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Leer es fusionarte con otra persona: quien tenga un libro a mano jamás estará solo. Además, el lector completa la novela | Columna de Rosa Montero

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Hoy acaba la Feria del Libro de Madrid. La primera feria normal después de la pandemia. Ha sido una fiesta formidable, con inmensas muchedumbres abarrotando el parque, niños enfurruñados, perros amedrentados por el bosque de piernas, adultos fatigados pero satisfechos con su alijo de libros. El primer día me entrevistó la gran Pepa Fernández, que se lamentaba de que el 34% ...

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Hoy acaba la Feria del Libro de Madrid. La primera feria normal después de la pandemia. Ha sido una fiesta formidable, con inmensas muchedumbres abarrotando el parque, niños enfurruñados, perros amedrentados por el bosque de piernas, adultos fatigados pero satisfechos con su alijo de libros. El primer día me entrevistó la gran Pepa Fernández, que se lamentaba de que el 34% de españoles no leyera. Pero a mí lo que me maravilla es que el 66% sí lo haga. La lectura siempre fue una actividad minoritaria que ha ido creciendo de manera imparable con el tiempo. Un gran estudio de 1877 mostró que había un 68% de analfabetos en España (y 36% en Francia, 42% en Bélgica, 44% en Austria, 63% en Italia, 79% en Portugal…). ¿Cómo se puede vivir en un mundo sin libros? Más aún: ¿cómo se puede sobrellevar el oscuro caos de la existencia sin contar con el orden de la escritura? Imagínate esa ceguera colosal, que el alfabeto sólo fuera para ti un incomprensible puñado de manchitas, unas cuantas hormigas de tinta sin sentido.

Vargas Llosa dijo en una entrevista que lo más importante que le había pasado en su vida había sido aprender a leer. Yo siempre he pensado que el mayor invento de la humanidad es el alfabeto. En el maravilloso texto El infinito en un junco, de Irene Vallejo, me entero de que el alfabeto griego, “el primero de la historia sin ambigüedades, tan preciso como una partitura”, que mejoró de manera radical las torpes aportaciones fenicias y nos proporcionó una herramienta válida de lectura y escritura para siempre, no fue el resultado de un trabajo colectivo y gradual, sino, según dicen todos los expertos, el logro de una sola persona, de un ser anónimo con una gran “sofisticación auditiva” que le hizo capaz de diferenciar los sonidos vocálicos de los consonantes. Me imagino a ese individuo, a ese hombre o quizá esa mujer, uno de los más grandes y trascendentales genios de la historia, sumido para siempre en las tinieblas del olvido, y pienso que cada vez que leemos algo, cada vez que escribimos, como ahora yo hago, estamos conectando de alguna manera con su cerebro y siguiendo los caminos que ella o él creó para nosotros. Mi gratitud por tanto.

Para poder entrar en la pequeña Feria del Libro de Madrid del año pasado, restringida por la pandemia, la gente aguantaba todos los días inhumanas colas de dos y tres horas de duración bajo un sol achicharrante. En el reciente Sant Jordi, en Barcelona, los lectores no se movían de las casetas mientras eran zarandeados por un vendaval terrible, los apedreaba el granizo y terminaban helados y empapados por cataratas de lluvia (protegían los libros metiéndoselos debajo de la ropa, junto al corazón, como quien abraza a un niño). Qué mejor prueba del tremendo valor que la lectura tiene para nosotros que estos comportamientos heroicos, esta entrega perseverante y épica contra los elementos.

Algún descreído comentó, ante mi entusiasmo, que esas colas tenaces no eran de lectores sino de mitómanos en busca de firmas, una observación que me parece que es no entender en absoluto lo que significa la lectura. Un libro es un viaje al otro, a un autor o una autora que probablemente no conocemos ni conoceremos jamás, de quien quizá nos separen 2.000 kilómetros de distancia o 200 años, pero que, mágicamente, nos susurra a nuestro oído sus sueños más íntimos, sus emociones más secretas. Leer es fusionarte con otra persona: quien tenga un libro a mano jamás estará solo. Pero además el lector completa la novela que lee, reescribe su texto junto con el autor. Por eso a veces vienen personas a la feria que me llenan de elogios: “Ah, escribes tan bien, eres tan inteligente, tan honesta”, me dicen. Y luego rematan: “Total, que tú y fulanito sois mis autores preferidos”. Y a ti te parece que ese fulanito es el peor escritor del mundo, además de un zopenco y un deshonesto. Pero no es que mi lector desbarre ni que sea idiota; lo que sucede es que, cuando lee tanto mis novelas como las de fulano, las adorna con su propio sentido del bien y de la belleza. Ese es el regalo que él nos da. Por eso entiendo a la perfección el valor de estos encuentros entre autores y lectores en la feria. Unos y otros necesitamos vernos y tocarnos, para confirmar que la magia es verdad y que el otro existe.

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