Fernando del Cerro: radicalidad vegetal en la cocina
La cocina de Fernando del Cerro está íntimamente ligada a las huertas de la vega de Aranjuez. Estación a estación muta con el producto de la tierra en una apuesta verde aderezada con frescura y experimentación sin renunciar a las raíces del restaurante familiar, Casa José. Y las verduras, a la brasa o crudas. Un punto de referencia sorprendente por su calidad, su precio y su encanto.
Lo primero que hace Fernando del Cerro cuando quedas con él en Aranjuez es llevarte al vértice del rombo. Imaginas que resulta fácil divisarlo desde el aire, pero en el camino, entre las alamedas, necesitas un lugar donde se perciba de manera transparente el trazo. “Así lo proyectó Juan Bautista de Toledo y, gracias a él, Aranjuez es hoy lo que es…”, afirma el cocinero. Se refiere no solo a lo que el arquitecto y urbanista aportó como autor y ayud...
Lo primero que hace Fernando del Cerro cuando quedas con él en Aranjuez es llevarte al vértice del rombo. Imaginas que resulta fácil divisarlo desde el aire, pero en el camino, entre las alamedas, necesitas un lugar donde se perciba de manera transparente el trazo. “Así lo proyectó Juan Bautista de Toledo y, gracias a él, Aranjuez es hoy lo que es…”, afirma el cocinero. Se refiere no solo a lo que el arquitecto y urbanista aportó como autor y ayudante de Juan de Herrera en el palacio primigenio de la localidad, también para la riqueza de la huerta, algo fundamental para entender hoy la cocina radicalmente vegetal que el chef ofrece en Casa José.
Sobre raíces sabe Fernando del Cerro a sus 51 años: las de su territorio y las de su restaurante. De las primeras presume al hacer hincapié en la visión de Juan Bautista de Toledo, llegado de Nápoles a mediados del siglo XVI por orden de Felipe II para trabajar en la construcción de El Escorial y del palacio de Aranjuez. “Tenía orígenes judíos, era un visionario. Hasta tal punto que hoy la vega produce algunos de los cultivos con más calidad de Europa”, explica el chef. La conjunción del Tajo con el Jarama transformada en lo que se conoce como las huertas del Picotajo, su sabia utilización y canalización gracias a los cálculos geométricos y astrales que en su día realizó el arquitecto, producen hoy una tierra más que fértil: “La mejor…, propicia para que se den frutos y cosecha en cada estación”.
Y eso que Juan Bautista de Toledo fue proyectando los triángulos sucesivos de cada parcela para que se cultivaran sobre todo ornamentos: “Las flores que traían de América debían servir para adornar, pero junto a eso fue desarrollándose un modo de vida muy particular”. Lo cuenta antes de pasear entre la siembra y el barbecho con Ángel Gómez, uno de los agricultores de la zona, que también fue cocinero un tiempo. El suficiente como para después volver a su tierra y cultivar junto a su padre. El hijo regresó con la experiencia suficiente para saber qué iban a demandar en los restaurantes y el negocio de la tierra, de esa forma regenerado, funciona.
En las huertas de Gómez, dice Del Cerro, “se dan los mejores espárragos y alcachofas de la zona”. Pero para eso habrá que esperar a la primavera porque en invierno toca centrarse en la familia de las crucíferas: coliflores, coles, lombardas. Cada cosa a su tiempo y según su ciclo natural. Es imposible acercarse a su restaurante, Casa José, para comer algo que no se dé en temporada.
Ya en su establecimiento, Fernando del Cerro se enfunda su chaqueta y ocupa su puesto en la cocina. Desde allí, junto a su hermano Armando en la sala, propician una natural coreografía de engranajes para el sabor. El local huele a brasa y entre sus paredes se entrena y ejecuta, sobre todo, el arte de la llama y del fuego. En eso, el chef es radical. “La verdura jamás se debe cocer”, sentencia. ¿Cómo dice? “Sí, en eso soy muy tajante. El agua provoca un cambio de textura. No la enriquece, al revés, le resta carácter. La verdura es un alimento completo, si la sumerges en agua no haces más que incrementar el agua. En cambio, si la pones al fuego, resaltas todas sus propiedades y sus vertientes”, afirma. De ahí que solo las cocine de esa manera. “Las sirvo así o crudas”.
En eso se muestra inflexible para contradecir una de las virtudes cruciales de su local: la capacidad cambiante y de adaptación a la materia prima. Así nació Casa José en 1960, junto a la plaza de Abastos de Aranjuez. “La fundaron mis padres pegada al mercado”. Eso marcó su dinámica. “Mi madre cocinaba lo que le llevaban cada día los tratantes. Si se presentaban con alcachofas, pues alcachofas; si venían con un cordero, te hacía unas chuletas o unas mollejas”.
Siempre, eso sí, había especialidades toledanas a mano, dados sus orígenes. Un buen guiso de carcamusas, por ejemplo. O varias tortillas de patata: una costumbre que prevalece. Quien se acerca hoy a Casa José recibe como aperitivo un pincho y, después, lo que quieras pedir. “Desde 2017 hemos recuperado ese espíritu. Antes teníamos la carta más cerrada; hoy, nuestra característica es la flexibilidad”, afirma. Se trata de una virtud que motiva tanto al personal como al cliente. “Quien llega se sorprende cada vez y así regresa. Nosotros nos divertimos mucho más. Practicamos una cocina, ante todo, alegre. Yo necesito esa libertad y quiero que se vea reflejada en mis platos. Busco salirme de lo estructurado y no estar atento a las pegatinas que pueda lucir un local”.
Así, la creatividad de Del Cerro no se agota y la carta fluye entre la sabiduría heredada de su madre y una búsqueda cosmopolita producto de sus viajes o las clases que imparte en diferentes países: de Polonia y Dinamarca a Brasil, Estados Unidos, Japón, Corea, Líbano, Israel y Egipto. Sobre la base de una tradición de raíz y tallo pegado a las vegas del Tajo, el chef busca constantes mestizajes.
Las setas, los espárragos, las alcachofas confluyen con la calabaza o la lombarda con focaccias y minestrones, o inventos como su lombarda acidulada con granada, manzana roja y polvo de castaña o el ceviche de coles de invierno sobre gel de kaki y brotes de remolacha. He ahí su radicalidad vegetal. Pero sobre sus fogones, las técnicas de la cocina oriental y los aires latinos se dan la mano con unas pochas, y los pescados, la caza o la carne elevan la contundencia de sus materias junto a los continuos experimentos que al chef le da probar con legumbres, tallos, hojas y especias.
La cocina de Fernando del Cerro vive así una continua renovación desde su esquina colindante con el mercado de Aranjuez. Es un ejemplo de cosmopolitismo pegado al origen y la tierra. Despide descaro, contundencia y frescura sin miedo a experimentar ni a equivocarse. No decae ni se conforma. No se amodorra en el éxito, sino que lo tumba y lo reconstruye en una dinámica que lo mantiene vivo y al tanto de cruces y tendencias.
Viajar es para él una actitud tan irrenunciable como otear buen producto a diario junto a las cuencas regadas del río. “Descubrir la cocina nórdica en Dinamarca, por ejemplo, fue para mí importante”, reconoce. De ahí que muchos peregrinen a Casa José para degustar el smorrebrod con su festival de arenques, cítricos, hinojo, algas, apio… “Pero también la asiática y la latina y la mediterránea, que me está abriendo a muchos nuevos caminos”, afirma Del Cerro.
Su búsqueda no cesa: “Abrirme desde nuestra materia prima al mundo, salirme de lo tradicional, lo trillado para enriquecer nuestras mesas con texturas, sabores menos conocidos y colores, que cada comensal viaje desde la mesa a cualquiera de los espacios y lugares donde me nutro”.
Sin dejar de lado los postres, que fueron también, en su caso, un origen: “Yo soy repostero de formación”, cuenta. “Estudié esa especialidad en la escuela de la asociación de pasteleros de Madrid”. Desde entonces es consciente de en qué medida esos métodos de aprendiz le han facilitado el viaje posterior a sus fogones para convertirlo en referencia maestra de otros ámbitos.
Desde ese punto de partida, Del Cerro ha observado cómo en los últimos años la influencia de la repostería ha marcado no solo sus técnicas, sino el panorama general en la cocina de autor. “Hemos ido adaptando la estructura y la sabiduría del obrador”. No tanto en la elaboración o traslado de la técnica dulce a lo salado, como sostiene, por ejemplo, Martín Berasategui. “Más bien, creo en el conocimiento de la materia desde el punto bajo. En el sentido de buscar las proporciones equilibradas para que se produzca la reacción que persigues, en saber qué necesita cada ingrediente para luego buscar el novio adecuado a cada plato”.
En su caso, destacan los helados de elaboración propia: el de pistacho, sobre todo, realizado como un coulant en frío, con la textura sólida de la congelación y la sorpresa líquida de una esencia de fruto seco que desborda cualquier paladar. Pero también el de chocolate y avellana o el de mango y frambuesa… Falta el de fresa en la carta. Pero olvídense, Fernando del Cerro se espanta ante la mera mención de la idea. “¿Un helado de fresa en Aranjuez? ¡Jamás!”, afirma. “Eso no se toca, ni se me ocurre traicionar así un fruto tan puro, tan exquisito. La fresa se come tal cual, no hay que hacer nada con ella salvo respetarla”.