Adén, capital provisional de un Yemen roto
El gran puerto del sur de Yemen muestra las heridas de una guerra que entra en su octavo año olvidada por el mundo. Las consecuencias son un país resquebrajado, el imperio de la corrupción y los señores de la guerra, y una hambruna que azota a dos tercios de los yemeníes. Detrás del escenario, la rivalidad entre Irán y Arabia Saudí. Así es la vida diaria en una ciudad sin esperanza y en la que hay que moverse con escolta.
Yemen es un país roto. Las fracturas políticas, económicas y sociales que arrastraba se han agravado desde que los rebeldes Huthi se hicieron con el poder en Saná (la histórica capital del país) a finales de 2014 y una coalición militar encabezada por Arabia Saudí intervino en la guerra civil que desataron. Adén, la gran ciudad portuaria del sur, se ha convertido desde entonces en capital provisional de una idea de Estado que se enfrenta a la tozuda realidad de su creciente fragmentación. La sede del Gobierno internacionalmente r...
Yemen es un país roto. Las fracturas políticas, económicas y sociales que arrastraba se han agravado desde que los rebeldes Huthi se hicieron con el poder en Saná (la histórica capital del país) a finales de 2014 y una coalición militar encabezada por Arabia Saudí intervino en la guerra civil que desataron. Adén, la gran ciudad portuaria del sur, se ha convertido desde entonces en capital provisional de una idea de Estado que se enfrenta a la tozuda realidad de su creciente fragmentación. La sede del Gobierno internacionalmente reconocido es solo uno de los pedazos de esa vasija hecha añicos por una historia y una geografía difíciles; también por la corrupción de sus dirigentes.
Han desaparecido las estrellas rojas y los escudos con la hoz y el martillo que coronaban los minaretes de Adén cuando era la capital de la República Democrática Popular de Yemen. La unificación con Yemen del Norte en 1990 transformó el paisaje urbano y social. La ciudad también ha ido perdiendo parte de una idiosincrasia forjada durante la dominación británica y que mutó bajo la experiencia comunista que siguió a su independencia en 1967. Ahora, la guerra ha dado la puntilla al gran puerto de la península Arábiga, un precursor del actual Dubái que se quedó por el camino.
La historiadora Asmahan al Alas, nacida en Adén, se ha dedicado a documentar esos cambios. “Fue su situación estratégica en las rutas comerciales lo que atrajo el interés de los británicos y la convirtió en una ciudad con una gran diversidad de población”, relata con nostalgia.
Los apellidos indios de algunas familias de pescadores, los restos de varias iglesias y un par de cementerios judíos dan testimonio de aquel pasado cosmopolita no tan lejano. Los mayores aún recuerdan que el desaparecido cine Regal exigía corbata a los caballeros, las mujeres vestían como querían y, tras la película, algunos matrimonios se acercaban al Shalimar, un elegante club en el que se podía tomar una copa y bailar.
Adén está llena de cicatrices, físicas y anímicas. Los adeníes vivieron el avance de los Huthi sobre su ciudad en la primavera de 2015 como una invasión extranjera. El grupo rebelde, una mezcla de partido político y milicia alineado con Irán, representaba el oscurantismo religioso que siempre han atribuido al norte de Yemen. Además, sus militantes son chiíes zaydíes a diferencia de la mayoría de los 30 millones de yemeníes que siguen la rama suní del islam. La intervención en defensa del Gobierno legítimo por parte de Emiratos Árabes Unidos (el principal socio de Arabia Saudí en la coalición) logró expulsar de la ciudad a los asaltantes, pero abrió la puerta a otros problemas. Resurgió el separatismo del sur y se multiplicaron los grupos armados.
Los combates en esta ciudad se prolongaron durante cuatro largos meses. “Se han perdido muchos edificios históricos, pero sobre todo se está destruyendo el tejido social”, lamenta la profesora Al Alas, quien destaca que “muchas mujeres se han quedado al frente de sus familias al enviudar o irse sus maridos a la guerra”. La historiadora, una de las pocas adeníes que osa aparecer en público sin ir cubierta con el hiyab, subraya que tampoco con el fin de los bombardeos llegó la paz. “La vida no ha regresado a la normalidad debido a las milicias. Además, la corrupción se ha convertido en comportamiento oficial”, critica.
Siete años después, las estructuras agujereadas del Gold Mohur y otros grandes hoteles recuerdan tanto el esplendor perdido de la ciudad como el estancamiento de la guerra. Nada más aterrizar, los visitantes se dan de bruces con el boquete que abrió un misil Huthi en la terminal del aeropuerto en diciembre de 2019. Al salir del recinto, el conductor y el guardaespaldas recuperan las armas que han dejado a la entrada y de las que no se separarán mientras acompañan a la periodista. La semana anterior, cinco empleados de la ONU, uno de ellos extranjero, fueron secuestrados en la vecina provincia de Abyan.
Durante los desplazamientos, la ciudad muestra las huellas del horror que han padecido sus habitantes. “Ahí es donde el Daesh [el Estado Islámico] mató a setenta y tantos reclutas”, comentan los acompañantes al pasar junto a un cuartel en el que parte de sus instalaciones siguen destruidas. “Esta es la iglesia que incendió Al Qaeda”, añaden frente a las ruinas de la Sagrada Familia, el último templo católico. Ambos ataques sucedieron tras la expulsión de los rebeldes. Aunque son más infrecuentes, la amenaza no ha desaparecido. Soldados con uniformes y lealtades dispares dominan los distintos barrios, lo que refleja el creciente poder de los señores de la guerra que se disputan el control en Adén, y en el resto del país.
En principio, dentro del perímetro urbano todas las milicias están bajo el mando del Consejo de Transición del Sur (STC, en sus siglas inglesas), el grupo independentista entrenado y armado por Emiratos Árabes. En 2018, el STC se hizo con el control de Adén tras enfrentarse a las fuerzas gubernamentales que apoyaban los saudíes. Dos años después, un acuerdo alcanzado por esos dos países permitió que los separatistas se integraran en el Gabinete, sin renunciar al objetivo de un país propio.
El Gobierno se apoya en el reconocimiento internacional, el respaldo económico y militar saudí, y su control de las regiones productoras de hidrocarburos en el triángulo formado entre Mareb, Shabwa y Hadramaut. Esas provincias, escasamente habitadas, concentran los campos de petróleo y gas, que son un recurso estratégico aunque limitado, del que carecen las regiones en poder de los Huthi o del STC, donde vive la mayoría de la población.
“El Yemen que conocíamos ha desaparecido para siempre”, reflexiona Farea al Muslimi en referencia al Estado central. Al Muslimi es el director del centro de estudios estratégicos Sana’a Center, que facilitó la logística para el viaje de EL PAÍS.
La guerra ha radicalizado a los yemeníes. Al conflicto interno se ha superpuesto el de las potencias regionales, Arabia Saudí e Irán. “Lo que empezó siendo un enfrentamiento entre el Gobierno y las fuerzas antigubernamentales [encabezadas por los Huthi], se ha ampliado a varios grupos con distintos intereses a los que resulta muy difícil sentar a negociar porque cada uno reclama ser el verdadero representante de Yemen”, resume Mustapha Noman, antiguo viceministro de Exteriores, hoy en el exilio.
A principios de abril, después de que Gobierno y rebeldes acordaran una tregua de dos meses, Riad alentó el cese del desacreditado presidente Abdrabbo Mansur Hadi, residente en la capital saudí, y su sustitución por un consejo presidencial de ocho hombres (la mitad de ellos del sur). De inmediato, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos (EAU) prometieron una ayuda de 3.000 millones de dólares (unos 2.800 millones de euros). Queda por ver que ese paso logre convencer a los Huthi para sentarse a negociar.
Para el analista político Robert D. Kaplan, “la geografía siempre ha hecho que Yemen sea difícil de gobernar”. En su libro La venganza de la geografía, argumenta: “Los intentos de alcanzar la unidad se han visto frustrados por una topografía montañosa extrema, que ha conseguido debilitar al Gobierno central y, en consecuencia, ha aumentado la importancia de las estructuras tribales y de los grupos separatistas”. De ahí, infiere, que se encuentre “al borde del colapso asediado por milicias subestatales”.
Los mapas del conflicto apenas plasman la complejidad de esas divisiones. Tras destacar con un color el territorio controlado por los Huthi en el noroeste, las zonas que reclama el Gobierno en el sur y el este del país son una maraña de tonalidades que intentan representar a los distintos actores de las diversas guerras simultáneas. El sur también está dividido. No todas las fuerzas que se oponen a los Huthi obedecen a los mismos líderes. Hay separatistas, salafistas, Hermanos Musulmanes, tribus y también oportunistas de variado pelaje. Hadramaut, la provincia más extensa y menos poblada, tiene sus propias ambiciones de independencia. Lejos queda la unidad que suscitaron las protestas de la Primavera Árabe, en 2011, frente al régimen de Ali Abdalá Saleh.
Adén es un reflejo en miniatura de la fragmentación del país. En el acceso al puerto, una de sus principales fuentes de ingresos, hay tres controles. Solo el último está gestionado por agentes de la Autoridad Portuaria. Los otros están en manos de cabecillas de bandas armadas que reclaman un porcentaje de los aranceles. “La Autoridad solo existe sobre el papel. Se reparten las ganancias entre ellos y no invierten ni en infraestructuras ni en seguridad”, confía un antiguo oficial de la Guardia Costera.
La bandera independentista es omnipresente. Para los simpatizantes del STC la solución a los problemas del sur pasa por romper con el norte. “Dos países”, responde sin dudar Fadil Ali Saleh, un soldado que vigila en la Fortaleza de Sira, el castillo del siglo XI que domina el viejo puerto a partir del cual surgió la ciudad. Sin embargo, la distancia entre sus promesas y su gestión empieza a pasar factura al grupo. Muchos ciudadanos están defraudados. “Teníamos grandes expectativas con el STC, pero son igual de corruptos o más que el Gobierno; solo se preocupan de sus afines”, declara Yazid, un profesional originario de una provincia vecina, pero casado con una adení.
La queja de la población es la falta de servicios básicos. “No hay electricidad, ni agua, ni trabajo para los jóvenes; muchos están emigrando a Egipto o Turquía, pero nos gusta nuestro país. ¿Qué podemos hacer?”, plantea Ruqiya, una profesora de inglés que pasa la tarde del viernes (el festivo semanal) en la playa de Gold Mohur con su familia. A su hija Rafat, de 16 años, le gustaría estudiar fuera. El abastecimiento de agua es irregular. La electricidad llega de forma intermitente cada tres o cuatro horas por un periodo similar. Los responsables dicen que con los actuales precios del petróleo necesitan racionar el diésel que alimenta la central eléctrica. El suministro depende de la buena voluntad saudí. En su ausencia se corre el riesgo de que el calor húmedo que ya anuncia el verano aumente el malestar de los habitantes.
¿Se repetirán las protestas del año pasado? Los activistas locales lo ven improbable. “Los que mandan no lo permiten”, asegura Wadhah al Yemen Hariri, un defensor de derechos que milita en el Partido Socialista. En su opinión, el STC tiene grandes ideas sobre las relaciones con los países de la zona, pero carece de un plan para ofrecer servicios. “Además, coarta la actividad política y de la sociedad civil”, denuncia. Hariri menciona “desde la confiscación ilegal de propiedades hasta los secuestros por diferencias políticas, pasando por el riesgo de acabar en la cárcel sin motivo”.
La apropiación de tierras refleja el poder de las armas. Las milicias lo consideran su botín; los adeníes, un expolio. El anterior jefe de la seguridad del STC, por ejemplo, se ha quedado con la isla de los Trabajadores (llamada de los Esclavos durante el dominio británico), en realidad, una península de un kilómetro de largo con buenas expectativas inmobiliarias. Mientras, no hay donde alojar a los desplazados por la guerra. Son cuatro millones en todo el país y casi la mitad de ellos se ha refugiado en Adén, que ha triplicado sus habitantes, añadiendo presión sobre los servicios. Para la historiadora Al Alas, es un ejemplo de “la ausencia del Estado”.
La economía de Yemen está destruida tras siete años de conflicto. Los salarios se han depreciado al mismo tiempo que los alimentos duplicaban su coste, dejando hambrientos a dos tercios de los yemeníes, según datos de la ONU. Las consecuencias se ven en la lonja de pescado de Adén. Situada en el barrio de Cráter, llamado así por el volcán en torno al que creció la ciudad, ha perdido gran parte de su actividad debido al elevado precio de los carburantes.
Del medio millar de pescadores registrados, apenas un puñado está saliendo a faenar. Ragish, de 42 años, 22 de ellos en el oficio, no puede pagar el gasoil. “Acepto cualquier trabajo. Hoy estoy cortando pescado”, señala mientras destripa un mero. Esa tarea apenas le reporta 5.000 riales (cuatro euros) al día, una cantidad insuficiente para mantener a su esposa y a sus dos hijos, pero que tiene que estirar para incluir a su madre y 10 hermanas.
El pescado solía ser un alimento asequible. Al reducirse las capturas y aumentar su precio, la mayoría de las familias ya no pueden permitírselo. Tampoco hay muchas alternativas en un país que importa el 90% de sus alimentos. Legumbres y pan constituyen la dieta de gran parte de la población. La guerra en Ucrania, origen de un 27% del trigo que compra Yemen (otro 8% lo adquiere en Rusia), ha aumentado las dificultades.
La carestía es algo que también afecta a los 22 millones de habitantes que viven bajo la férula Huthi, un Estado policial que la mayoría de los entrevistados juzga más seguro que el sur. “Nuestra situación sigue empeorando por el alza de los precios”, manifiesta Khaled, un ingeniero y padre de familia en paro, por teléfono desde Saná. Él lo atribuye al bloqueo del Gobierno a los rebeldes, pero fuentes empresariales niegan que exista dicho bloqueo. “Seguimos enviando mercancías. Se encarecen por los impuestos y las comisiones que cobran los Huthi”, afirma un hombre de negocios.
Si el norte y el sur comparten penurias, la guerra está ahondando las diferencias. No son solo los puestos de control interiores que alargan el viaje de Saná a Adén de las 7 horas habituales hasta 16, según el humor de los milicianos. Desde que el Banco Central trasladó su sede a esta última en 2016, el Gobierno reconocido exacerbó la inflación imprimiendo nuevos billetes. Los rebeldes sin embargo han mantenido el viejo papel (además de contar con mayores ingresos de la diáspora). Como resultado, un dólar ha llegado a costar en el sur casi el doble que en el norte (1.100 riales frente a 600), aunque la reciente ayuda saudí ha equilibrado el valor. Los cambistas son el único negocio que prospera a ambos lados del país.
La brecha también se agranda en la educación. “Los Huthi han cambiado el currículo en las escuelas”, cuenta Khaled, que los acusa de “reinventar la historia de Yemen”. Ante esa situación, algunos padres aconsejan a sus hijos que aprendan las lecciones para el examen y las olviden después. En el sur, el problema es otro. Hace dos años que los maestros no reciben sus salarios y las clases, donde se dan, es gracias a profesores voluntarios.
Para los desplazados por la guerra, como Fatma Saif, la escuela es un sueño imposible. Es de Hodeida y tiene 11 años. Hace cinco que los combates en esa ciudad de la costa del mar Rojo causaron un incendio en su casa y obligaron a huir a su familia. “Claro que quiero ir al colegio. Solo uno de mis hermanos ha podido matricularse porque tenía el certificado; a los demás no nos aceptan porque carecemos de papeles”, contesta apenada.
Los Saif malviven en un asentamiento informal frente a la playa, a apenas 200 metros del Crown Club, un centro recreativo donde se relajan los nuevos ricos en un ambiente halal (sin alcohol y con las mujeres completamente cubiertas de la cabeza a los pies). Solo unas lonas sujetas con palos albergan a los Saif y sus nueve hijos. El padre, sordo, se dedica a recoger botellas de plástico. Fatma ayuda a su madre o acude a las puertas de algún restaurante a mendigar comida.
Muchos de quienes han recalado en la capital provisional contaban con familiares que los han acogido. Pero los Saif carecen de redes de apoyo. Su tono de piel oscuro los revela como akhdam, literalmente sirvientes en árabe, los más pobres de los pobres. Aunque estos desposeídos son musulmanes arabohablantes como el resto de los yemeníes, no pertenecen a ninguna de las tribus principales y a menudo se los discrimina. Su miseria los ha convertido en carne de cañón. Las milicias acuden a reclutar entre sus hombres.
En las decenas de conversaciones con profesionales, mujeres, activistas y jóvenes mantenidas durante una semana en esta ciudad, se desprende decepción y cansancio. Sus vecinos, como el resto de los yemeníes, desean tener seguridad, trabajo y un sistema de gobierno decente. La mayoría no se sienten representados ni por el Gobierno ni por el STC u otros grupos. Muchos atribuyen la situación de su país a la injerencia extranjera.
“Estamos luchando para nada. Irán y Arabia Saudí están jugando su partida en nuestro país”, declara Najim Salem, que a sus 67 años sigue trabajando como supervisor de carga en el puerto por una magra paga de 80.000 riales (65,50 euros) al mes. Saleh tiene un hijo combatiendo en Mareb con el STC por 100.000 riales. Entre ambos mantienen a una familia extensa de 17 personas. En opinión de este hombre enjuto, el problema no es uno o dos países, sino los líderes. “Lo importante sería poder elegir personas cualificadas que no se dediquen a llenarse los bolsillos”, concluye.
En medios empresariales aún se apuesta por la unidad. “Somos un solo pueblo, pero hay algunos empeñados en dividirnos”, defiende Hafez Bachis, copropietario junto a su hermano de un negocio de maquinaria agrícola, que uno gestiona en Saná y otro en Adén. “Es una cuestión de economía de escala. Un mercado de 30 millones es más eficiente que dos más pequeños”, justifica por su parte Mazen M. Aman, asesor del grupo HSA, que controla desde harineras hasta cementeras, pasando por fábricas de embalaje, y sigue operando en todo el país, con cerca de 20.000 empleados.
Sin embargo, el sentimiento independentista es generalizado en el sur. La historiadora Al Alas considera: “La solución más práctica y aceptable para los sureños sería que pudieran ejercer su derecho a través de un referéndum, siempre que estuviera bajo supervisión de la comunidad internacional”. El STC no quiere ni oír hablar de un plebiscito.
Mechual al Othmani, profesor de Ciencias de la Información en la Universidad de Adén, explica que “históricamente el sur ha querido separarse, pero [tras la experiencia del Gobierno del STC] mucha gente ha dado un paso atrás y apoya un sistema federal”. En opinión de este analista, “la unidad como en el pasado resulta inviable”. Según él, “la población está dividida entre partidarios de la unidad, la separación o una fórmula intermedia”. Ghaida al Rashidy, investigadora del Sana’a Center y adení hasta la médula, lo sintetiza así: “Nuestro corazón nos pide independencia; nuestra cabeza, unidad”.
El pasado 26 de marzo la guerra entró en su octavo año, sin visos de solución y ante un decreciente interés internacional. Aunque el conflicto no ha desatado las oleadas de refugiados de Siria o Ucrania, quienes pueden se van. En el campus de la Universidad de Adén, los jóvenes esperan que sus estudios les sirvan de trampolín para dejar atrás la violencia y la miseria. “Sueño con salir de Yemen, a un país no árabe. Quiero vivir mi vida”, proclama Huda, una estudiante de Farmacia de 27 años, haciéndose eco del sentir de muchos de sus compañeros.
Tras obtener un grado en Ingeniería y Administración de Empresas y superar una depresión, Mohamed, de 25 años, ha dado el paso. Él y su esposa, que es médica, están ya en trámites para emigrar a Alemania. “Queremos otro futuro para nuestro hijo”, razona en referencia a su bebé de 15 meses. “Hemos perdido la esperanza”.