En la hora de las urnas, un gran viaje andaluz
De Isla Mínima al desierto de Tabernas, un periplo de kilómetros, emociones y voces que hablan de las preocupaciones y los sueños andaluces ante las elecciones del 19 de junio.
La azafata del mostrador de facturación en el aeropuerto de Málaga recibe la documentación de los dos reporteros con billete de vuelta a Madrid. Al revisar los carnés de identidad, mira al fotógrafo y le dice:
—Felicidades.
—No, mi cumpleaños es mañana.
—Ya, pero mañana no te voy a ver…
Dan ganas de quedarse. Es la primera conclusión después de siete días de viaje por Andalucía, desde Isla Mínima, ese paisaje sobrecogedor en el que el director de cine Alberto Rodríguez ...
La azafata del mostrador de facturación en el aeropuerto de Málaga recibe la documentación de los dos reporteros con billete de vuelta a Madrid. Al revisar los carnés de identidad, mira al fotógrafo y le dice:
—Felicidades.
—No, mi cumpleaños es mañana.
—Ya, pero mañana no te voy a ver…
Dan ganas de quedarse. Es la primera conclusión después de siete días de viaje por Andalucía, desde Isla Mínima, ese paisaje sobrecogedor en el que el director de cine Alberto Rodríguez recreó la vida en las marismas del Guadalquivir, hasta el desierto de Tabernas, donde indios que en realidad eran gitanos sin necesidad de maquillaje pegaban el oído a la tierra para averiguar si ya estaba cerca el Séptimo de Caballería. Dice Sara Pasadas del Amo, que es investigadora en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados, dependiente del CSIC y con sede en Córdoba, que también los sociólogos ponen la oreja en la publicidad para saber por dónde vienen los tiros, y que ella, cuando vio el anuncio de Cruzcampo en el que Lola Flores pedía a los andaluces que se sintieran orgullosos de su acento —”manosea tus raíces, que de ahí siempre salen cosas buenas”—, pensó que allí había una clave a tener en cuenta. Y resulta que, de un tiempo a esta parte, como de las cenizas de los viejos clichés, ha surgido en las generaciones más jóvenes de andaluces —precisamente los que, si se decidieran a votar, podrían dar la sorpresa en las elecciones autonómicas del próximo 19 de junio— un movimiento cultural y reivindicativo alrededor del acento, de las raíces, de la pasión colocada en el lugar adecuado. Si no puedes con tu enemigo, únete a él. Si no puedes con el tópico, tunéalo.
En Andalucía una cosa te lleva a la otra. Suena a excusa y, sin embargo, tal vez no haya otro sitio en el mundo donde los pasillos hacia lugares imprevistos sigan tan abiertos. A pesar de la globalización, las distancias sociales heredadas de la pandemia y esa hipnosis permanente que ejerce la pantalla del móvil, en Andalucía la gente se sigue mirando a los ojos, incluso a veces de arriba abajo.
—Ustedes no son de aquí, ¿verdad?
—No. ¿Cómo se ha dado cuenta?
—Es que aquí nos conocemos todos.
Así que, para emprender este viaje preelectoral por Andalucía, una región tan extensa que multiplica por cuatro el territorio de Cataluña y por ocho el de Euskadi, hay dos opciones. Una, comprar un mapa y, una vez desplegado, tomar conciencia de la magnitud del desafío: ¿cómo abarcar en una semana un territorio con ocho provincias, si en algunas de ellas el sol acaricia al mismo tiempo la nieve de Sierra Nevada y las hamacas de Salobreña, y en otras se divisa nítidamente desde los balcones de Tarifa la costa de Marruecos mientras, ruta del toro arriba, llueve como en ningún otro sitio de Europa? De manera que la forma elegida para afrontar este viaje es la segunda opción: fijar un punto de partida y, si acaso, otro de llegada, e irse dejando llevar, casi a la deriva, buscando eso sí la opinión de algunos expertos, pero sobre todo poniendo la oreja —como los indios postizos del Hollywood almeriense y la socióloga del CSIC— a lo que se habla en la calle y a los destinos que vayan surgiendo.
Primera parada. Las diez de la mañana. Terraza de bar en la calle de Luis Montoto, a pocos metros de la estación del AVE que llegó a Sevilla hace 30 años y que es casi la única herencia de la Exposición Universal de 1992 que no acumula jaramagos y olvido.
—Ahí tiene, el café y la tostada con aceite y jamón.
—Disculpe, pedí solo media.
—Sí, sí, eso es media.
Si hay algo que vertebra Andalucía es el desayuno. O, mejor dicho, la costumbre de desayunar en la calle, pero no en la barra del bar, deprisa y corriendo, sino sentado, en una terraza la mayor parte del año, en soledad o en compañía, antes o después de ir al mercado o con los colegas de la oficina, para hablar del último partido o del que viene, del humor que se gasta el jefe o de lo que haga falta. Y, casi siempre, en el mismo sitio, donde el camarero ya se sabe de memoria quién acompaña el café con una tapa de tortilla y quién con un mollete.
La tortilla y el mollete. Ahí está, reunida en un desayuno, la historia política de Andalucía. La generación de la tortilla —plasmada en una foto tomada en 1974 por la cámara de Pablo Juliá y en la que aparecen todos los líderes socialistas que tras la muerte del dictador gobernarían durante décadas— y la generación del mollete, la actual, la que ha bautizado en un libro el politólogo Jesús Jurado y la que de alguna forma sustituyó a la anterior a finales de 2018, cuando Juan Manuel Moreno Bonilla, gracias a una alianza con Ciudadanos y al apoyo de Vox, arrebató al PSOE una hegemonía de 37 años al frente de la Junta de Andalucía y le dio el poder al Partido Popular (PP).
—¿Conocen ustedes la Dehesa de Abajo?
—No…
—¿Y la curva donde se mató Juanete?
Introducirse en el paraje de Isla Mínima es zambullirse, sin fronteras ni aduaneros, en un laberinto imposible, mágico, el que filmó Alberto Rodríguez para la película del mismo título bajo la inspiración de las fotografías en blanco y negro de Atín Aya. Personajes sencillos, de mirada profunda, como estos dos trabajadores que, ante el despiste absoluto de los desconocidos, echan mano de la paciencia y el polvo que cubre los cristales traseros de su furgoneta para dibujar con el dedo un mapa de la zona: “Es una pena que hayan venido ahora. Dentro de 15 o 20 días esto será otro mundo. Se meterá el agua por los canales, se sembrará el arroz con avioneta o con tractor y en 10 días empezará a verdear. Si hubiera agua, podríais grabar un bando de flamencos, y también los pájaros que vienen desde Doñana. Pero ahora todo está seco, y esto sin agua…”.
—También es bonito.
—Sí, pero es una ruina.
Isla Mayor, un pueblo de 5.800 habitantes, es el centro geográfico de las marismas del Guadalquivir, una especie de país de agua que acoge al mayor arrozal de Europa y cuya producción de cangrejo rojo es solo superada por China y Estados Unidos. También, si se permite la expresión, es una de las reservas espirituales del imaginario agrario y socialista que se atribuye a Andalucía. Pueblos cuya economía depende casi en exclusiva del campo o de la pesca, sin apenas concejales de derecha sentados en sus casas consistoriales, lugares donde el recuerdo del franquismo —que aquí se hace presente por la cercanía del canal de los Presos, construido entre 1940 y 1962 por miles de prisioneros republicanos— y la ilusión de una autonomía plena de libertad y progreso permitieron al PSOE gobernar sin apenas oposición. Pero esa hegemonía y ese cliché —Andalucía es ya más urbana que rural— se rompieron en 2018, cuando la socialista Susana Díaz ganó, pero no con los votos suficientes para frenar a la derecha liderada por Moreno Bonilla. No se trató, en cualquier caso, de un simple cambio de Gobierno. Significó, más bien, un cambio de época. Lo explica Eduardo Moyano, investigador de referencia en el Instituto de Estudios Sociales Avanzados (IESA): “La sociedad andaluza, como todas las sociedades, cambia conforme cambian las generaciones. Y la actual es muy distinta de la de hace 20 o 30 años. La mitad de los andaluces no vivieron el referéndum de autonomía del 28 de febrero de 1980, que fue lo que marcó la política andaluza en los siguientes 40 años, ni toda la mística de la izquierda en Andalucía, la de una comunidad autónoma permanentemente agraviada por las fuerzas políticas y económicas de la derecha. Esta mística del agravio, que ha servido para alimentar muchos votos de izquierda, entre ellos el mío y el de mi generación, ya no existe”. La mató el tiempo, pero también la ausencia de un código de comportamiento acorde con la pureza de aquellos ideales.
De regreso a Sevilla hay dos estampas que llaman la atención y que, bien miradas, representan el fracaso de una generación que perdió el poder acosada por los casos de corrupción. Una está a la altura de Coria del Río, justo en el lugar donde debía construirse un túnel de 40 metros de profundidad para que la autovía de circunvalación SE-40 pasara bajo el Guadalquivir. Las obras están suspendidas. Un joven de Las Palmas que se vino a Sevilla por amor custodia una gran carpa blanca. Allí dentro, desde hace 10 años, duerme una tuneladora de 150 metros de longitud y 2.200 toneladas de peso que fue comprada en Francia y traída en barco para una obra que enseguida se reveló imposible por la configuración del subsuelo. Ahora será vendida como chatarra. Dinero tirado, el reflejo de una época, ojalá el último disparo con pólvora del rey.
La siguiente estampa se da en la avenida de la Flota de Indias del barrio de Los Remedios de Sevilla. Los operarios se afanan por desmontar las casetas de la Feria de Abril. Delante de una de ellas, repantingado en un sillón de playa y con cara de muchas madrugadas en blanco, está Manuel:
—Yo estoy acostumbrado a que me miren por donde vivo.
—¿Y dónde vives?
—En las Tres Mil Viviendas. Y encima no soy ni gitano…
Manuel tiene 25 años y hoy es el último día que trabaja de portero en la Feria. Mañana, quién sabe. Presume de que aún no ha tenido que decirle a su hijo de tres años que no hay nada de comer, pero admite que los de su estirpe —nacidos en barrios malditos, sin apenas formación y ni siquiera el orgullo de raza— están condenados a trabajar “en lo que vaya saliendo” y a ser mirados siempre por encima del hombro. Días después, casi al final del viaje, el reportero se acordará de Manuel cuando, justo al lado de los invernaderos de El Ejido, encuentre a Gilberto Lorenzo, un inmigrante de casi 40 años, nacido en Guinea-Bisáu y que, de los 14 años que lleva en España, solo tiene permiso de residencia desde hace dos.
—¿Y qué diferencia hay entre tener papeles y no tenerlos?
Gilberto podía haber respondido que vaya pregunta más tonta, pero, en lugar de eso, se le ilumina la cara con una sonrisa de felicidad, y cuenta sin ningún rencor su vida durante esos 12 años que tuvo que convertirse en una sombra, una sombra de albañil en Madrid, una sombra de temporero en Almería, cobrando sueldos de sombra, metido bajo los plásticos en pleno verano —”se sufre mucho ahí abajo, es lógico que los españoles no quieran este trabajo”— con tal de poder enviar dinero a unos hijos que crecen tan lejos. Y cuando se le dice que qué vergüenza, que cómo los podemos tratar así, se le ilumina la cara otra vez y dice:
—No te preocupes. No es cuestión de los españoles. Hay personas con buen corazón y personas malas. No se puede hacer nada. Eso es cosa de Dios.
—Siempre sonríes, Gilberto.
—Es mejor. Si estás todo el rato enfadado, tu cerebro no funciona. Hay que tener alegría y paciencia.
La paciencia de Manuel, la de Gilberto… También la de Pepe y Juan José. Están sentados en la terraza del bar que hay enfrente de la factoría de Santana Motor en Linares (Jaén). O de lo que queda de ella, que es prácticamente nada: un guarda jurado que ha puesto en la puerta la Junta de Andalucía para que no se puedan ver los restos de un cadáver cuya lenta agonía se llevó por delante a toda una ciudad. “Hasta El Corte Inglés ha cerrado, con eso se lo digo todo”, sentencia Pepe, que junto a su viejo amigo Juan José relata delante de dos botellines de Victoria los tiempos boyantes en que ellos y otros 3.000 trabajadores formaban parte de Santana, y luego, con un nudo en la garganta que transmite al interlocutor, el lento drama económico y social, también personal, que conllevó la caída de la factoría.
—Los japoneses de la Suzuki se fueron, pero la Junta de Andalucía tampoco hizo nada para que se quedaran…
Desde la cocina de Lola Valverde, que vive en la quinta planta de un edificio de 11 y pinta unos cuadros de flores preciosos que luego cuelga en el salón, se divisan los pabellones maltrechos de la Santana y, un poco más a la izquierda, una rotonda que quería ser un homenaje al viejo Land Rover, pero que a fuerza de abandono parece más bien que el conductor del todoterreno no pudo frenar y se quedó varado allí en medio, a punto de ser devorado por los matojos de la primavera.
Con esas asignaturas aún pendientes después de tantas décadas de poder socialista —jóvenes sin futuro en barrios sin pasado, jornaleros de otros países sin regularizar durante años, miles de trabajadores jubilados en edad de trabajar—, Moreno Bonilla ha tenido que hacer muy poco para llegar a la nueva convocatoria electoral con muchas posibilidades de una victoria rotunda. “Es un Gobierno conservador que se ha caracterizado por la moderación”, explica el sociólogo Eduardo Moyano, “Moreno Bonilla es un hombre que no crispa, que parece que te habla sentado en el salón de tu casa. Tiene un liderazgo suave y una imagen mejor que la de su propio partido, por eso en la campaña primará su nombre al del PP, como hizo Manuel Chaves en los peores tiempos del PSOE”.
—Después del cambio político, lo que iba mal, sigue yendo mal, y lo que iba bien, sigue viento en popa.
Es, a grandes rasgos, la opinión del economista Diego Martínez, profesor de la Universidad Pablo de Olavide e investigador asociado de Fedea: “Si nos fijamos en los presupuestos del Gobierno del PP en 2020, 2021 e incluso en el que no ha salido adelante en 2022, nos damos cuenta de que son muy parecidos a los que presentaba el PSOE: la estructura de gastos, las mismas políticas… Hay una continuidad bastante intensa entre las políticas que se hacían antes del cambio de Gobierno y las de ahora”.
—¿Es usted de Loja?
—Sí, dígame, ¿qué se le ofrece?
—¿Me podría aconsejar un lugar para visitar?
—Es que ya es por la tarde…
Queda la duda de qué pasa en Loja por las mañanas, pero el paisaje que ofrece al atardecer esta ciudad granadina de 20.000 habitantes es el de un lugar anclado en el tiempo, a medio camino de todo, del pasado y del futuro, de la tradición y la modernidad. Es tal vez el destino y la función de las agrociudades, como explica el sociólogo Eduardo Moyano: “Ciudades de 20.000 o 30.000 habitantes, como Montilla, Puente Genil, Priego, Osuna… Están rodeadas de campo, pero sus pautas de comportamiento son urbanas. Es un fenómeno muy interesante, porque es lo que otorga a Andalucía una red de seguridad en términos de asentamiento, de cohesión y de servicios, que la diferencia muchísimo de la España vacía”.
En pleno centro de Loja, justo en la esquina de la plaza de Joaquín Costa con la calle Sin Casas, al viandante lo asalta una metáfora. En la primera planta de una vivienda que parece vacía, junto a una señal de prohibido el paso, hay un balcón del que cuelga una bandera andaluza descolorida y devorada por un par de cactus. La imagen serviría para la portada de un libro sobre el final del sentimiento andaluz, pero sería una portada falsa. Si algo llama la atención en este viaje preelectoral por Andalucía es el sentimiento de orgullo que aflora de forma espontánea en las conversaciones. El primero que lo ha conseguido apresar, y que incluso se ha atrevido a bautizarlo, es el politólogo Jesús Jurado en su libro La generación del mollete. Crónica de un nuevo andalucismo (Lengua de Trapo, 2022):
—Hay una nueva generación que tiene una desafección tremenda hacia la política institucional, pero que a la vez está siendo muy activa en el ámbito del feminismo y de una reivindicación de la identidad cultural andaluza, incluso de la identidad política. Aunque también hay un sector, sobre todo de varones jóvenes, que simpatizan con Vox por lo que tiene de rebelión ante lo políticamente correcto. Pero en Instagram y en otras redes sociales tienen mucha fuerza creadores de contenidos —diseñadores, tatuadores, gente que hace vídeos, humor…— que está marcando una identidad orgullosamente andaluza a la vez que feminista.
En Jaén, justo antes de un concierto, los integrantes del grupo Califato 3/4 confirman la intuición del politólogo:
—El sentimiento de inferioridad nos ha acompañado a los andaluces durante muchos años. Y es verdad que hay ahora un movimiento, en el que participamos con nuestra música, que busca la recuperación de nuestra autoestima.
En Málaga, la ciudad de moda, Manuel Agustín Heredia se ha convertido en uno de los jóvenes empresarios de más éxito. Es el dueño de BeSoccer, la principal enciclopedia digital del mundo del fútbol. También él apuesta por competir desde aquí y con jóvenes de aquí:
—Tal vez por educación, o por connotaciones culturales o históricas, el andaluz suele ser en general una persona humilde, a la que le cuesta tener ambición. Pero creo que la humildad y la ambición pueden ir de la mano.
De camino al desierto de Tabernas, el único de Europa, un lugar inhóspito donde sin embargo aún sobreviven las palmeras que se plantaron en 1962 para la película Lawrence de Arabia, da tiempo a cenar en Granada. Un viejo amigo, poeta y jurista, dice que, para explicar ciertas peculiaridades del carácter andaluz, ya no digamos de este cambio de época que se barrunta en el ambiente, no existe todavía una definición precisa:
—Hay que recurrir a la cobardía de los ejemplos.
Hay algo que flota en el ambiente. Algo que no tiene siquiera la categoría de ejemplo. Un no sé qué que los publicistas de Cruzcampo quizás sospecharon, que los sociólogos empiezan a intuir, que los políticos todavía ni huelen y que los músicos intentan rimar. Es una mezcla muy extraña hecha de viejas tradiciones metidas en la Thermomix. Habrá que escuchar de nuevo lo que dice la tierra. Tal vez todo quede en nada, y se trate solo de una moda que se lleve el viento del desierto. O tal vez no.