En busca de la huella de Camarón de la Isla, leyenda viva del flamenco
El 2 de julio de 1992, el flamenco se desgarraba con la noticia de la muerte de José Monje Cruz a causa de un cáncer de pulmón a los 41 años. El cantaor de San Fernando dejaba una estela de leyenda que tres décadas después permanece viva en la música, los paisajes gaditanos y la memoria del pueblo gitano. A pesar del tiempo, Camarón sigue presente en la gente que compartió experiencias con él, y también en el corazón de muchos camaroneros que todavía le veneran
Entrar en casa de Ricardo Pachón es introducirse en uno de los archivos flamencos más prolijos del siglo XX. Por las paredes desfilan docenas de documentos, retratos de flamencos de tiempos pretéritos, portadas que pudieron ser y no fueron, grabaciones desconocidas, reconocimientos y premios discográficos. Camarón está omnipresente prácticamente en todas las estancias. “Tuve relación por primera vez con Camarón cuando él tenía 12 o 13 años”, cu...
Entrar en casa de Ricardo Pachón es introducirse en uno de los archivos flamencos más prolijos del siglo XX. Por las paredes desfilan docenas de documentos, retratos de flamencos de tiempos pretéritos, portadas que pudieron ser y no fueron, grabaciones desconocidas, reconocimientos y premios discográficos. Camarón está omnipresente prácticamente en todas las estancias. “Tuve relación por primera vez con Camarón cuando él tenía 12 o 13 años”, cuenta Pachón en su estudio. “Venía a la Feria de Sevilla, cuando todo cerraba se juntaban los flamencos, gente como Caracol, Mairena, Lebrijano…, y él se quedaba en una esquinita, escuchando”. Atiende con exquisita amabilidad y mantiene una mirada vidriosa que mueve de un lado a otro buscando referencias, señalando grabaciones etiquetadas o acunando algunos de sus tesoros, como una guitarra José Ramírez fabricada en 1930. De su mano salieron discos de Lole y Manuel, Pata Negra, el debut de Veneno o el totémico La leyenda del tiempo en 1979, en el que Camarón puso voz a Federico García Lorca y se alineó con el nuevo flamenco que brotaba en Sevilla. Sobre la grabación de ese disco, que nació tímidamente y hoy es una referencia, señala: “Todo se hizo de una forma muy natural, como si no hubiera nadie esperando. Fue una experiencia maravillosa porque todo el mundo fue feliz”.
Aquel disco revolucionó el flamenco y la imagen del cantaor, que hasta entonces había grabado, según Pachón, “a las órdenes del padre de Paco de Lucía en un ambiente de sobriedad”, muy alejado de la atmósfera sevillana, que compara con la “California de los tiempos más candentes”. Por Sevilla circulaban entonces flamenco mezclado con rock, música psicodélica y viajes siderales con sustancias alucinógenas. Pachón describe el encuentro de Lorca con Camarón, al que él introdujo, como un flechazo, y la primera vez que escuchó interpretar sus versos se le pusieron “los pelos de punta”. Por la grabación, que duró dos meses, circularon Kiko Veneno, Raimundo Amador, Tomatito, Jorge Pardo y un montón de gente que aportó su arte. Por allí flotaban además otros sonidos: “Camarón a lo mejor te decía: ‘Ponme eso que estabas escuchando ayer’, y te lo tarareaba y era un tema de Pink Floyd”. Pero añade: “No era un rockero, lo suyo con otras músicas era una relación de distancia respetuosa, él asimilaba lo que le interesaba con una capacidad tremenda, pero lo hacía pensando en cómo llevarlo al flamenco”.
José Monje Cruz nació en 1950 en su casa del barrio de Las Callejuelas, en San Fernando (Cádiz). El padre, que trabajaba en una fragua, murió en 1965; y la madre, Juana, de familia canastera, en 1986. De ambos heredó una pasión por el cante que desarrolló desde muy pequeño. José fue el penúltimo de ocho hermanos, alumno discontinuo del colegio Liceo en las aulas gratuitas del sótano habilitadas para gente sin recursos, en un centro de pago, sotana y vara. Él mismo señalaría la deriva de su infancia: “Cuando los niños en la escuela estudiaban pal mañana, mi niñez era la fragua, yunque, clavo y alcayata”. Por su casa paraban referencias flamencas del momento y allí empezó a desarrollar una mirada, una voz propia y un conocimiento que estallarían poco después dejando para la posteridad un legado de una veintena de discos, 10 con Paco de Lucía en un dúo memorable, e infinidad de conciertos en París, Nueva York o el Festival de Jazz de Montreux, en Suiza. Los primeros pasos fuera del hogar serían en la Taberna Gitana de Málaga y, poco después, en 1966, con 16 años, en el tablao Torres Bermejas de Madrid.
De ese gitano universal sabe mucho La Tati. Mujer de mirada profunda y carácter indomable, bailaora gitana del Rastro de Madrid que compartió con el cantaor éxito en los escenarios. Le conoció nada más llegar de San Fernando a Madrid, se hicieron amigos y, cuando ella bailaba en el tablao Los Canasteros, él iba a verla con Paco de Lucía, y con Carmela y Tina, de Las Grecas. Aquel era el tablao de Manolo Caracol, que le había desairado en público cuando Camarón era un chiquillo: “Un gitano rubio no va a llegar a mucho en el cante”. La Tati sigue al pie del cañón, da clase en la prestigiosa escuela de baile Amor de Dios, en Lavapiés, y en los mentideros flamencos suena que se prepara un gran homenaje por su trayectoria. Para ella, que compartió tablas y muchos fin de fiesta con el de San Fernando, “en Madrid vivía en la gloria bendita”. “Éramos una hermandad, íbamos todas las noches a sitios donde había flamenco. Era un aficionado tremendo, el artista bueno como él es el que supera a los maestros”.
La Tati mezcla presente y pasado: “Era una persona muy dulce. Todavía le siento. Me tocó muy fuerte cuando se fue porque lo viví como una traición de la vida. Su cante era capaz de crujirme y ponerme un nudo en la garganta”. La Tati bailó en el concierto de París en 1987 en el Circo de Invierno, con Tomatito a la guitarra. Le Monde alabaría el recital y Libération llevaría el rostro del de La Isla de San Fernando a portada para apuntar en una crónica entusiasta: “José Monje Cruz ha rehabilitado el flamenco entre una juventud española empapada de música rock”. En París se ganó los elogios de la crítica internacional y en Madrid, el 4 de mayo de 1990, reventaría el Palacio de los Deportes ante 15.000 personas, una cifra impensable entonces y ahora para un concierto de flamenco.
Hay una polifonía de voces, en la que participan Pachón o La Tati, que afirma: “Camarón cada día canta mejor”. Esa identificación con el cantaor atraviesa generaciones y construye lazos familiares como los colores de un club de fútbol. Pablo Rubén Maldonado, gitano de Granada, es pianista flamenco. Su padre, Abelardo Fernández Jiménez, era tallista y trabajó de carpintero. Como aficionado a la música y a la pintura, retrató en varias ocasiones a Camarón. Uno de sus cuadros preside el estudio del pianista, que perdió a su progenitor hace dos años por culpa del coronavirus. A Maldonado le inspira Camarón “a nivel artístico”. En su opinión, suena actual por su arrojo a la hora de explorar otros territorios sonoros: “Yo destaco esa apertura que tenía en la mente. Hay una parte del flamenco anquilosada en el pasado, él salió de esa línea, investigó en otros géneros y fusionó el flamenco con rock, pop… Esa es su genialidad, poder llevar el flamenco a un público más amplio”. Entre ese público nuevo parte de la leyenda apunta a la admiración que generó en artistas como Mick Jagger, Miles Davis o Frank Zappa.
Para otro sector camaronero, casi tan importante como la música es la identificación con su forma de ser fuera del escenario. Es el caso de Pastora Filigrana, gitana mestiza, abogada feminista y militante del Sindicato Andaluz de Trabajadoras. Para ella, la leyenda del cantaor lo es también por su ejemplo vital: “Cuando vives bajo un sistema que te deshumaniza, que te pide identificarte cada vez que sales de casa o sufres racismo y marginalidad institucional, las referencias humanas son clave para la comunidad”. Esa sensación de pertenencia, señala Filigrana, atravesó al pueblo gitano: “Camarón es un símbolo de respeto, unifica tanto que creo que todos los gitanos de este país, y también de Francia, lloraron el día de su muerte. Eso es muy potente desde el punto de vista sociológico, roza casi lo religioso”. Y agrega: “En el mayor momento de su fama se casó con una gitana humilde, no buscó el reconocimiento de los payos ni siquiera después de estar en lo más alto y tocar con la Filarmónica de Londres. Nunca quiso apayarse, ni asumir la forma mainstream de vivir la fama”. Filigrana señala además que Camarón es “incompatible” con la extrema derecha, que pretende abanderar un tradicionalismo en el que incluye el flamenco: “Él representaba todo lo contrario, nunca dijo una palabra fuera de lugar, ni se creyó por encima de nadie. No es reapropiable porque Camarón significa lo contrario al racismo. Su sello gitano quedará para la eternidad”.
Treinta años después de su fallecimiento y su masivo entierro, en un año 1992 que tenía reservado para él los escenarios de la Expo de Sevilla y los Juegos Olímpicos de Barcelona, el interés por José Monje Cruz no disminuye. El Centro de Interpretación de Camarón de la Isla, en San Fernando, ha recibido desde que abrió, hace poco más de un año, 50.000 visitas y tiene programadas numerosas actividades especiales por el aniversario de su muerte. En Las cosas del cante, espacio de Radio Clásica que presenta el jerezano Manuel Luis, le han dedicado durante todo el año episodios al cantaor; en la última edición del Festival Flamenco de Madrid, dirigido por Ángel Rojas, las cantaoras Montse Cortés, Remedios Amaya, La Kaita y La Fabi le tributaron una velada titulada Las mujeres cantan al mito; y a principios de año se publicó el cómic Camarón, dicen de mí, de Raulowsky y Carlos Reymán.
El libro se suma a la decena larga de biografías que existen, las tres últimas en formato de novela gráfica. Estéticamente, el de La Isla fue también innovador: su tatuaje en la mano con una estrella y una media luna, su pelo ensortijado, su barba temporal o sus trajes adaptados a la modernidad le daban un estilo cargado de personalidad. Raulowski apunta que esa diversidad es parte de su riqueza: “El carisma de la persona es el que transmite lo que tiene dentro”. Y en ese sentido comenta: “Cada uno tiene su visión de él y todas son válidas”. Raulowski explica cómo consiguió encontrar la suya: “Estuve haciendo dibujos hasta interiorizarle en todas sus etapas. Siempre repetía un detalle, unas manchitas que salían de los ojos que eran lágrimas negras. La pena del pueblo gitano y también el recuerdo de su madre y su padre”.
Aquel chaval delgado de tez clara y pelo arrubiao que quería ser torero de mayor fue apodado Camarón por su tío Joseico. Pronto empezó a cantar para aportar a la economía familiar, llamando la atención por tener un quejío único. Su primer escenario de referencia sería la Venta de Vargas, en San Fernando. Fundada en 1921, fue punto de parada para flamencos desde mucho antes de que empezara a despuntar un jovencísimo Camarón, pero allí comenzó a circular su nombre de boca en boca. También a construirse el mito de persona introvertida, orgullosa de su raza y disidente de la adulación al poder del dinero. Lela Fontao, que fue cocinera del local durante 50 años y todavía frecuenta los fogones para comprobar si va todo bien, conoció a Camarón de niño, le escuchó cantar por primera vez cuando “Joselito” tenía dos años: “Se empezaba a oír en La Isla: ‘Hay un niño de Las Callejuelas que quita el sentido’. Y claro, nos conocíamos todos, así que fui a verle y ahí estaba, cantando y con sus manitas dando palmas”. Lo cuenta con una sonrisa que luce con frecuencia, que acompaña con un brillo en la mirada si añade el recuerdo de su marido, ya fallecido, amigo íntimo de Camarón: “Cuando José se fue para Torres Bermejas, allí que fuimos nosotros para celebrar la noche de bodas. En un pisito del centro de Madrid, cerquita del tablao. José, un gitanillo que le acompañaba entonces, mi marido y yo durmiendo en el mismo cuarto”, y agrega: “Luego ya pasó lo que tenía que pasar con mi marido, pero aquí, en La Isla”.
La Venta de Vargas está dentro de la ruta camaronera que organiza la oficina de turismo del municipio gaditano. El recorrido incluye la casa donde nació; la plaza de Juan de Vargas, donde está el monumento a Camarón; el museo; la venta; la calle Real; la fragua del padre; la iglesia Mayor, donde pidió permiso al Nazareno para casarse con La Chispa en 1976; la peña flamenca que lleva su nombre, o el cementerio, donde los fieles dejan flores ante un mausoleo presidido por una figura del cantaor. Lolo Picardo, hijo de Lela, es el actual gerente de la Venta de Vargas. Ha visto peregrinos de todo el mundo llegar hasta allí. Picardo es una persona de buen talante, fiel a la filosofía que ha dominado el local a lo largo de su historia, donde la calidad gastronómica es seña. Desde hace poco está entregado a una nueva tarea: programar a flamencos de San Fernando. Su idea es poner en valor el talento autóctono, algo que nunca ha faltado en la zona. La bailaora Sara Baras, la cantaora Niña Pastori, el guitarrista Jesús Guerrero o el saxofonista de flamenco-jazz Antonio Lizana son ejemplos. Para Picardo, que también se define como camaronero, un mérito que hizo especial a Camarón fue su llaneza: “Él y Enrique Morente son revolucionarios hasta en su forma de ser. Hasta esa época, los flamencos se consideraban dioses. Yo creo que hay que nombrar a los dos porque además de genios e innovadores en la música, fueron humildes”. Y añade mirando a los ojos: “Pero nunca dejaron que los pisotearan”.
Hay otros destinos desde donde evocar a Camarón de la Isla. La Cantina del Titi es un restaurante en la playa de la Casería, en San Fernando. Comparte pared con otro local de hostelería de nombre La Corchuela. Son los dos últimos vestigios de un rincón considerado hasta hace pocos meses como un paraíso por los habituales de la zona. Hasta febrero de este mismo año allí cohabitaban los dos locales con una agrupación de casetas de pescadores de una sola planta pintadas de colores con casi un siglo de vida, que daban al lugar un punto de realismo mágico. La Cantina del Titi abrió en 1934; La Corchuela, en la década de 1950. Desde la playa que los acaricia se contempla toda la bahía de Cádiz, y las localidades de Cádiz y Puerto Real. Por allí correteó probablemente de chaval José Monje Cruz antes de convertirse en Camarón. Las casetas fueron derribadas por la Ley de Costas, a pesar de que el Ayuntamiento pidió que fueran declaradas de interés público y otras voces suplicaron que se protegieran. Aquello ya es historia, pero el lugar sigue envuelto en un aire camaronero reflejado en el paisaje de su música. La Cantina del Titi puede tener también los días contados, pero de momento sigue en pie, repleta de retratos del cantaor.
Su valor simbólico no se apaga a pesar de los años. El Ayuntamiento de Madrid aprobó en marzo colocar una estatua en el centro de la ciudad. Como ocurre en Badalona, donde murió y donde también se aprobó hace años la instalación de una escultura, más allá de las palabras no se ha movido nada. De todas maneras, la huella que dejó el de San Fernando es imborrable, no solo en la historia del flamenco. Aunque las administraciones públicas se han mostrado timoratas con relación al reconocimiento del cantaor, su permeabilidad social 30 años después de su muerte es impresionante. A Camarón le cantan artistas de todos los estilos y géneros; su rostro es un clásico en tabernas y comercios con solera; está presente en murales y grafitis; es inspiración para artistas de distintas disciplinas; tiene legión de seguidores devotos y son muchos también los que lo viven desde la intimidad, en conexión profunda con la fuerza de su música. El fenómeno y el respeto siguen vivos.
En Cádiz, en la frutería El Chico de la calle de Fermín Salvochea, el dueño se emociona hablando del mito. Aunque tenía cinco años cuando murió y no pudo ver ninguno de sus conciertos, su fervor se alimenta a través de su cante porque Camarón, dice mientras atiende a la faena, “era el más grande y no habrá ninguno igual”.