía ni idea de quién me gustaba o dejaba de gustar. Cuando somos niños, somos esponjas, e igual que algo positivo nos motiva e impulsa, algo negativo nos puede dejar marcados de por vida”.
Su naturalidad es un soplo de aire fresco y optimismo para la visibilidad de las personas LGTBIQA+, pero el contexto reciente ha provocado el retroceso de los avances de los que España ha sido adalid durante dos décadas. Solo en las dos últimas semanas, un hombre asesinó a dos personas e hirió a otras veinte en un ataque homófobo en un pub gay en Oslo. Sin olvidar que un beso lésbico en la película Lightyear ha provocado una ola de protestas en los cines de muchos países.
Este año será el tercero que la bandera arcoíris no haya ondeado en el Ayuntamiento de Madrid, y aunque la decisión haya provocado un debate en la Asamblea de la comunidad autónoma, hay voces que sitúan el problema en algo tan esencial como la educación infantil. “Si se piensa desde el plano pedagógico, donde nos han formado para adaptarnos a unos moldes de supuesta normalidad y no para ser nosotros mismos, tiene sentido que cuando seamos adultos la diferencia nos provoque rechazo”, razona Pitu Aparicio. Esta formadora y educadora social nacida en Madrid hace 34 años no tuvo, a priori, grandes problemas en el instituto: tenía un grupo de amigas, un novio del que la separaban un par de pupitres y una popularidad que parecía sugerir la vida heteronormativa que describe en su monólogo La bollera perfecta, estrenado en Madrid el mes pasado. “Pero en el bachillerato, conocí a una chica, me enamoré completamente de ella y entendí que me quedaba mucho por descubrir. A partir de los 18 años, comencé a involucrarme en activismo y aprendí sobre temas como los vínculos no monógamos, la responsabilidad emocional o el problema de que crezcamos con cientos de corsés que nos acaban generando uno y mil traumas”. Hoy, desde los talleres que imparte, trabaja desde la metodología del cuidado enseñando las claves de la sexualidad, el placer, el deseo y la autoestima.
Similar es el argumento de Camino Baró, psicoterapeuta de 39 años cuya infancia transcurrió como la de cualquier otra niña hasta que cumplió los 13 y empezó a darse cuenta de que su desarrollo físico distaba mucho del de sus mejores amigas. “Lo único que me dijeron fue que no podría tener la menstruación, y tampoco ser madre de manera biológica. No me explicaron más y poco a poco fui volviéndome una mera espectadora de los cambios de otras chicas, mientras yo me frustraba y me sentía cada vez más rara”. Baró tuvo que resolver sola aquel rompecabezas, buscando información por su cuenta e interpretando el secreto sumarial de sus padres como una forma de protegerla. “Llegué a pensar barbaridades, desde que era adoptada hasta que estaba atravesando un cáncer, y que por eso no querían decirme nada”. De nuevo, como en el caso de Ángela Vicario, fue Google el que le hizo descubrir su condición de persona intersex. “Somos personas que nacemos con cromosomas, genitales u órganos reproductivos atípicos, pero ni mucho menos nacemos con dos sexos ni somos hermafroditas, como tantas veces se nos ha jugado a caricaturizar. Compartimos con la comunidad asexual una incomprensión y una marginación absolutas, que hace que a ojos de la sociedad tengamos una enfermedad rara o un trastorno clínico. Pero nada más lejos de la realidad”. Camino asegura que asociaciones como Kaleidos o Brújula Intersexual han ayudado a que exista una red de apoyo, pero que la visibilidad sigue siendo la gran tarea pendiente de un colectivo que, según Naciones Unidas, abarca entre un 0,05% y un 1,7% de la población mundial.
Tanto ella como el resto de los protagonistas de este reportaje aludirán, constantemente, al mantra que a menudo vincula la celebración del Orgullo como una simple celebración del amor libre. “No se trata de ser respetado ames a quien ames, se trata de ser libre seas quien seas, mientras no hagas daño a nadie”, replica la periodista y escritora Noemí Casquet (Sabadell, 30 años). “Se nos ha hecho creer que el dolor y la culpa son clave en nuestra vida, y que el placer es evitable y hasta pecado. Normal que cuando nos enfrentamos a problemas con el cuerpo y el deseo no tengamos las herramientas para afrontarlos”. Casquet, que ha escrito varias novelas eróticas, entre ellas la trilogía Zorras, Malas y Libres —con más de 100.000 ejemplares vendidos—, asocia su falta de reparos al hablar de asuntos como su bisexualidad a la libertad que su madre le inculcó durante la adolescencia. “Mi figura paterna brilló por su ausencia y ella, que me habló siempre desde la naturalidad, ha estado ahí en cada pregunta que me ha surgido”. Nunca entendió que hablar del sexo sin tabúes pudiera ser conflictivo, hasta que se topó con un profesor en la universidad que censuró su proyecto de blog ante el resto de sus compañeros. “Básicamente, me llamó guarra y promiscua, y dijo que el único objetivo de mi trabajo era llamar la atención del público masculino”. Hoy, convertida en una figura esencial de la divulgación sexual en España (suma tres millones de seguidores en su perfil de Instagram y es autora del proyecto Santa Mandanga, donde ofrece cursos enfocados a la sexualidad), sigue acordándose de aquel docente: “No me han vuelto a achantar gracias a él, pero es curioso que a algunas nos toque ejercitar tanto la resiliencia solo por hablar sin tapujos de algo como el sexo, que es en esencia lo que nos trae al mundo”.
Resiliencia es, junto a orgullo y visibilidad, la palabra que ha sido escogida por la organización del Orgullo Estatal LGTBI para la manifestación de Madrid de este año. Un vocablo que la Real Academia Española describe como la “capacidad de adaptación de un ser vivo frente a un agente perturbador o un estado o situación adversos”, y que Darko Decimavilla (Madrid, 34 años) interiorizó desde el día que comenzó a identificarse como persona no binaria: “Somos personas que no nos identificamos como hombre ni como mujer; no al 100% y no todo el tiempo. Esto es algo que a mí me resultó fácil de comprender y aceptar, pero crecí en un instituto público en el distrito madrileño de Tetuán donde no siempre fue fácil que me respetaran. Al final siempre volvía a la misma conclusión: el problema no tenía que ser mío, sino del sistema donde nos desarrollamos como personas”. Decimavilla, que forma parte del colectivo No Binaries España, razona esta condición: “Es primordial empezar a entender que ni las identidades ni las orientaciones son estáticas ni fijas en el tiempo, porque el ser humano no lo es y su psicología tampoco”, razona. “No deja de sorprenderme la incomodidad que le puede suponer a otra persona que yo me maquille, me peine o me vista como quiera. ¿De quién es culpa, mía o de quien mira? Esta es la pregunta”.
Ese juicio constante de los demás es algo que ha sentido en su piel Anna Fux (Núremberg, 27 años). “Mi madre es filipina, mi padre es alemán, y yo he crecido gran parte en Mallorca”, resume. “Y es curioso que un relato tan simple siempre provoque tanto prejuicio en los demás”. Fux habla con franqueza de los obstáculos que vive a diario una mujer queer racializada en Europa, algo que vivió desde que ingresó en un instituto de Baviera donde, con 1.500 estudiantes, solo tenía tres compañeros racializados. “Cuando llegué a España, sentía que las clases eran un sermón donde al profesor le daba igual el trasfondo de sus alumnos, y aunque pasé por la universidad [empezó Relaciones Internacionales y acabó licenciándose en Derecho y Ciencias Políticas], supe que lo que más me interesa como sujeto eran las personas”. Con la misma naturalidad explica el término queer, una palabra que describe una identidad de género y sexual diferente a la heterosexual y cisgénero. “Es un término que ha caído en mil polémicas, pero que para mí no habla de una etiqueta o molde donde encajar, sino de posibilidad. De sentir atracción hacia unos u otros, de no sentirla, de aprender sobre tu identidad y de abrazar la de quien tienes al lado. Para mí queer es, sencillamente, una liberación de todas las cadenas”. Además, Fux alude a la lucha LGTBIQA+ como una causa cruzada a otras como el feminismo, el derecho al aborto o el racismo, especialmente tras la tragedia más reciente en la frontera de Melilla. “Nos guste o no, mucha gente sigue viendo a la población migrante como enemiga de la supremacía blanca, y piensa que dejarnos entrar en sus países implica perder su privilegio. Hasta que eso no cambie, es imposible que avancemos”.
En las marchas del Orgullo, el colectivo LGTBIQA+ español celebra sus éxitos recientes, como los 17 años desde la aprobación del matrimonio igualitario, en 2005; la Ley de Identidad de Género, aprobada en 2007; el décimo puesto de España en el listado de Rainbow Europe que analiza la situación legal y sociopolítica de las personas LGTBIQA+ (llegó a ser segunda en 2011), o el proyecto de ley que el Gobierno acaba de presentar. Los datos respaldan un avance histórico, pero también contrastan con un mapa global dispar en cuanto a los derechos humanos del colectivo. Trece países —entre ellos Gambia, Kuwait y Brunéi— categorizan a las personas trans como culpables de delito penado. Amnistía Internacional cifra en 70 los países en los que son ilegales las relaciones entre personas del mismo sexo. Y en algunos casos extremos, como Arabia Saudí, Irán o Yemen, la homosexualidad está castigada con la pena capital. Por eso, zanja Ángela Vicario, la única clave para un futuro de libertad es la alianza entre todas aquellas personas que se sientan, sea como sea, parte del colectivo: “De un tiempo hasta ahora, hay muchas fuerzas empeñadas en dividirnos y crear enfrentamientos entre los que formamos parte de cualquier tipo de minoría. Y si esas voces triunfan, estamos perdidos. Solo la unión hace la fuerza”.