La palabra libro
El libro —el texto— se ha vuelto ubicuo, está por todas partes. Esa es la auténtica ruptura, lo que nunca había sucedido | Columna de Martín Caparrós
Libro es una palabra afortunada. Tiene un origen casi tonto —liber, la parte interior de la corteza de ciertos árboles con que se hacía papel— pero un sonido favorable: se confunde con libre, por ejemplo, y se entrecruza. Liber liberat, decía algún optimista, “el libro libera”, por no decir que liber dominat —como hicieron los libros más leídos de la historia, biblias, coranes y demás herramientas de dominio.
Así fue durante milenios, pero todo cambió cuando los libros dejaron de ser objetos sofisticados, excluyentes. Pocas revoluciones en la historia fueron tan dec...
Libro es una palabra afortunada. Tiene un origen casi tonto —liber, la parte interior de la corteza de ciertos árboles con que se hacía papel— pero un sonido favorable: se confunde con libre, por ejemplo, y se entrecruza. Liber liberat, decía algún optimista, “el libro libera”, por no decir que liber dominat —como hicieron los libros más leídos de la historia, biblias, coranes y demás herramientas de dominio.
Así fue durante milenios, pero todo cambió cuando los libros dejaron de ser objetos sofisticados, excluyentes. Pocas revoluciones en la historia fueron tan decisivas como aquella: la difusión de los textos escritos producida por la imprenta de tipos móviles. La lectura se extendió por Europa, creó una clase letrada que empezó a reclamar más derechos: sin libros es difícil pensar la ilustración, las repúblicas, la modernidad, la sociedad en que vivimos.
Es obvio que los libros nos formaron, nos hicieron. Y mantienen un prestigio indiscutido. Hay libros reveladores, conmovedores, abracadabrantes, y hay libros estúpidos, colecciones de lugares comunes o andanzas banales o técnicas de marketing, y sin embargo todos ellos comparten los privilegios de ser libros: el valor social, las ventajas fiscales, la función de adorno sobaquero.
Y otra vez están cambiando de formato. Los libros llevan 4.000 años buscando sus maneras: fueron tablillas, rollos de papiros, pergaminos atados; después se volvieron papel encuadernado y circularon más. Estos días en Madrid hay feria de libros y los libros de feria son, por supuesto, de papel. Pero esa forma, que funcionó durante siglos, está siendo reemplazada por una más contemporánea, más ubicua —y muchos lo deploran.
Los deplorantes dicen, haciéndose eco, que el libro de papel pegado es un invento insuperable. No lo es. La escalera fue un recurso genial para pasar de un plano a otro y sirvió milenios, pero si quiero subir al piso 13º prefiero el ascensor —que, además, me permite mirarme en el espejo.
Los deplorantes no se rinden: a veces pareciera que la forma les importara más que el contenido. Me he pasado la vida entre libros —leyendo libros, escribiendo libros, imaginando libros, desperdiciando libros— y no consigo entender esa nostalgia. Un libro no es un racimo de papel; es un camino de palabras. El libro electrónico —tipo Kindle— fue una liberación: un libro borgianamente infinito, miles de hojas en una sola mano. Era más cómodo, no había que cargar volúmenes ni prender la luz ni pasar páginas y, sobre todo: liberó a los textos de su estrecha relación con la materia. Recordar el tacto, el olor, los colores de un libro de papel es muy folclórico, pero esos efectos materiales no son el texto: son agregados que la industria les superpone y que lo contaminan.
En el libro electrónico, en cambio, solo había palabras, y el soporte no era relevante porque todos los textos tenían el mismo aspecto, mismo tamaño, mismo olor. La materia no interfería en el flujo de las letras: Platón, feliz —y yo, y tantos otros. Pero el libro electrónico también fue superado: ahora esos textos aparecen en la pantalla que uno mire, ordenadores, tabletas o teléfonos. El libro —el texto— se ha vuelto ubicuo, está por todas partes. Esa es la auténtica ruptura, lo que nunca había sucedido: que el libro ya no es un objeto, que ya no existe un objeto libro. Que el mismo texto se puede leer en soportes tan distintos, que el “libro” es una función de todas esas máquinas con las que vivimos. Y la ampliación que eso supone: ya no es necesario tener un libro para tener un libro; todos tenemos un teléfono, así que todos tenemos libros —o la opción de tenerlos con un clic.
Esos libros nuevos, que están en todas partes y en ninguna, no tienen nombre todavía. Quizá se podría aprovechar la homofonía afortunada y llamarlos librEs: libros libres, eléctricos. Un librE sería —decíamos anteayer— un texto largo que se ha independizado de su antiguo soporte único y puede ser leído en varios, que pasa de uno a otro sin escollos. Puro signo, signo puro, liberado de cualquier lastre material. Un objeto realmente contemporáneo: un objeto que no existe como tal objeto, un concepto. Algo más cerca de la libertad.