Una veranda en Calcuta
Quizá nunca haya experimentado tanto desfase entre lo que esperaba en una ciudad y lo que encontré en ella | Columna de Ignacio Peyró
De creer a los leprosos, y no tanto a Christopher Hitchens, Teresa de Calcuta fue un ser de luz o un ángel de bondad: algo tan infrecuente que sorprende que el ordenador no marque como error las palabras en rojo. Y sin duda, interesarse por las agonías ajenas, aunque rara vez nos llevará a la emulación, casi siempre convoca algo entre el respeto y el asombro. Hechas estas salvedades, sin embargo, lo que de verdad llama la ...
De creer a los leprosos, y no tanto a Christopher Hitchens, Teresa de Calcuta fue un ser de luz o un ángel de bondad: algo tan infrecuente que sorprende que el ordenador no marque como error las palabras en rojo. Y sin duda, interesarse por las agonías ajenas, aunque rara vez nos llevará a la emulación, casi siempre convoca algo entre el respeto y el asombro. Hechas estas salvedades, sin embargo, lo que de verdad llama la atención es que la cámara municipal calcutense dejara escapar la ocasión de demandar a la santa, pues desde su paso por Bengala es imposible hacer mención de su capital sin que alguien entorne los ojos para proferir con solemnidad el lugar común: que aquello “no es pobreza, es miseria”. No es el único cliché que aflige a la India —y los españoles algo sabemos de esas condescendencias—, desde los cadáveres que aparentemente bogan por el Ganges al “no tienen nada, pero están contentos” o su extended version: “No tienen nada, pero lo poco que tienen te lo dan”. Y uno entiende que a la Madre Teresa le interesaban más los enfermos que la diplomacia de ciudad, pero Calcuta no es el hospital al aire libre, el lazareto interminable que a todos nos han dicho. Y se puede visitar. Igual que los indios pueden visitar Madrid o Barcelona sin temor a un atraco, aunque aquí hicieran de las suyas Pujol y Nacho González.
Aun así, las guías todavía se refieren a Calcuta con un punto de miramiento, quizá para dar a entender que si un viajero la visita, la visita bajo su responsabilidad. Incluso entre aficionados o residentes en la India, plantear el viaje a Calcuta parece tan descabellado como plantear un domingo en la incineradora de Valdemingómez. Quizá, en efecto, nunca haya experimentado tanto desfase entre lo que esperaba en una ciudad y lo que encontré en ella. Y he llegado a preguntarme si no sería precisamente por el empeño de Calcuta en prosperar: prosperar pese a la pobreza, pese a la mala imagen, pese a sus castigos en la época imperial —los británicos le quitaron la capitalidad en 1911— o su difícil alineamiento en la India independiente, donde no iba a ser ni cabeza económica ni fortaleza administrativa. Ni siquiera, como a lo largo de la historia, puerto principal.
Sí: Calcuta tenía que haber muerto varias veces, pero sigue viva, en apariencia muy cómoda con su fama de ciudad charlista para unos e intelectual para otros: la gente a la que allí traté —editores, periodistas— no hizo nada para desmentir tal fama. Esto no es Delhi, donde la naciente república no-alineada hizo suya la arquitectura del poder colonial. Esto no es Bangalore, donde la cibereconomía india mira al mundo. Y, por supuesto, esto no es Benarés, donde las vacas pacen por la calle y donde nuestros eruditos más sensibles —el sanscritista Óscar Pujol, el editor Álvaro Enterría— fueron subyugados por una tradición del espíritu. Entre otras cosas, en Calcuta hay bares, y de los años cincuenta. Cafeterías, de los veinte. Y una cocina china propia.
También hay clubes, signo de una paz en la convivencia con un legado colonial problemático, y que a la vez trajo cosas tan indias como los trenes, las oficinas de correos y la democracia parlamentaria. De ese romance anglo-indio quedan pecios aquí y allá: un busto de Jorge V en el Bengal Club, el sello de Lord Mountbatten —último virrey— en la librería Oxford y los que quizá sean los taxis más hermosos de este mundo: los Hindustan Ambassador, un Mini rebautizado por el monzón. Será que Gran Bretaña conquistó la tierra pero fue conquistada por la India, como aquella reina Victoria que, guiada por su sirviente favorito, calameaba el urdu, o un duque de Windsor que fatigaba a caballo los predios del club Tollygunge, Tolly para los iniciados. Desde su veranda, verde y blanca, termino este artículo, y no estará de más decir que esa hermosura que es “veranda” es de las pocas palabras indias que tenemos. ¡Ah, Calcuta! En tiempos de miseria la llamaron “la ciudad de la alegría”. También lo era, y no lo sabíamos, de la alegría de vivir.